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Metió el pedazo de madera en el aparato, giró unos mandos y leyó, en voz alta, la respuesta:

—Mil cuatrocientos treinta años, diez más o menos. El túmulo se hizo…, ¡hum! en el año 464, cuando los jutlandeses acababan de establecerse en Kent.

—Si estos lingotes resultan así de infernalmente activos después de tanto tiempo, me pregunto cómo serían en su origen —exclamó Everard—. Es difícil creer cómo puede compaginarse tanta actividad con una vida tan larga; pero más tarde, en el futuro, se harán descubrimientos sobre el átomo y su empleo que, en este período mío, ni se sueñan.

Cuando volvieron de informar a Mainwethering se entretuvieron haciendo visitas y recorridos, mientras aquel enviaba mensajes a través del tiempo y activaba la gran máquina que era la Patrulla.

A Everard le interesaba el Londres victoriano, le atraía a pesar de ser sucio y pobre. Withcomb captó una mirada abstraída en sus ojos y le oyó decir:

—¡Me gustaría haber vivido aquí!

—¿Sí? —le preguntó—. ¿Con la medicina y la odontología de estos tiempos?

—Y sin que cayesen bombas…

—Withcomb le miró, desconfiado.

Mainwethering lo tenía ya todo dispuesto cuando volvieron a la oficina. Allí, haciendo humear un puro, daba zancadas de uno a otro lado, con las manos a la espalda de su levita. Les leyó el informe:

—«Metal; ha sido identificado con gran probabilidad. Combustible isotópico, aproximadamente siglo XXX. Comprobación revela que un mercader del Imperio mg estuvo visitando, el año 2987, para permutar sus materias primas por síntrope, secreto que se había perdido en el Interregno. Naturalmente, tomó precauciones: se hizo pasar por un comerciante del Sistema Saturnino, pero desapareció, no obstante, como así mismo su lanzadera del tiempo. Cabe suponer que alguien, en el año 2987, descubrió su identidad y lo asesinó para robarle su máquina. La Patrulla fue informada, pero no encontró ni rastro de aquella. Finalmente, fue recobrada, de la Inglaterra del siglo XV, por dos patrulleros llamados…, ¡hum! Everard y Withcomb.»

—Si ya hemos triunfado, ¿por qué molestarnos más? —gruñó el americano.

Mainwethering pareció disgustado. Protestó:

—Pero ¡querido camarada, no han triunfado aún! La tarea está todavía sin terminar, según su sentido de la duración y el mío. Y, por favor, no tenga el éxito por logrado, simplemente porque la Historia habla de él. El Tiempo no es rígido; el hombre tiene libre albedrío. Si usted fracasa, la Historia cambiará y no registrará nunca su triunfo, ni yo le habré hablado de él. Eso es indudablemente lo que sucedió (si puedo decir «sucedió») en los pocos casos en que la Patrulla ha tenido un fallo. Tales cosas se están investigando aún, y si logra el triunfo, la Historia cambiará y siempre habrá habido éxito. Tempus non nascitur, fit, si puedo permitirme una ligera parodia.

—De acuerdo; no hacía más que bromear —se disculpó Everard—. Dejemos eso. Tempus fugit.

Y añadió una g de más, con premeditación maliciosa. Mainwethering dio un respingo.

Resultó que incluso la Patrulla sabía poco sobre el oscuro período en que los romanos habían abandonado Inglaterra, la civilización anglorromana se cuarteaba y los ingleses progresaban. Esto nunca había parecido tener importancia. La oficina de Londres para el año 1000 envió cuanto material poseía, además de una serie de vestidos que pudo recoger. Everard y Withcomb pasaron una hora inconscientes bajo la influencia del instructor hipnótico, para despertar hablando correcta y fácilmente el latín y varios dialectos sajones y jutlandeses, y con un conocimiento muy amplio de las costumbres.

