—La verdad…, hasta donde ustedes pueden comprenderla.
—¿Y cómo asumió usted este cargo?
—¡Oh!… Me dispararon desde Júpiter. No quedó mucho de mí. Me recogieron, me hicieron un cuerpo nuevo, y, como nadie de mi mundo quedaba vivo y a mí se me daba por muerto, no tenía objeto el volver a la patria. No es divertido vivir bajo la férula del Cuerpo de Guías; por eso acepté un puesto aquí. Buena gente, vida fácil y licencia por un montón de Eras.
Y el hombre del espacio gruñó:
—¡Esperen a ver el período decadente del Tercer matriarcado! ¡No saben lo divertido que es!
Everard no dijo nada. Estaba demasiado absorto por el espectáculo del giro de la enorme Tierra entre los demás astros.
Hizo amistades entre sus camaradas. Era un grupo que congeniaba, como es natural, por ser del mismo tipo; todos los escogidos para Patrulleros eran audaces e inteligentes. Hubo, incluso, un par de noviazgos, pues el matrimonio era enteramente posible y la pareja podía escoger el año que le conviniera para establecer su hogar. A él mismo le gustaban las chicas, pero no perdió el juicio.
Por extraño que parezca, fue con el silencioso Withcomb con quien trabó más estrecha amistad; había algo atrayente en aquel inglés tan culto, tan verdadero buen camarada y también algo despistado. Un día, cabalgaban ambos; Everard llevaba un rifle con la esperanza de cazar uno de aquellos mastodontes que había visto. Los dos vestían el uniforme de la Academia: traje gris claro, fresco y sedoso, bajo el cálido sol amarillo.
—Me admiro de que nos permitan cazar —observó el americano—. Supongamos que mato a un megaterio cuyo destino era devorar a un insectívoro prehumano. ¿No cambiaría esto el futuro?
—No —replicó el inglés, más adelantado en el estudio de la teoría del viaje en el tiempo—. Mire: es como si el continuo fuera parecido a una red de bandas de caucho. No es fácil torcerla; su tendencia es siempre retornar a su ¡hum! primitiva forma. Un insectívoro aislado no cuenta; es el total conjunto genético de la especie el que conduce hasta el hombre. Análogamente, si yo mato una res de la Edad Media, no eliminaré a todos sus ulteriores descendientes, sino que estos permanecerán inmutables, como sus mismos genes, a despecho de proceder de distinto progenitor, ya que, en tan largo período de tiempo, todos los hombres y las reses son descendientes, respectivamente, de todos los primitivos hombres y reses. Compensación, ¿comprende? En algún punto de la línea, otro antepasado suministra los genes que usted creyó haber eliminado.
—Razonando así, supongamos que retrocedo en el tiempo para evitar el asesinato de Lincoln. A menos que tomase minuciosísimas precauciones, habría probablemente ocurrido que algún otro disparase y se culpara a Booth, de todos modos.
—Esa elasticidad del tiempo es la razón de que se permita el viaje a través de él. Si usted quiere cambiar las cosas, tiene que ir derecho a ellas y trabajar con ahínco, generalmente.
Torció el gesto y prosiguió:
—¡Adoctrinamiento! Se nos dice, una y otra vez, que si interferimos sin que se nos ordene, habrá un castigo para nosotros. No se me permite volver atrás y matar a ese rubiucho bastardo de Hitler en la cuna. Debo dejarle crecer, como lo hizo; desencadenar la guerra y matar a mi novia.
Everard cabalgó en silencio durante un rato. Solo oyó el crujido de la silla de cuero y el susurro de la alta hierba.
—Lo siento —dijo al fin—. ¿Quiere usted hablar de ello?
—Sí; aunque no hay mucho que contar. Ella servía en la W.A.A.F.; se llamaba Mary Nelson; íbamos a casarnos después de la guerra. Le cogió en Londres el 17 de noviembre del 44. Nunca olvidaré esa fecha. La mataron las bombas. Había salido a visitar a una vecina que vivía en Streatham, pues se hallaba de permiso, ¿comprende?, viviendo con su madre. La casa aquella fue derruida; la suya propia no sufrió ni un arañazo.
