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Dobló una esquina, y allí estaba.

La sección.

La estantería.

El estante.

El hueco.

Hay muchas visiones espantosas en el multiverso. Pero, para un alma sintonizada con los sutiles ritmos vitales de una biblioteca, pocas de ellas son peores que un hueco allí donde debería haber un volumen.

Alguien había robado un libro.

En la intimidad del Despacho Oblongo, su refugio personal, el patricio paseaba de un lado a otro. Estaba dictando una serie de instrucciones.

—Y envía a unos cuantos hombres para que pinten esa pared —concluyó.

Lupine Wonse arqueó una ceja.

—¿Crees que es buena idea, señor? —preguntó.

—¿No te parece que un grabado de sombras fantasmales provocará comentarios y especulaciones? —señaló el patricio secamente.

—No tantos como una pared recién pintada en Las Sombras —respondió Wonse con tranquilidad. El patricio titubeó un instante.

—Bien pensado —asintió—. Envía a unos cuantos hombres para que la derriben.

Llegó al final de la habitación, giró sobre sus talones y la recorrió de nuevo. ¡Dragones! ¡Como si no tuviera bastantes cosas reales de las que ocuparse!

—¿Crees en los dragones? —preguntó. Wonse sacudió la cabeza.

—Son algo imposible, señor.

—Eso tengo entendido —asintió lord Vetinari. Llegó a la pared de enfrente y dio media vuelta.

—¿Quieres que investigue más? —sugirió Wonse.

—Sí. Sí, investiga.

—Me aseguraré también de que la Guardia tenga los ojos bien abiertos.

El patricio se detuvo.

—¿La Guardia? ¿La Guardia? Mi querido muchacho, la Guardia no es más que un puñado de incompetentes dirigidos por un borracho. He tardado años en conseguir que fuera así. La Guardia es la menor de nuestras preocupaciones. —Meditó un instante—. ¿Has visto alguna vez un dragón, Wonse? Uno de los grandes, quiero decir. Ah, ya me has dicho que son algo imposible.

—Son animales de leyenda. Simples supersticiones —le dijo.

—Mmm —asintió el patricio—. Y ya se sabe que las leyendas son legendarias, claro.

—Exacto, señor.

—Aun así… —El patricio se detuvo y miró a su secretario durante largos instantes—. Oh, bueno —suspiró al final—. Ya me entiendes. No quiero ni oír hablar de dragones. Es el tipo de rumor que pone nerviosa a la gente. Quiero que lo atajes de raíz.

Cuando estuvo solo, se levantó y contempló con gesto sombrío las ciudades gemelas que se divisaban desde la ventana. Volvía a lloviznar.

¡Ankh-Morpork! ¡La ciudad donde vivían cien mil almas! Repartidas entre un millón de personas, pensó el patricio para sus adentros. La lluvia fresca arrancaba destellos de las torres y tejados, inconsciente de lo sucio del mundo sobre el que se precipitaba. Había lluvia afortunada, que caía sobre ovejas en los prados, o que se derramaba sobre los bosques, o se dirigía incestuosa hacia el mar. En cambio, la lluvia que caía en Ankh-Morpork era lluvia en apuros. En las ciudades gemelas hacían cosas terribles con el agua. Y bebería era lo de menos.

Al patricio le gustaba sentir que estaba viendo una ciudad que funcionaba. No una ciudad bonita, ni una ciudad famosa, ni una ciudad con un buen alcantarillado, ni mucho menos una ciudad con un buen diseño arquitectónico. Hasta sus ciudadanos más entusiastas estarían de acuerdo en que, desde un oteadero elevado, Ankh-Morpork parecía como si alguien hubiera intentado construir con piedra y madera un gigantesco huevo frito.

Pero funcionaba. Sus engranajes giraban suavemente, como un giroscopio en perfecto equilibrio. Y esto, en opinión del patricio, era porque nunca había ningún grupo tan poderoso como para imponerse a los demás. Mercaderes, ladrones, asesinos, magos…, todos competían con fervor en la carrera, sin darse cuenta de que, en realidad, aquello no tenía por qué ser una carrera, y desde luego sin confiar unos en otros el tiempo suficiente como para pararse a preguntarse quién marcaba el recorrido, quién daba la señal de salida.

