—He leído mucho sobre San Stanius —dijo Everard lentamente.
—¡Y vencí! —gritó Schtein—. Di la paz al mundo.
Y había lágrimas en sus mejillas.
Everard se acercó. Schtein le apuntó al vientre con el aniquilador. No se fiaba de él aún por completo; Everard dio un rodeo y Schtein giró sobre sí mismo, para mantenerle cubierto. Pero estaba demasiado agitado por la aparente prueba de su triunfo para recordar a Withcomb. Everard lanzó una mirada a este por encima del hombro.
El inglés alzó su hacha. Everard se tiró al suelo. El aniquilador chirrió y Schtein gritó, porque el hacha le había destrozado un hombro. Withcomb dio un salto y se apoderó de su revólver. Schtein aulló, luchando por asestar su aniquilador sobre ellos. Everard saltó para evitarlo. Hubo un momento de confusión. Luego, el aniquilador funcionó de nuevo, y Schtein fue un peso muerto en los brazos de los otros. La sangre les empapaba las ropas al brotar de la horrible herida. Los dos guardias llegaron corriendo. Everard levantó su arma y accionó el disparador a toda intensidad. Una lanza arrojada le rozó el hombro. Hizo fuego dos veces, y dos corpulentas formas se abatieron. Estarían sin sentido varias horas.
Agachándose un momento, Everard escuchó. Un grito femenino surgió de las habitaciones interiores, pero nadie traspasó la puerta.
—Creo que nos lo hemos cargado —susurró.
—Sí —asintió Withcomb, mirando estúpidamente al cadáver tendido ante él. Ahora parecía patéticamente pequeño.
—Para él nada significa morir. Pero el modo es duro. Estaría escrito, supongo.
—Mejor ha sido así que comparecer ante un Tribunal de la Patrulla y ser desterrado del Planeta —dijo Withcomb.
—Técnicamente, al menos, era un ladrón y un asesino —comentó Everard—. Pero su sueño era algo grande…
—Y nosotros lo hemos desbaratado —terminó Withcomb.
—La Historia también lo habría hecho, probablemente. Un hombre solo nunca es lo bastante poderoso ni lo bastante sabio. Creo que la mayor parte de la miseria humana se debe a estos fanáticos bien intencionados.
—Y precisamente por eso los demás nos cruzamos de brazos y aceptamos las cosas como vienen.
—Piensa en todos tus amigos de 1947. No habrían existido nunca.
Withcomb se quitó la capa y trató de limpiar la sangre que cubría sus ropas.
—¡Vámonos! —ordenó Everard dirigiéndose a la puerta trasera.
Una asustada concubina le observó con sus grandes ojos.
Tuvo que hacer saltar la cerradura de una puerta interior, que daba a una habitación en que había un modelo de lanzadera del tiempo tipo mg, unas pocas cajas con armas y repuestos, algunos libros… Everard lo cargó todo en la máquina, excepto el depósito de combustible. Debía dejarlo allí a fin de volver en el futuro y detener en su carrera al hombre deseoso de ser un dios.
—¿Por qué no te llevas eso al almacén de 1894, en un par de horas? Yo montaré el saltador. Te espero en la oficina.
Withcomb, impasible, dirigió al otro una larga mirada. Luego, al ver que Everard le observaba, reaccionó:
—Conformes, viejo —sonrió y estrechó la mano a Everard—. Hasta luego. ¡Buena suerte!
Everard le contempló cuando entraba en el gran cilindro de acero. Resultaba extraño pensar que dentro de un par de horas estaría tomando el té en 1894.
Acuciado por la preocupación, salió al exterior y se mezcló con la gente. Charlie era un singular camarada.
Nadie le estorbó al dejar la ciudad y entrar en la espesura que la circundaba. Hizo retroceder y bajar el saltador del tiempo y, a despecho de la prisa por impedir que alguien viniera a investigar qué clase de pájaro había aterrizado, se bebió una jarra de cerveza. Lo necesitaba, en verdad. Luego echó una última ojeada a la vieja Inglaterra y saltó a 1894.
