—Me llamó Wulfnoth, hijo de Aelfred —dijo el labriego—. Entren y desayunen con nosotros.
El zaguán era grande, sombrío y humoso, lleno de una multitud charlatana: los hijos de Wulfnoth, las esposas e hijos de estos; los rústicos que les servían y sus esposas, hijos y nietos. El desayuno consistió en grandes escudillas de madera llenas de carne a medio guisar, acompañadas de vasos de cuerno colmados de amarga cerveza. No era difícil entablar conversación allí; aquella gente era tan habladora como en otra época lo fueron los siervos aislados. Lo difícil era inventar relatos verosímiles de lo que ocurría en Jutlandia. Una o dos veces, Wulfnoth, que no era tonto, les pilló en renuncio, pero Everard aseveró con firmeza:
—Ha oído usted noticias falsas. Las noticias toman extrañas formas cuando cruzan el mar.
Quedó sorprendido viendo cuánta relación había aún entre las viejas comarcas, pero las conversaciones acerca del tiempo y las cosechas no diferían mucho de las que él oyera, en el siglo XX, en el Oeste Medio. Solo más tarde pudo deslizar alguna pregunta acerca de la tumba. Wulfnoth enarcó las cejas y su rolliza y desdentada esposa hizo un ademán de conjuro hacia un tosco ídolo de madera.
—No es bueno hablar de esas cosas —murmuró el jutlandés—. Quisiera que el brujo no estuviera sepultado en mis tierras. Pero era amigo de mi padre, que murió el año pasado, y nunca quiso consentir en otro arreglo.
—¿Brujo? —y Withcomb abrió bien los oídos—. ¿Qué cuento ese?
—Bueno; también usted puede saberlo —gruñó Wulfnoth—. Era un extranjero, llamado Stane, que apareció en Canterbury hará unos seis años. Debía de proceder de muy lejos, pues no hablaba la lengua inglesa ni la bretona, pero fue acogido por el rey Hengisto y enseguida las aprendió. Hizo al rey excelentes aunque extraños regalos, y como era hombre hábil, el rey confió en él cada día más. Nadie osaba enojarle, porque poseía una vara que lanzaba rayos; se le había visto hendir las rocas, y una vez, en una batalla con los bretones, abrasó a los enemigos. Hay quienes le creen Wotan, pero no podía serlo puesto que murió.
—Oh, claro! —admitió Everard, sintiendo la comezón de la ansiedad—. ¿Y qué hizo mientras vivió?
—Dio al rey sabios consejos. Opinaba que nosotros, los de Kent, debíamos dejar de combatir a los bretones y considerarlos para siempre parientes nuestros, procedentes de la vieja patria; que más bien deberíamos concertar paces con los nativos. Su criterio era que con nuestra fuerza y su civilización romana podíamos, juntos, constituir un poderoso reino. Tal vez tenía razón, aunque yo, por mi parte, le veo poco provecho a todos esos libros y baños, para no hablar de ese sobrenatural Dios crucificado que tienen. Bien; como quiera que sea, le asesinaron unos desconocidos hará tres años y lo enterraron aquí, previos sacrificios y con algunas cosas de su propiedad que sus enemigos no le habían quitado. Le hacemos una ofrenda dos veces al año, y puedo decir que su espíritu no nos ha hecho ningún mal. No obstante, me siento algo inquieto cerca de él.
—Tres años, ¿eh? —suspiró Withcomb—. Claro.
Les costó una hora larga la despedida y Wulfnoth insistió en darles un muchacho para que les guiara hacia el río.
Everard, a quien no le agradaba andar tanto, gruñó e hizo bajar su vehículo. Al montar en él, junto con Withcomb, dijo gravemente al muchacho, que los miraba con ojos desorbitados:
—Sabe que has hospedado a Wotam y a Thor, los cuales velarán en adelante por tu pueblo y lo guardarán de mal.
Luego retrocedió tres años en el tiempo.
—Ahora viene lo más difícil —dijo, oteando el caserío, entre la noche. El túmulo aún estaba allí, pero el viejo brujo estaba vivo—. Es bastante fácil inventar un cuento de hadas para un niño, pero hemos de extraer su moraleja respecto a un pueblo grande y rudo para el cual nuestro hombre es la mano derecha del rey. Y además tiene un rayo destructor.
