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Se hizo un silencio de muerte mientras Zanahoria pasaba una página más y continuaba:

—También es mi deber informarle de que tengo intención de presentar pruebas ante la justicia para que se utilicen en el juicio por otros delitos contra el Acta de Juego Público, 1567, el Acta de Higiene en Locales Públicos, 1433, 1456, 1463, 1465, eh…, y de la 1470 a la 1690, además de… —Miró de soslayo en dirección al bibliotecario, que sabía que se avecinaban problemas y se estaba acabando su cerveza apresuradamente—. Contravenciones del Acta sobre Animales Domésticos y de Granja (Cuidado y Protección), 1673.

El silencio que siguió a sus palabras tenía una rara cualidad de expectación, de respiración contenida, mientras los clientes de la taberna esperaban a ver qué sucedía a continuación.

Charley dejó cuidadosamente el vaso, cuyas manchas brillaban ahora, y bajó la vista hacia Nobby.

Nobby trataba de fingir que estaba completamente solo y que jamás en su vida había tenido relación alguna con quienquiera que fuese el que estaba a su lado y por casualidad llevaba un uniforme idéntico.

—¿Qué dice éste de la justicia? Aquí no tenemos de eso.

El guardia, aterrorizado, se encogió de hombros.

—Es nuevo, ¿verdad? —insistió Charley.

—Tiene derecho a permanecer en silencio —siguió Zanahoria.

—No es nada personal, espero que lo comprendas —dijo el encargado de la taberna a Nobby—. Es una comosellame. El otro día pasó por aquí un mago que hablaba de eso. Una cosa torcida de la educación, ¿sabes lo que quiero decir? —Pareció meditar un instante—. Una curva de aprendizaje. Eso era. Es una curva de aprendizaje. Detritus, mueve ese trasero de piedra, ven aquí un momento.

En instantes como éste, algún cliente del Tambor Remendado deja caer siempre un vaso. Eso mismo fue lo que sucedió.

El capitán Vimes corrió por la Calle Corta (la más larga de la ciudad, una prueba del sentido del humor morporkiano, famoso por su sutileza) mientras el sargento Colon trataba de seguir su ritmo sin dejar de protestar. Nobby estaba junto a la puerta del Tambor, dando saltitos. En momentos de peligro, tenía una manera de trasladarse de un lugar a otro sin al parecer moverse por el espacio intermedio, cosa que hubiera sido la envidia de cualquier medio de transporte de materia.

—¡Está peleando ahí dentro! —tartamudeó, agarrando al capitán por un brazo.

—¿Él solo? —se sorprendió Vimes.

—¡No, con todo el mundo! —gritó Nobby sin dejar de dar saltitos.

—Oh.

La conciencia le decía: Somos tres. Él lleva el mismo uniforme. Es uno de tus hombres. Acuérdate del pobre Gaskin.

Otra parte de su cerebro, la parte odiosa y despreciable que le había permitido sobrevivir en la Guardia durante los diez últimos años, dijo: Es de mala educación interrumpir a la gente. Esperaremos hasta que acabe, y luego le preguntaremos si quiere ayuda. Además, la Guardia no debe intervenir en las peleas. Es mucho más sencillo entrar cuando han acabado y detener a los que queden en pie.

Se oyó un estrépito cuando una ventana cercana se rompió desde el interior y lanzó a uno de los camorristas hacia la acera contraria.

—Creo —dijo el capitán con cautela— que debemos hacer algo rápidamente.

—Es cierto —asintió el sargento Colon—. Si seguimos aquí, podrían hacernos daño.

Se deslizaron sigilosamente calle abajo, hasta llegar a un punto donde no se oía tanto el crujido de la madera al romperse y el chasquido del cristal al quebrarse, y tuvieron buen cuidado de no mirarse entre ellos. En la taberna se oía algún que otro grito, y también, a intervalos frecuentes, un misterioso sonido, como si alguien estuviera golpeando un gong con la rodilla.

Se quedaron allí de pie, envueltos en un silencio avergonzado.

—¿Has tenido ya vacaciones este año, sargento?

—Sí, señor. Envié a mi esposa a Quirm el mes pasado, a ver a su tía.

—Me han dicho que Quirm es muy bonito en esta época del año.

—Sí, señor.

—Que hay muchos geranios y todo eso. Una figura salió despedida por una de las ventanas superiores y se estrelló contra el suelo.

—Allí es donde tienen un reloj de flores, ¿no? —insistió el capitán a la desesperada.

—Sí, señor. Es muy bonito, señor. Todo hecho de flores, señor.

Se oyó un ruido que recordaba mucho al que hace algo al golpear algo repetidamente con algo de madera y muy pesado. Vimes cerró los ojos.

—No creo que el pobre hubiera sido feliz en la Guardia, señor —lo consoló el sargento.

La puerta del Tambor Remendado se había roto tan a menudo durante las peleas que hacía poco habían instalado unas bisagras especialmente resistentes, y el hecho de que el siguiente golpe terrible arrancara de la pared toda la puerta junto con el marco decía mucho en favor de su calidad. En el centro del caos, una figura trató de incorporarse sobre los codos, dejó escapar un gemido y se derrumbó de nuevo.

—Bueno, parece que eso es todo… —empezó a decir el capitán.

Nobby lo interrumpió bruscamente.

—¡Es ese maldito troll!

—¿Qué? —se sorprendió Vimes.

—¡Es el troll! ¡El que tienen en la puerta!

Se acercaron con toda cautela.

Desde luego, era Detritus, el asesinón.

Es muy difícil hacer daño a una criatura que, la mires por donde la mires, está hecha de piedra. Pero, al parecer, alguien lo había logrado. La figura caída gemía como si fuera un par de ladrillos entrechocando.

—Esto sí que es una novedad —dijo el sargento vagamente.

Los tres se dieron la vuelta y contemplaron el rectángulo de luz brillante que ocupaba el lugar donde había estado la puerta. Desde luego, las cosas parecían haberse calmado mucho en el interior.

—No pensaréis que va ganando, ¿verdad? —preguntó el sargento.

El capitán tensó la mandíbula.

—Lo averiguaremos —dijo—. Se lo debemos a nuestro camarada guardia.

Tras ellos, se escuchó un gemido. Se volvieron y vieron a Nobby, saltando a la pata coja y sujetándose el otro pie con ambas manos. • —¿Qué te pasa?

A modo de respuesta, Nobby siguió gimoteando.

El sargento Colon lo comprendió enseguida. Aunque el comportamiento de la Guardia se podía definir generalmente como una mezcla entre obsequioso y cauteloso, no había ni uno solo de ellos que no hubiera catado en un momento u otro los puños de Detritus. Nobby se había limitado a intentar resarcirse, siguiendo la tradición de los policías de cualquier lugar.

—Le ha dado una patada en las rocas, señor —explicó Colon.

—Qué vergüenza —replicó vagamente el capitán. Titubeó un instante—. No sabía que los trolls tuvieran rocas… en ese sentido —señaló.

—Puedes estar seguro, señor.

—Qué cosas. La naturaleza tiene caprichos extraños —asintió Vimes.

—Es verdad, señor —respondió el sargento, obediente.

—Y ahora, ¡adelante! —los animó el capitán al tiempo que desenvainaba su espada.

—¡Sí, señor!

—Tú también, sargento.

—Sí, señor.

Era posiblemente el avance más discreto en la historia de las maniobras militares, al final de la escala en la que el primer puesto era para cosas del estilo de la Carga de la Brigada Ligera.