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– Sí, lo sé -contestó Beth escuetamente, no deseando que la tía Em prosiguiera con el tema.

– Malos recuerdos. No puedo culpar a Jamie por huir de ellos.

«¿Y de mí también?», se preguntó.

Beth mantuvo la boca cerrada. Jamie ya no tenía ningún papel que desempeñar en su vida. Optó por concentrar la atención en el paisaje.

El camino descendía hacia un riachuelo. Las maderas del puente golpetearon al paso del coche. Como siempre lo habían hecho. Enfilaron por la curva en torno a la loma donde había una hilera de gomeros que permanecían igual a como ella los recordaba, con su anchos troncos y su inmensa altura. Nunca había visto otros iguales.

«Algunas cosas perduran» pensó con súbita violencia al recordar cuánto la había afectado la noche pasada con Jim Neilson. El había reconocido que ese encuentro había sido una confrontación mental entre ambos.

Al rodear la loma apareció la primera cerca de su vieja granja. No había ganado en los prados. Sin embargo, con la mirada del recuerdo, Beth pudo ver a su hermano Chris agrupando a las vacas y a su padre bajando sacos de heno del tractor. Guardaba cálidos recuerdos de sus años en la granja. Si lograba comprar la propiedad, tal vez su padre volvería a sentir interés por la vida. La familia se había dispersado; no había nada que los retuviera en Melbourne. Si su padre pudiera volver a la granja… las cosas serían muy diferentes.

Habían puesto un gran letrero anunciando la su- basta junto a la verja de entrada a la propiedad. Pese al macizo de turpentinas y zarzos que ocultaban la casa, había muchos coches estacionados por alli, lo que indicaba que la subasta había originado un gran interés.

Beth consultó su reloj.

– Disponemos de casi dos horas antes de que empiece la puja. ¿Quieres que demos una vuelta o nos instalamos a comer?

– Como quieras, querida.

Las dos sofocaron una exclamación de asombro al ver la casa. Estaba en un estado de abandono casi completo, como si nadie la hubiera habitado o se hubiera preocupado por ella durante todos esos años. La tía Em aparcó en un alto. Y alli se quedaron, demasiado asombradas para moverse, contemplando horrorizadas lo que una vez había sido una hermosa y feliz granja.

El tejado de metal estaba oxidado, algunos canalones a punto de caer, varios marcos de las ventanas aparecían rotos, la pintura descascarada, brechas en las maderas de las galerías. Las blancas estacas de la valla habían desaparecido. El jardín era una ruina. Tenía el aspecto de un lugar inhabitable.

– Bueno, al menos le pondrán un precio bajo -comentó la tía Em con tristeza.

En la cara de Beth se retrataba la muerte de sus esperanzados sueños.

– No puedo traer a papá aquí.

– ¿No crees que podría ser un incentivo para él? Podría reparar la casa. A Tom siempre se le dieron bien los trabajos manuales.

Sí, era una buena idea. ¿Pero sería posible?

– Veamos hasta dónde llegan los daños -sugirió Beth.

– Mira, los jacarandas han sobrevivido. Incluso están a punto de florecer -comentó la tía Em. Esos árboles siempre habían sido tan hermosos con las ramas llenas de flores azules, así como el suelo a su alrededor-. Los arbustos volverían a renacer con una buena poda -continuó echando una experta ojeada a la maleza que crecía por doquier-. Esto requiere mucho trabajo, pero calculo que podríamos volver a dejarlo como tu madre lo tenía.

La mención a su madre entristeció a Beth. Nunca más se asomaría a la galería llamándolos para que entraran a cenar. Había muerto tres años después del traslado a Melbourne, dejando a toda la familia huérfana de su amorosa presencia. Beth la había reemplazado en el cuidado de sus hermanos menores, especialmente de Kevin, su querido hermanito, apenas un bebé, que había sobrevivido al traumático nacimiento que le había costado la vida a la madre. Había sido como su hijo. Todavía le dolía pensar en él.