Mainwethering y sus guardias estaban allí, como prometiera aquel. El oficial pareció alarmado al ver a un hombre que llevaba en sus ropas sangre coagulada, pero Everard lo tranquilizó con una explicación. Le costó tiempo el lavarse, cambiar de ropa y entregar un informe completo al secretario. Por entonces debía haber llegado Withcomb en un simón, pero no había ni señales de él.
Mainwethering llamó al almacén por radio y se volvió a Everard frunciendo las cejas.
—No ha venido aún —dijo—. ¿Podría haber fallado algo?
—No creo. Esas máquinas están hechas a prueba de tontos.
Y Everard contrajo los labios, añadiendo:
—No sé qué puede ocurrir. Quizá entendió mal y, en vez de volver, se fue a 1947.
Un cambio de notas reveló que Withcomb tampoco estaba allí. Everard y Mainwethering se fueron a tomar el té. Cuando volvieron, aún no había señales de Withcomb.
—Mejor será que llamemos a la agencia de operaciones. Ellos pueden encontrarlo.
—No. Espere.
Y Everard quedó un instante pensativo. La idea llevaba algún tiempo germinando en su mente. Era tremendo.
—¿Se le ocurre algo?
—Sí. Una especie de… —y Everard comenzó a ponerse el traje de la Epoca Victoriana…—. Déme mi traje del siglo XX, ¿quiere? Yo puedo encontrarle por mí mismo.
—La Patrulla querrá un informe previo de su idea e intenciones —objetó Mainwethering.
—¡Al diablo con la Patrulla! —barbotó Everard.
Londres, 1944. La noche del temprano invierno había cerrado y un sutil viento frío soplaba por las calles, que estaban sumidas en las tinieblas. Se oía el estallido de una explosión y se veía arder un gran fuego, cuyas llamas, como enormes banderas rojas, flameaban sobre los tejados.
Everard dejó su saltador junto a la acera (nadie salía a la calle cuando caían las bombas V), y se orientó en la oscuridad; su ejercitada memoria recordó la fecha del 17 de noviembre; en tal día como aquel había muerto Mary Nelson.
Halló la cabina de un teléfono público en la esquina y ojeó la guía. Encontró un montón de Nelson, pero solo una Mary, en Streatham. Aquella seria, seguramente, la madre. Pero la hija podía llevar el mismo nombre. Ni siquiera sabia la fecha del estallido de la bomba, pero existían medios de averiguaría.
El fuego y el trueno rugían cuando salió. Se tiró al suelo, mientras crujían los cristales de la cabina que había ocupado. 17 de noviembre de 1944. El entonces joven Manse Everard, teniente de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos, estaba aquel día en un lugar, más allá del Paso de Caíais, cerca de los cañones alemanes. No podía recordar exactamente dónde, ni se detuvo en ello. No importaba. Sabía que iba a sobrevivir a aquel peligro.
Un nuevo fulgor bailaba ante él cuando corrió hacia su vehículo. Subió a bordo y se lanzó hacia el cielo. Desde arriba, Londres semejaba una vasta oscuridad salpicada de llamas. «Noche de Walpurgis» y todo el infierno suelto sobre la Tierra. Recordaba bien Streatham; triste montón de ladrillos habitado por dependientes, verduleros y artesanos; la auténtica pequeña burguesía que luchara contra la fuerza que conquistaba Europa hasta conseguir detenerla. Allí había vivido una muchacha en 1943, que luego se casó con otro.
Deslizándose agachado, trató de encontrar la casa. Surgió un volcán no lejos de allí. Su vehículo se tambaleó en el aire con tal violencia, que casi le despidió del asiento. Al acercarse a la plaza vio un casa derruida, aplastada y llameante, a solo tres manzanas de la que habitaban los Nelson. Había llegado demasiado tarde. No. Comprobó el tiempo; las diez y media, y retrocedió dos horas. Aún era de noche, pero la casa, luego derruida, permanecía en pie en la oscuridad. Por un momento, deseó advertir a los de dentro. Pero no lo hizo. En torno suyo moría la gente y él no era Schtein para tomar la Historia sobre sus hombros. Suspiró amargamente, descendió de su vehículo y traspasó la verja. Tampoco era él un maldito daneliano. Llamó a la puerta y le abrieron. Una mujer de edad mediana le miró en la oscuridad, y él comprobó la extrañeza que le causaba ver allí a un americano sin uniforme militar.