Terry Pratchett
¡Guardias! ¿Guardias?
Dedicatoria
Puede que los llamen «La Guardia de Palacio», o «La Guardia de la Ciudad» o «La Patrulla». Sea cual sea el nombre, su función en cualquier obra de fantasía heroica es siempre la misma: más o menos a la altura del capítulo Tres (o a los diez minutos de empezar la película) entran a saco en una habitación, van atacando al héroe de uno en uno, y mueren por orden. Nadie les pregunta nunca si es eso lo que quieren hacer.
Este libro lo dedico a esos abnegados hombres.
Y también a Mike Harrison, Mary Gentle, Neil Gaiman y a todos los demás que me ayudaron o se rieron con mi idea del Espacio-B; lástima que ninguno seamos licenciados en física…
Aquí es a donde fueron a parar los dragones.
Aquí yacen…
No están muertos, no están dormidos. No aguardan, porque el hecho de aguardar implica una cierta expectación. Posiblemente la palabra más adecuada sea…
… latentes.
Y aunque el espacio que ocupan no es como el espacio normal, están muy apretados. No hay ni un centímetro cúbico que no esté ocupado por una garra, una /.arpa, una escama o la punta de una cola, de manera que la sensación que da es como en esos dibujos engañosos, hasta que por fin los ojos comprenden que el espacio que hay entre dragones es, de hecho, otro dragón.
Podrían recordar a una lata de sardinas, si uno imaginara sardinas enormes, con garras, orgullosas y arrogantes.
Y probablemente, en algún lugar, estará la llave.
En otro espacio completamente diferente, la madrugada envolvía Ankh-Morpork, la más antigua, grande y sucia de las ciudades. Una lluvia fina caía del cielo plomizo y perforaba las nieblas del río que serpenteaban entre las calles. Las ratas de diferentes especies se dedicaban a sus ocupaciones nocturnas: cobijados en la capa oscura de la noche, los asesinos asesinaban, los asaltantes asaltaban y las busconas buscaban. Etcétera, etcétera.
Ebrio, el capitán Vimes, de la Guardia Nocturna, se tambaleó calle abajo, se dejó caer suavemente en el canalón junto a la Casa de la Guardia y se quedó allí tendido, mientras sobre él unas extrañas letras hechas de luz chisporroteaban con la humedad, y cambiaban de color…
La ciudad era una…, una…, una cosa de ésas. Una mujer. Eso, una mujer. Una mujer vieja y eso. Te seducía, te dejaba que te eso, que te enamoraras, y luego te daba una buena patada en eso, en…, en la… cosa con d… en la dengua…, no, en los dientes. Eso, eso es lo que hacía la muy…, la muy animal…, ya sabes, la mujer del bicho ese…, la zorra. Y entonces la odiabas, y justo cuando pensabas que ya la tenías en un…, en un…, bueno, en un ése…, te abría su enorme corazón podrido y te cogía de impra… impre… improviso. Eso. Nunca sabías a qué atentarte…, atontarte…, atenerte. Lo único que sabías era que no podías soltarla. Porque era tuya, tuya hasta la última alcantarilla…
La húmeda oscuridad envolvía los venerables edificios de la Universidad Invisible, la principal escuela de magia. No había más luz que un tenue parpadeo octarino en las pequeñas ventanas del nuevo edificio de Magia de Alto Voltaje, donde los cerebros más experimentados estaban estudiando el tejido mismo del universo, tanto si le gustaba como si no.
Y claro, también había luz en la biblioteca.
La biblioteca contenía la mayor colección de libros sobre magia de todo el multiverso. Miles de volúmenes de sabiduría ocultista combaban los estantes.
Se decía que, como una gran cantidad de magia puede distorsionar seriamente el mundo cotidiano, la biblioteca no obedecía las normas habituales de espacio y tiempo. Se decía que era infinita. Se decía que uno podía vagar días y días entre las estanterías más lejanas, que había tribus de estudiantes e investigadores perdidos, que en algunas zonas habitaban cosas extrañas, perseguidas por otras cosas aún más extrañas[1].
Los estudiantes inteligentes que se aventuraban a buscar algún libro alejado dejaban marcas de tiza en los estantes a medida que se adentraban en la oscuridad, y encargaban a sus amigos que los buscaran si no habían regresado para la hora de cenar.