«La ciudad mató a Kevin», murmuraba invariablemente el padre, en los días en que se encontraba más deprimido. Los accidentes podían ocurrir en cualquier parte, solía pensar Beth. Pero eso no contribuyó a aliviar la depresión de Tom Delaney. Siempre había odiado la ciudad.

«¿Y odiaría este sitio también, o su orgullo del pasado le impulsaría a reparar la casa lo mejor posible?», se preguntaba Beth con el corazón oprimido.

Subieron a la galería que rodeaba la casa.

– Ya no se hacen galerías tan sólidas como ésta -afirmó la tía Em, haciendo notar todos los aspectos positivos para reforzar la confianza de su sobrina-. Con unos cientos de clavos, las tablas de madera quedarían fijas y unidas. Fíjate donde pisas, Beth.

Había sido una maldad descuidar la casa hasta dejarla casi en ruinas, pensaba Beth furiosa de que el banco les hubiera arrebatado la propiedad. Era cierto que su padre no había podido hacer frente a las deudas, pero era una inmoralidad que la hubieran dejado abandonada de esa manera.

Dinero. Eso era lo único que le importaba a los bancos. Posiblemente todos los Jim Neilson pensaban de la misma manera.

La tía Em llamó a la puerta.

– Sería una buena idea preguntarle al subastador si hay hormigas blancas en las maderas.

Sintió ganas de llorar a gritos cuando se encontró dentro de la casa. Parecía que allí se había cometido un acto de vandalismo. Aparte de las ventanas rotas, las luces habían sido arrancadas, había agujeros en las paredes y lo que quedaba de las instalaciones del baño y la cocina se encontraban en un estado lamentable. Sin embargo el subastador les confirmó que las estructuras de la casa estaban sólidas, y que no había hormigas blancas.

Se instalaron a comer cerca del riachuelo. Durante el almuerzo Beth calculó el coste de las reparaciones, que por cierto tendría que salir del dinero que había ahorrado para comprar la granja. Sus ingresos como escritora de libros infantiles no eran ni con mucho astronómicos. El dinero reunido la había dejado casi en la ruina.

La distrajo el ruido de un vehículo que entraba en la propiedad. El corazón le dio un vuelco al ver que un Porsche negro se estacionaba cerca de la casa. La puerta del conductor se abrió y Beth pudo ver la alta y sólida figura de Jim Neilson, bajando del coche. Luego se quedó mirando la casa. Beth lo contempló, luchando por calmar el torbellino que se había desatado en su interior.

– ¿Quién es? -preguntó la tía Em atraída por la atención con que miraba al hombre. Ella no conocía el coche y había visto a Jim sólo en fotografías.

Con las mejillas arreboladas, se encaró a su tía.

– Es Jim Neilson.

– ¿Jamie? -preguntó con asombro-. Se dirige a la casa. ¿Qué interés podría tener en esta propiedad? -concluyó mirándola con más atención.

– No tengo idea -contestó Beth, alcanzando un trozo de tarta.

Se le había acabado el apetito por completo, pero si se llenaba la boca podría evitar responder a sus preguntas.

Pero la pausa no duró demasiado.

– Parece que la casa no le interesa demasiado porque nos está mirando. Y ahora viene hacia aquí -dijo su tía con anticipado placer.

Beth tuvo que alzar la vista. Los ojos del hombre la miraban fijamente a medida que se aproximaba.

– Debe haberte reconocido -dijo la tía Em.

– No, ayer le dije quién era y que vendría a la subasta -explicó mirándola desafiante.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -preguntó asombrada.

– Porque su reacción no fue del todo positiva.

– A parecer ha reconsiderado el asunto.

– Ya lo sabremos.

La tía Em frunció el ceño ante la dureza de su voz, pero a Beth no le importó.

– Beth -había calma en la voz grave y sensual del hombre.

Lo examinó de pies a cabeza antes de responder. Venía en vaqueros, camisa blanca de lino, sin cuello, claramente una prenda de diseño. La boca fruncida, gesto preocupado, la mirada ardiente.