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—¡No importa! —rió Whitcomb—. Investigaremos la tumba primero, y luego volveremos acá a ver qué conviene hacer.

Se inclinó para empezar a transferir su equipo de una maleta del siglo XX a un mamotreto gladstoniano de paño florido. Llevaba un par de pistolas, unos cuantos aparatos de Física y Química, no inventados aún en su tiempo, y una diminuta radioemisora para comunicar con la oficina en caso de emergencia.

Mainwethering consultó su guía de ferrocarriles Bradshau, y propuso.

—Pueden ustedes tomar el tren de las ocho y veintiocho; estarán en Charing-Cross mañana por la mañana. Se tarda cosa de media hora en llegar de aquí a la estación.

—Bien.

Everard y Withcomb volviéronse a su vehículo y desaparecieron. Mainwethering suspiró, bostezó, dejó instrucciones a su dependiente y se fue a casa.

A las siete y cuarenta y cinco ya estaba allí otra vez el dependiente, cuando volvió el saltador.

4

Aquella era la primera vez que Everard percibía la realidad del viaje en el tiempo. Ya lo había apreciado mentalmente y su impresión fue honda, pero para los sentidos resultaba nada más que exótica. Ahora, recorriendo un Londres para él desconocido, en un simón (no una trampa anacrónica para turistas, sino un vehículo polvoriento y maltratado), aspirando un aire que contenía más humo que el de una ciudad del siglo XX (aunque no de gasolina), viendo las multitudes (caballeros de levita y sombrero de copa, mugrientos peones, mujeres con faldas largas, y no simulados, sino personas reales que hablaban, sudaban y reían, atendiendo a sus ocupaciones), se convenció de que verdaderamente estaba allí. En tal momento, su madre aún no había nacido; sus abuelos eran dos jóvenes parejas que acababan de someterse al yugo: Grover Cleveland era presidente de los Estados Unidos, y Victoria, reina de Inglaterra; Kipling escribía sus obras, y las últimas revueltas indias en América aún no habían surgido. Para él, la impresión fue como un golpe en la cabeza. Withcomb lo tomó con más calma; pero sus ojos no se cansaban de contemplar la gloria de Inglaterra.

—Empiezo a comprender —murmuraba—. Nunca ha habido acuerdo sobre si esta época fue un período de innatural y asfixiante aglomeración y brutalidad ligeramente disimulada, o, por el contrario, la última flor de la civilización occidental antes que empezase a granar. Solo el ver a este pueblo me hace comprender que era todo lo bueno y lo malo que han dicho de él, porque su vida no era la que pudiese ocurrirle a un individuo aislado, sino a millones de vidas individuales.

—Seguro —admitió Everard—. Eso debe de ser cierto en todos los siglos.

El tren les fue casi familiar; no difería mucho de los vagones empleados por los ferrocarriles ingleses en 1954, lo que dio pie a Withcomb para una serie de observaciones sardónicas acerca de lo inviolable de las tradiciones. En un par de horas los dejó en una soñolienta estación pueblerina, entre jardines de flores esmeradamente cultivadas.

Allí tomaron una calesa para que los llevara a la hacienda de Wyndham.

Un guardia municipal cortés les admitió tras unas cortas preguntas. Los dos se hacían pasar por arqueólogos; Everard, de América, y Withcomb, de Australia, ansiosos de entrevistarse con lord Wyndham e impresionados por su trágico fin. Mainwethering, que parecía tener tentáculos por doquier, les había dado cartas de presentación procedentes de una bien conocida autoridad del Museo Británico. El inspector de Scotland Yard les permitió examinar la sepultura, diciendo: «EI caso está resuelto, caballeros; no hay más pistas, aunque mi colega no está conforme!… ¡Bah, bah!»

El detective particular sonrió agriamente y los vigiló con atención cuando se aproximaron al montón de tierra; era un hombre alto, delgado, de facciones aguileñas y al que acompañaba un individuo fornido, bigotudo y cojo, que parecía ser una especie de amanuense.