Las mejillas de Whitcomb estaban lívidas. Miraba ante él vagamente. Pero siguió, hablando para sí mismo:
—Va a resultar extraordinariamente duro… no retroceder unos años para verla por última vez… Solo verla nuevamente… No, no me atrevo…
Everard le puso una mano en el hombro, y ambos siguieron cabalgando en silencio.
En la clase progresaba cada uno a su ritmo, pero a un razonable término medio de marcha; así, pues, se graduaron todos juntos en una breve ceremonia, seguida de una gran fiesta en la que se concertaron muchas citas sensibleras para ulteriores reuniones. Después, cada uno regresó al mismo año de que había salido, al mismo día y a la misma hora. Everard aceptó la enhorabuena de Gordon, recibió una lista de agentes de su tiempo (algunos de los cuales desempeñaban puestos en sitios tales como las oficinas de información militar) y regresó a sus habitaciones. Más tarde pudo encontrar trabajo especialmente dispuesto para él, pero que — aunque a efectos del impuesto sobre la renta se denominaba «Consultor especial de la Compañía de Estudios de Ingeniería» — consistía tan solo en leer diariamente una docena de papeles, descifrando las indicaciones para un viaje en el tiempo (que le habían enseñado a interpretar) y en mantenerse dispuesto para una llamada.
Y entonces le llegó su primera tarea.
3
Despertaba una sensación especial leer los titulares de los periódicos y saber, poco más o menos, lo que iba a ocurrir. Aquel sistema, si quitaba crudeza a las impresiones, las hacía más tristes, porque se vivía una Era trágica. Everard llegó a compartir el deseo de Withcomb: retroceder y cambiar la Historia. Pero, naturalmente, el hombre es harto limitado; no puede mejorarse a si mismo, excepto raras veces; la mayoría de ellos lo echaría todo a perder. Aunque, volviendo atrás, se suprimiese a Hitler y a los jefes japoneses 37 soviéticos, quizá alguien más solapado ocuparía su lugar. Tal vez se renunciase al uso de la energía atómica, y acaso el espléndido Renacimiento en Venus no llegase a ocurrir. ¡El diablo que lo supiera!
Miró por la ventana. Brillaban luces en un cielo pálido; en la calle pululaban los automóviles v una apresurada multitud anónima; no podía distinguir desde allí las torres de Manhattan, aunque sabía que se alzaban, arrogantes, hacia las nubes. Y todo ello le parecía barrido por un torbellino que, procedente del pacífico paisaje prehumano donde había estado él, fluía hacia un inimaginable futuro Daneliano.
¡Cuántos billones de criaturas humanas vivían, reían, lloraban, trabajaban, esperaban y morían en su corriente!
Bueno… Suspiró, llenó la pipa y se volvió de espaldas. Un largo paseo no había calmado su inquietud; la mente y el cuerpo estaban impacientes por hacer algo. Pero ya era tarde y…
Se dirigió a su biblioteca y tomó un volumen al azar. Era una colección de relatos victorianos y eduardianos. Empezó a leer.
Una frase leída al acaso le llamó la atención. Era algo referente a una tragedia en Addleton y al singular contenido de una antigua tumba bretona. Nada más. ¡Hum!
¿Un viaje a través del tiempo? Sonrió para sus adentros.
Aún…
«No —pensó—. Eso es descabellado.»
No haría ningún daño el comprobar. El incidente se daba como ocurrido en el año 1894, en Inglaterra. Podía buscar la noticia en las columnas del Times. No tenía que hacer otra cosa. Probablemente era por eso por lo que le sorprendió tanto la noticia de aquel libro; por ello, su mente, nerviosa de aburrimiento, quería husmear en todo rincón admisible.
Cuando se abrió la biblioteca pública, ya estaba él esperando. El relato estaba allí; con fecha de 25 de junio de 1894 y días siguientes. Addleton era un pueblo de Kent, notable tan solo por una finca de estilo gótico perteneciente a lord Wyndham y por una tumba bretona de época ignorada.