—Aparentemente, triunfamos o triunfaremos —dijo Withcomb.
—¡Quia! Si fracasamos, Wulfnoth contará de nosotros otra historia dentro de tres años. Probablemente ese extranjero está aquí, y puede matarnos dos veces, con lo que Inglaterra, llevada de las Edades Oscuras a una civilización neoclásica, no llegará a evolucionar en nada que se parezca a 1894. Me pregunto qué juego es el del extranjero…
Elevó el aparato y lo lanzó en dirección a Canterbury. Un viento nocturno le daba en la cara. El caserío relucía cerca, en un soto. La luna blanqueaba sobre los muros romanos medio derruidos del antiguo Durovenum, moteados de negro por las paredes más nuevas de las guaridas jutlandesas de tierra y madera. Nadie osaría entrar allí tras la puesta del sol. El desayuno de hacía dos horas — tres años en el pasada — parecía no haberse tomado nunca; y Everard emprendió la ruta hacia la ciudad por una deshecha calzada romana. Por allí se hacía un animado tráfico, principalmente de granjeros que llevaban al mercado sus chirriantes carretas, tiradas por bueyes. Una pareja de guardias, de cruel aspecto, les daban el alto y les preguntaban sus propósitos. Esta vez eran agentes de un comerciante de Thanet, enviados allí para interrogar a los aldeanos. Los rufianes les miraban, impertinentes, hasta que Withcomb les alargó un par de monedas romanas; entonces envainaron las espadas y les permitieron pasar.
La ciudad se animaba y alborotaba en torno a ellos, pero de nuevo el olor de una pista impresionó a Everard. Entre los bulliciosos jutlandeses distinguía a ciertos anglo-romanos que desdeñosamente se abrían camino por la porquería y apartaban su raída túnica del contacto con aquellos salvajes. Habría sido cómico, si no fuese patético. Una posada, extraordinariamente sucia, ocupaba las ruinas, invadidas por el musgo, de lo que fue el hogar de un hombre rico.
Everard y Withcomb vieron que su dinero alcanzaba un gran valor allí, donde imperaba el cambio. Pagando varias rondas de bebidas consiguieron la información deseada. La sala de recepción del rey Hengisto estaba casi en medio del pueblo, y no era, en realidad, una sala, sino un viejo edificio, deplorablemente acondicionado bajo la dirección de Stane… «No es que nuestro bueno y valiente rey sea una marioneta…, no me interprete mal, extranjero…; pero el mes pasado…»
Stane vivía en la casa próxima a dicha sala. Extraño personaje. Algunos decían que era un dios… Ciertamente, tenía un ojo para las muchachas…
Sí, se decía que era quien provocaba toda aquella charla de paz con los bretones. El que llegase tanto y tanto parásito cada día era para dejar a un hombre honrado sin gota de sangre.
—Claro que Stane es muy sabio, y yo no diría nunca nada contra él… Entiéndame: después de todo, puede lanzar el rayo.
—Así, pues, ¿qué hacemos? —preguntó Withcomb cuando volvían a su alojamiento—. ¿Ir a su casa y arrestarlo?
—No; dudo de que sea posible —confesó Everard, precavido—. He forjado una especie de plan, pero depende de que adivinemos lo que realmente se propone. Veamos de obtener una audiencia.
Mientras hablaba, sacó el jergón de paja que les servía de lecho y husmeó en él, para terminar diciendo:
—¡Maldición! Lo que este período necesita no es literatura; ¡son polvos insecticidas!
La casa había sido cuidadosamente renovada; su blanco pórtico casi daba lástima, de limpio, entre la porquería que lo rodeaba. Dos guardias haraganeaban en la escalinata, vociferando, al llegar los dos agentes. Everard les largó unas monedas y una historia sobre un visitante que traía noticias de interés para el gran hechicero. Añadió:
—Dígale «El hombre de mañana». Es su santo y seña. ¿Entendido?
—No tiene sentido.
—Las contraseñas no necesitan tener sentido —replicó Everard con altivez.