La sepultura era larga y profunda, cubierta de hierba, salvo en un lugar en que un profundo surco marcaba la entrada de la cámara mortuoria, cuyas paredes habían estado cubiertas de troncos groseramente escuadrados, y que hacía mucho tiempo empezaron a deshacerse; fragmentos de lo que fue madera yacían aún en el polvo.

—Los periódicos mencionaban algo sobre una arquilla de metal. ¿Podríamos echarle una ojeada?

El inspector asintió, complaciente, y los llevó a un anexo del edificio, donde estaban depositados sobre una mesa los hallazgos del comandante.

Excepto la caja, lo demás eran solo fragmentos de metal mohoso y huesos averiados.

—¡Hum! —dijo Withcomb; y echó una mirada reflexiva a la lisa y desnuda superficie de la reducida arca, donde relucía con azulado reflejo alguna aleación indestructible aún no conocida, y añadió—: Muy inusitado. No tiene nada de primitiva. Casi se pensaría que ha sido hecha a máquina.

Everard se aproximó a ella con cautela. Tenía una idea bastante clara de lo que pudiese contener, y toda precaución era natural en un ciudadano de la llamada Era Atómica respecto a tales asuntos. Sacó un contador de su maletín y lo aproximó al artefacto; la aguja del cuadrante osciló, aunque no mucho, pero…

—¡Interesante utensilio este! —exclamó el inspector—. ¿Puedo preguntar qué es?

—Un electroscopio experimental — mintió Everard, bajando la tapa del arca y poniendo el contador sobre ella.

¡Dios! Había allí radiactividad suficiente para matar a un hombre en un día. Una ojeada le mostró los pesados lingotes de apagado brillo antes de volver a echar la corredera.

—¡Tengan cuidado con eso! —advirtió, trémulo—. Gracias al cielo, quienquiera que trajese tan diabólico cargamento pertenece a una Edad en que sabrán cómo cerrar el paso a las radiaciones.

El detective particular se les había acercado por detrás, silenciosamente.

Una mirada de cazador pareció observarse en sus agudas facciones.

—Así que ¿reconoce el contenido, señor? —preguntó con acento tranquilo.

—Sí, así lo creo —repuso Everard. Y recordó que Becquerel no descubriría la radiactividad hasta dos años después, y que los mismos rayos X pertenecerían al futuro todavía un año. Prosiguió—: Sucede que… en territorio indio he oído hablar de un mineral como este y decir que es venenoso.

—¡Interesantísimo!

Y al hablar así el detective comenzó a llenar una pipa de gran cazoleta, y añadió:

—Como los vapores de mercurio, ¿no?

—Así que Rotherhithe colocó esta arca en la sepultura, ¿no? —indagó el inspector.

—¡No sea ridículo! Tengo tres clases de pruebas decisivas de que Rotherhithe es, en absoluto, inocente. Lo que me tiene perplejo ahora es la causa del fallecimiento de su señoría. Pero ¿y si, como dice este caballero, resultara que existía un veneno mortal enterrado en la… para escarmentar a los ladrones de tumbas? Me pregunto, sin embargo, cómo llegó hasta los viejos sajones un mineral americano. Quizá haya algo de cierto en esas teorías sobre viajes de los fenicios primitivos a través del Atlántico. He investigado un poco sobre una idea mía de que existen elementos caldeos en el lenguaje de los galeses, y esto parece confirmarla.

Everard se sentía culpable de lo que estaba haciendo con la disciplina arqueológica. Bueno; el arca iba a ser echada al canal y olvidada. El y Withcomb darían una excusa para marcharse lo antes posible.

Al regresar a Londres, cuando ya estaban solos en su departamento, el inglés sacó un mohoso pedazo de madera y explicó:

—Me eché esto al bolsillo en el túmulo. Nos ayudará a fechar el suceso. Alcánzame ese contador de radiocarbono, ¿quieres?