Además, como la magia sólo se puede confinar hasta cierto punto, los libros de la biblioteca eran algo más que pulpa de madera en forma de papel.
Sus lomos chisporroteaban con energía mágica, controlada sólo por los hilos de cobre que colgaban de cada estantería a modo de toma de tierra. Unos leves rastros de fuego azul recorrían los volúmenes, y se oía un sonido, un susurro como de papel, como si hubiera una colonia de estorninos anidando entre ellos. En el silencio de la noche, los libros charlaban entre ellos.
También se oían ronquidos.
La luz procedente de las estanterías no iluminaba la oscuridad, sino más bien la subrayaba, pero el parpadeo violáceo habría bastado para que cualquiera que pasara por allí localizara un viejo escritorio destartalado, bajo la cúpula principal.
Los ronquidos provenían de debajo de él, donde una manta desastrada apenas cubría lo que parecía un montón de sacos de arena, pero eran de hecho un orangután macho adulto. Era el bibliotecario.
Ya quedaba poca gente que mencionara el hecho de que se trataba de un simio. El cambio lo había provocado un accidente mágico, cosa que siempre es un riesgo calculado cuando uno se encuentra en compañía de tantos libros poderosos. Pero se lo había tomado bastante bien. Al fin y al cabo, conservaba su forma en lo básico. Y le habían permitido que siguiera con su trabajo, que por cierto se le daba bastante bien, aunque la palabra «permitido» no era la más apropiada. Era mas bien por su manera de doblar hacia arriba el labio superior para dejar al descubierto más dientes increíblemente amarillos de los que había en cualquier boca que hubiera visto el Consejo de la Universidad. Por eso el tema nunca se había tratado de manera oficial.
Pero ahora había otro sonido, el sonido extraño de una puerta al abrirse. Unos pasos resonaron por el sucio y se perdieron entre las estanterías abarrotadas. Los libros crepitaron indignados ante la intromisión, y algunos de los grimorios más grandes sacudieron sus cadenas.
El bibliotecario siguió durmiendo, arrullado por el susurro de la lluvia.
Al abrigo de su canalón, el capitán Vimes de la Guardia Nocturna abrió la boca y empezó a cantar.
Una figura envuelta en una capa negra recorría las calles nocturnas, pasando de portal a portal para ocultarse, hasta llegar a un portalón sombrío. Ningún portalon puede llegar a ser tan sombrío sin esfuerzo. Parecía tomo si el arquitecto hubiera recibido instrucciones concretas. Queremos algo escalofriante en roble oscuro, le debían de haber dicho. Así que pon una gárgola bien desagradable sobre el arco, que al cerrarse suene como la patada de un gigante…, en fin, que quede bien claro para cualquiera que la vea que no es una de esas puertas cuyos timbres hacen «ding-dong».
La figura dio una serie de golpecitos a un complicado ritmo en la madera oscura. Se abrió una pequeña mirilla protegida por barrotes, y un ojo suspicaz escudriñó el exterior.
—El búho sensato ulula a medianoche —dijo el visitante, tratando de sacudirse la lluvia de la capa.
—Pero muchos señores grises contemplan con tristeza a los hombres sin amo —entonó la voz al otro lado de la rejilla.
—Hurra, hurra por la hija de la hermana de la soltera —replicó la figura empapada.
—Para el verdugo, todos tenemos la misma altura.
—Sí, sin duda la rosa está dentro de la espina.
—La buena madre prepara sopa de verduras para su hijo descarriado —siguió la voz tras la puerta.
Hubo una pausa durante la cual sólo se oyó el sonido de la lluvia.
1
Todo esto era falso. La verdad es que hasta las colecciones grandes de libros normales distorsionan el espacio, como se puede comprobar fácilmente entrando en cualquier librería de viejo, de esas que parecen diseñadas por M. Escher en un día malo y tienen más escaleras que estanterías, con esas hileras de baldas que conducen a puertecitas diminutas, obviamente demasiado pequeñas para que pase un ser humano. Científicamente hablando, la ecuación es la siguiente: Conocimiento = poder = energía = materia = masa; una buena librería es, en realidad, un discreto agujero negro que sabe leer.