—¡Perdone! ¿Conoce a la señorita Mary Nelson?
—Pues… sí —repuso ella, dudosa—. Vive cerca de aquí. Volverá pronto. ¿Es usted amigo suyo?
Everard asintió, añadiendo:
—Me envía ella con un recado para usted, señora…
—Señora Enderby.
—Oh, sí! Señora Enderby. Soy terriblemente olvidadizo. Mire, señora Enderby: la señorita Nelson me encargó le dijera que lo siente mucho, pero que no puede venir. En cambio, los cita a ustedes y a toda su familia a las diez y media.
—¿A todos, señor? Pero los niños…
—Los niños también. Todos ustedes. Les tiene preparada una sorpresa especial que solo puede mostrar a ustedes. Así que han de estar allí todos.
—Muy bien, señor. Conforme, si ella lo dice.
—Todos ustedes, a las diez y media sin falta. Los veré allí, señora Enderby.
Everard saludó y marchó a la calle.
Había hecho lo que podía. Cerca de allí vivían los Nelson. Llevó su saltador tres manzanas más allá, lo aparcó en la oscuridad de una avenida, y se dirigió a la casa. Ahora era también culpable. Tan culpable como Schtein. Se preguntó a qué se parecería el destierro del planeta.
No vio huellas de la lanzadera mg, y esta era demasiado grande para estar oculta. Así que Charlie no había llegado aún.
Mientras llamaba a la puerta se preguntó qué consecuencias tendría el haber salvado a la familia Enderby. Aquellos niños crecerían, tendrían hijos; ingleses de clase media, sin duda, pero en algún sitio, en los siglos venideros, un hombre importante nacería o dejaría de nacer. Claro que el tiempo no era demasiado inflexible. Excepto en raros casos, el abolengo no importaba; solo eran decisivos el total conjunto de los genes humanos y la sociedad de los hombres. Aunque aquel día podía ser uno de los casos excepcionales.
Una joven le abrió la puerta. Era una linda chica, no llamativa, pero de aspecto agradable; llevaba un ajustado uniforme.
—¿Señorita Nelson?
—Sí.
—Me llamo Everard. Soy amigo de Charlie Withcomb. ¿Puedo entrar? Tengo unas cuantas noticias algo sorprendentes para usted.
—Iba a salir —dijo ella, excusándose.
—No, no iba usted a hacerlo.
Aquello fue una equivocación. La chica se irguió indignada.
El rectificó:
—Lo siento. Por favor, ¿puedo explicarle?…
Ella le condujo a una desordenada y oscura sala, y le invitó:
—¿Quiere sentarse? Le ruego no hable muy alto. Toda mi familia está durmiendo. Se levantan temprano.
Everard se acomodó. Mary se sentó en el borde del sofá, mirándole con sus grandes ojos. El se preguntaba si entre sus ascendientes no estarían Wrnfnoth y Eadgar. Sí; indudablemente lo estaban, después de tantos siglos. Quizá estuviese también Schtein.
—¿Está usted en la aviación? —preguntó ella—. ¿Es ahí donde conoció a Charlie?
—No; estoy en Información. ¿Puedo preguntar cuándo le vio por última vez?
—Hace unas semanas. El está ahora destinado en Francia. Espero que la guerra acabará pronto. ¡Es tan estúpido por parte del enemigo obstinarse, cuando debían reconocer que están vencidos! ¿No es así?
Irguió la cabeza con curiosidad, añadiendo:
—Pero ¿qué noticias son las que usted tiene?
El comenzó a divagar, tanto como se atrevía, hablando de las condiciones de vida más allá del Canal. Era extraño estar allí sentado, charlando con un fantasma. Y sus juramentos le prohibían decirle la verdad. Quería hacerlo, pero cuando lo intentaba la lengua se le helaba en la boca.
… y lo que cuesta conseguir una botella de tinto corriente…
—¡Por favor! —le interrumpió ella—. ¿No le importaría ir al grano? De veras que tengo un compromiso esta noche.
—¡Oh, lo siento! ¡Lo siento mucho! ¡Seguro! Ya ve usted, de este modo…
Una llamada a la puerta le salvó.
—Excúseme —murmuró ella, y salió a abrir más allá de las cortinas de oscurecimiento.
Everard la siguió. Ella retrocedió con un pequeño grito:
—¡Charlie!
El la estrechó entre sus brazos, sin reparar en que la sangre del jutlandés le manchaba aún el traje. Everard entró en el vestíbulo. El inglés le miró con cierto horror. Solo dijo:
—¡Tú!
Y echó mano a las armas. Pero Everard estaba ya alerta. Le dijo:
—¡No seas tonto! Soy tu amigo. Quiero ayudarte. ¿Qué loco proyecto traías?
—Pues… impedirle a ella que saliera a la calle.
—¿Y no crees que ellos tienen medios sobrados de localizarte?
Y Everard empezó a hablar en temporal, la única lengua posible delante de la asustada Mary.
—Cuando me separé de Mainwethering, este estaba ya entrando en vivas sospechas. A menos que hagamos esto bien, todas las unidades de la Patrulla van a ser avisadas. Tu error se rectificará, probablemente, matándola a ella y mandándote a ti al destierro.
—Yo… —Withcomb tragó saliva. Su cara era la estampa del miedo—. ¿Tú te irías, dejando que la mataran?
—No. Pero hay que ir con más cuidado.
—¡Nos fugaremos…, retrocederemos, si es preciso, a la época del dinosaurio…, a un período alejadísimo!
Mary escapó de los brazos de su prometido. Abrió la boca para gritar. Everard le previno:
—¡Cállese! Corre usted un gran peligro y estamos tratando de salvarla. Si no confía en mí, fíese de Charlie.
Y volviéndose hacia Charlie, prosiguió, en temporaclass="underline"
—Mira, camarada: no hay sitio ni época en donde podáis ocultaros. Mary Nelson murió esta noche. Esto es historia. No existía en 1947. También es historia. La familia a quien ella iba a visitar estará fuera de su casa cuando caiga la bomba. Si tratas de escapar con ella, te pescarán. Es pura suerte que no haya llegado ya una fracción de la Patrulla.
Withcomb se esforzó en recobrar la serenidad.
—Supongamos que salto a 1948 con ella. ¿Cómo sabes que no ha reaparecido súbitamente? Quizá eso también es historia.
—¡Hombre, no puedes! Inténtalo. Anda, dile que vas a hacerla saltar cuatro años al futuro.
Withcomb gimió:
—¡Una indiscreción! Y he prometido bajo juramento…
—Sí; eres libre de abrir esa posibilidad ante ella, pero al proponérselo tendrás que mentir, porque no puedes evitarlo. Además, ¿cómo se las va a arreglar? Si permanece siendo Mary Nelson, se convierte en desertora de la W.A.A.F. Y si toma otro nombre, ¿dónde están su partida de nacimiento, registro escolar, libreta de racionamiento…, cualquiera de esos papelitos a que son tan aficionados los gobiernos del siglo XX? Eso no tiene arreglo, hijo.
—Entonces, ¿qué hacer?
—Enfrentarse con la Patrulla y desafiarla. Espera aquí un minuto.
Everard obraba con fría calma, sin tiempo para temer ni para vacilar. Ya en la calle, localizó su saltador, lo preparó para aparecer cinco años después, a pleno mediodía, en Picadilly Circus. Impulsó el mando principal, vio partir la máquina y volvió a la habitación. Mary sollozaba y temblaba en brazos de Charlie. ¡Pobres niños perdidos en el bosque!