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– ¿Sí? -dijo con tono irónico.

– Quisiera hablar en privado contigo.

– Tal vez ya no te acuerdas de mi tía. Es la misma que solía invitarte a su casa a comer sus deliciosas tartas.

Jim se volvió rápidamente hacia la mujer.

– Perdóname, tía Em. Ha pasado tanto tiempo… Obligada y distante cortesía.

La mujer examinó la versión madura del pequeño Jamie.

– Sí, ha pasado mucho tiempo. ¿Por qué no te sientas con nosotras y pruebas la tarta de naranja?

– No, gracias -dijo volviéndose a Beth-. ¿Has visto la casa por dentro?

– Sí.

– ¿Y todavía quieres comprarla?

– Sí.

– ¿Por qué?

No era asunto suyo, pero no quiso que creyera que estaba loca.

– Mi padre la necesita.

– Lo que la casa necesita es que la derribe un bulldozer.

– Gracias por tu consejo.

Respondió a su sarcasmo con un destello de airado resentimiento.

– Tu padre nunca podrá dejarla como antes.

– Ya lo sé.

– ¿Y entonces, Beth?

No pensaba hablarle del estado anímico de su padre. Lo consideraría una debilidad.

Lo miró desafiante.

– Algunas personas dejan atrás el pasado, otras no.

Se miraron con rabia, el ambiente se cargó de ira y frustración.

– ¿Dónde está tu perro, Jamie? -preguntó la tía Em.

– Ahora es Jim -la corrigió Beth.

– Los nombres van y vienen. Quería saber dónde estaba su perro -contestó con serenidad.

– Ya no tengo perro.

La tía Em lo miró con bondadoso aire maternal.

– Siempre llevabas un perro pegado a los talones, Jamie Neilson.

– Los tiempos cambian -respondió con frialdad.

– Es cierto. Pero los años me han enseñado que las personas no cambian.

«Se equivoca», pensó Beth.

Jim se encogió de hombros.

– No tengo espacio en mi vida para un perro.

– Hay cosas que no deberías arrojar lejos de ti. Un perro es compañero en el que puedes confiar, que siempre te querrá con devoción incondicional.

Con las mandíbulas apretadas, le hizo una reverencia con la cabeza. Luego se volvió a Beth.

– Pudiste haberme dicho quién eras -dijo en tono acusatorio.

– ¿Me estás culpando por ser el hombre que eres?

– ¿Y tú en qué te has convertido, Beth? Ella ya no era la niña inocente que había conocido.

– Sólo en una mujer a quien el argumento de su vida se le fue de las manos. Supongo que eso me pasó por soñar demasiado.

Él señaló la casa con un movimiento de la cabeza.

– ¿Otro sueño?

– Sí.

– Que así sea, entonces.

Lo dijo como si quisiera lavarse las manos ante ella. Sin dar lugar a réplica, se puso de pie, saludó a la tía Em y se dirigió a grandes zancadas hacia la casa.

La tensión del ambiente lentamente desapareció, dejando a Beth sumida en un extraño ánimo. Pero enseguida adoptó un forzado tono jovial.

– Sería mejor que recogiéramos las cosas. La subasta va a comenzar.

– Sí -dijo la tía mirando pensativamente la figura de Jim Neilson que se alejaba-. Me pregunto si piensa intervenir en la puja.

Beth se echó a reír.

– ¿Para qué? ¿Para derribar la casa con un bulldozer y hacer desaparecer otros pocos recuerdos?

La tía Em la miró larga y pensativamente.

– Muy interesante -murmuró al tiempo que ponía las cosas en la cesta del picnic.

Beth no preguntó qué era lo que le parecía interesante. Quería que la subasta terminara lo más pronto posible y no volver a ver a Jim Neilson en su vida. El orgullo lo había llevado hasta allí. Quería compartir con ella el sentimiento de culpa por su comportamiento de la noche anterior. Ella había hecho añicos la preciosa imagen que tenía de sí mismo.

En su actitud no había más que orgullo.