Los vestidos eran engorrosos: pantalones, camisas y chaquetas de lana burda; capas de cuero y una interminable colección de encajes y cordones. Grandes pelucas de lino cubrirían sus modernos cortes de pelo; un afeitado minucioso pasaría inadvertido, aun en el siglo V. Withcomb llevaba un hacha, Everard, una espada; pero ambos confiaban más en las diminutas pistolas paralizadoras del siglo XXVI que llevaban ocultas bajo sus ropas. No les habían dado armaduras, pero el saltatiempos llevaba en una alforja un par de sólidos cascos de motorista, que no llamarían mucho la atención en una época de utensilios hechos en casa, y serían mucho más fuertes y cómodos que los verdaderos yelmos.

También los habían provisto de una merienda de viaje y un par de jarros de buena cerveza victoriana.

—¡Excelente! —aprobó Mainwethering; y sacando un reloj de bolsillo, lo consultó—. Espero su vuelta a… ¿Les parece bien las cuatro? Tendré a mano unos guardias por si traen ustedes algún prisionero, y luego iremos a tomar el té.

Les estrechó la mano y termino:

—¡Buena caza!

Everard montó en el saltatiempos y puso los controles en el año 464, en la tumba de Addleton y en una medianoche de verano. Luego dio marcha.

5

Había luna llena. El terreno aparecía enorme y solitario en una oscuridad selvática que ocultaba el horizonte. En algún lugar aullaba un lobo. El túmulo estaba aún allí; habían llegado tarde.

Elevándose por medio del mecanismo antigravitatorio, otearon a través del oscuro bosque. Había un caserío a algo más de un kilómetro de la tumba; una cerca de troncos rodeaba un puñado de pequeñas edificaciones en torno a un corral.

Bañado por la luz de la luna aquello estaba muy tranquilo.

—Campos cultivados —observó Withcomb con voz apagada—. Los jutlandeses y sajones eran, principalmente, agricultores, ya lo sabes, y vinieron aquí buscando tierras. Puedes imaginar que los ingleses fueron expulsados de este terreno hace algunos años.

—Lo primero que hay que hacer —repuso Everard— es informarnos acerca de esta tumba. ¿Retrocedemos unos años más para localizar el momento en que fue construida? No; lo más seguro será investigar ahora, un poco más tarde, cuando haya pasado toda excitación. Puede ser mañana por la mañana.

Withcomb asintió y Everard hizo bajar el saltatiempo, escondiéndolo entre la maleza. Luego durmieron cinco horas.

Al despertar, el sol brillaba al Nordeste, el rocío relucía en las altas hierbas y los pájaros formaban una estrepitosa baraúnda.

Descendiendo de él, los agentes hicieron remontar su vehículo a fantástica velocidad, revoloteando a quince kilómetros del suelo, y luego lo hicieron regresar por medio de un diminuto transmisor de radio oculto en sus cascos.

Se aproximaron abiertamente al caserío, poniendo en fuga con la hoja de la espada y del hacha a los perros de aspecto salvaje que se les acercaban aullando.

Al entrar en el corral, lo encontraron sin pavimento, pero enteramente alfombrado de barro y estiércol. Un par de chiquillos pelirrojos y desnudos les miraron boquiabiertos, a la puerta de una cabaña de tierra y zarzas. Una muchacha que, sentada fuera, ordeñaba a una mísera vaquilla, lanzó un leve chillido; un labriego, fornido y cejudo, que alimentaba a sus cerdos, agarró una lanza.

Everard frunció la nariz; le hubiera gustado que algunos de los entusiastas del «Noble Nórdico» de aquel siglo hubieran podido ver a este ejemplar.

Un hombre de barba gris, con un hacha en la mano, apareció en la entrada del zaguán. Como todos sus contemporáneos, era varios centímetros más bajo que el promedio de los hombres del siglo XX. Los examinó con atención antes de darles los buenos días.

Everard sonrió cortésmente al decir:

—Me llamo Ufga Hundigsson y este es mi hermano Knubbi. Ambos somos mercaderes de Jutlandia y venimos aquí para comerciar en Canterbury (pero le dio su nombre de entonces: Cantwara-byrig). Vagando desde el sitio en que está fondeado nuestro barco, nos extraviamos, y tras caminar desorientados toda la noche, hallamos su casa.