Capítulo 7

HABÍAN puesto sillas en la galería que miraba a poniente. Beth y su tía se sentaron en la cuarta fila, con el propósito de observar el desarrollo de la subasta y a la vez participar en la puja. Jim Neilson no estaba presente. Sin embargo, Beth sabía que andaba por allí, porque el Porsche seguía aparcado fuera. Probablemente se había quedado para ver el resultado de la operación.

¿Por qué no podía dejarla en paz? No tenía ninguna razón para quedarse. No necesitaba ni quería que su presencia la distrajera.

Beth se puso muy nerviosa cuando comenzaron las primeras formalidades. En el momento en que el subastador dio comienzo a la puja, se le secó la boca de tal manera, que fue incapaz de emitir un sonido inteligible. Al ver que intervenían dos personas solamente, se convenció de que no había razón para apresurarse. Escuchaba atentamente, intentando adoptar la misma actitud relajada de los otros asistentes, todos hombres. Sus rostros parecían impenetrables. No tenía idea si eran contendientes serios o gente que sólo quería regatear, si se presentaba la oportunidad.

Varios asistentes desistieron cuando los precios empezaron a subir. Dos se mantuvieron firmes y continuaron pujando. Uno de ellos tenía el aspecto inconfundible de un granjero, con la piel muy tostada por el sol. El otro era un hombre bajo, gordo, de cara colorada, con granos en el cuello.

De repente el granjero se rindió. Con un sobresalto Beth se dio cuenta de que había llegado su turno. Empezó con mucha ansiedad y prisa, consciente de que dejaba al descubierto su inexperiencia. Con toda calma su competidor alzó la oferta. Beth, un tanto más tranquila y adoptando un tono profesional, hizo la suya.

Cada vez que intervenía el otro licitador, ella esperaba un momento y luego subía la oferta, deseando que el hombre reconsiderara la idea de comprar la propiedad. No sabía cuál era el límite del otro, pero sí sabía que el suyo se aproximaba rápidamente. El hombre volvió a hacer una postura más alta, sin remordimientos, matando sus esperanzas.

Le quedaba una última oportunidad. Tal vez el oponente pujaría sobre el límite de Beth, y ella no podría continuar. No quería que el otro se quedara con la granja. El espíritu de su padre estaba en esa granja, en esas tierras. Si ese hombre la adquiría haría lo mismo que Jim Neilson había sugerido: traería un bulldozer. Estaba segura de que lo haría, porque la propiedad no tenía ningún valor para él, no significaba nada.

Pujó por última vez sabiendo que había llegado al límite de sus posibilidades. La respuesta de su oponente, mejorando la oferta, fue inmediata y decisiva. El corazón se le derrumbé. Había calculado esa cantidad hasta el último centavo. Ya no podía ofrecer un precio más alto y sin embargo, la fuerza que la impulsaba a continuar era irresistible. Si hacía la última oferta, la propiedad sería suya.

– Inténtalo otra vez. Tengo algunos ahorros -murmuró su tía.

El subastador la miraba, expectante.

La tía Em le apretó la mano, infundiéndole confianza.

Beth aumentó la oferta, esperando ganar esa vez.

Pero no fue así. El hombre de los granos volvió a mejorar la oferta. La tía Em movió tristemente la cabeza. Beth tragó saliva, dejándose caer en la silla, derrotada. Aunque le pareciera absolutamente injusto que otro comprara la propiedad, tenía que aceptarlo como un hecho consumado. Había perdido la oportunidad y nada podía hacer al respecto.

El subastador golpeó dos veces con el mazo. No había más ofertas. Cuando iba a golpear por tercera vez, dando la operación por acabada…

– Cinco mil más.

¡Era la voz de Jim Neilson!

Sobresaltada, Beth se volvió a mirar. Pero no fue la única. Todos los presentes querían saber quién había entrado en la puja en el último segundo.

Estaba apoyado contra un pilar de la galería, lejos de los asistentes, relajado y sereno, indiferente al interés que había despertado. Sólo el brillo burlón de sus ojos al encontrarse con la asombrada mirada de Beth, reveló que se encontraba alli con un propósito.