Al patricio no le gustaba la palabra «dictador». Le parecía insultante. El nunca le decía a nadie lo que tenía que hacer. No era necesario, ahí estaba lo bueno. Una gran parte de su vida consistía en asegurarse de que las cosas siguieran así.

Por supuesto, muchos grupos querían derrocarlo, y aquello estaba muy bien, denotaba una sociedad saludable y vigorosa. En ese aspecto, nadie podía calificar al patricio de poco razonable. ¿Acaso no había creado él mismo la mayoría de esos grupos? Y lo perfecto del asunto era que se pasaban casi todo su tiempo enfrentándose unos a otros.

Como siempre decía el gobernante de Ankh-Morpork, la naturaleza humana era algo maravilloso. Una vez sabías bien dónde estaban los interruptores y palancas.

Tenía una desagradable premonición acerca de aquel asunto del dragón. Si existían criaturas sin interruptores y palancas evidentes, eran los dragones. Había que arreglar aquello como fuera.

El patricio no creía en la crueldad innecesaria[12]. No creía en la venganza inútil. En cambio, creía fervorosamente en arreglar las cosas. Como fuera.

Por extraño que parezca, el capitán Vimes estaba pensando en lo mismo. Se había dado cuenta de que no le gustaba la idea de que los ciudadanos, ni siquiera los ciudadanos de Las Sombras, se convirtieran en pintura especial para cerámica.

Y había sucedido ante las narices de la Guardia, más o menos. Como si la Guardia no importara, como si la Guardia no fuera más que un detalle irrelevante. Eso era lo que peor le sentaba.

Aunque claro, era verdad. Y eso no hacía más que empeorar las cosas.

Lo que le estaba poniendo más nervioso todavía era el hecho de haber desobedecido órdenes. Había borrado las huellas, sí. Pero en el último cajón de su viejo escritorio, oculta bajo un montón de botellas vacías, había una copia en escayola. Sentía que le estaba mirando a través de tres capas de madera.

No tenía la menor idea de qué se había apoderado de él y le había obligado a hacerlo. Ahora, encima, iba a desobedecer todavía más.

Pasó revista a sus hombres, a falta de una palabra mejor para denominarlos. Había pedido a los dos más antiguos que se presentaran en ropa de calle. Eso significaba que el sargento Colon, que había ido de uniforme toda su vida, parecía congestionado e incómodo con el traje que llevaba para los funerales. Mientras que Nobby…

—No sé si me expliqué bien, dije «ropa de calle»

—suspiró el capitán Vimes.

—Es lo que llevo cuando no estoy trabajando, tío —replicó Nobby con tono de reproche.

—Señor —le corrigió el sargento Colon.

—Mi voz también lleva ropa de calle. Eso se llama «iniciativa».

Vimes rodeó al cabo, caminando con lentitud.

—¿Y tu ropa de calle no hace que se desmayen las ancianas, o que los niños te tiren piedras al pasar?

—preguntó.

Nobby se removió, inquieto. La ironía no era lo suyo.

—No, señor, tío —dijo—. Es lo que se lleva, la última moda.

Aquello tenía parte de verdad. En Ankh-Morpork, lo último eran los sombreros con plumas, las gorgueras, los jubones ajustados con ribetes dorados, los pantalones amplios y las botas altas con punteras retorcidas. El problema, en opinión de Vimes, era que los seguidores de esa moda solían tener un cuerpo que meter dentro de las prendas, mientras que con el cabo Nobbs lo único que se podía decir era que estaba allí dentro, en alguna parte.

Quizá fuera una ventaja, al fin y al cabo. Cuando lo vieran por la calle, nadie pensaría que era un miembro de la Guardia tratando de pasar desapercibido.

Vimes pensó que no sabía absolutamente nada sobre Nobbs, fuera de las horas de trabajo. Ni siquiera recordaba dónde vivía. Conocía a aquel hombre desde hacía años y años, y nunca se había dado cuenta de que, en su vida privada, secreta, el cabo Nobbs tenía un punto de pavo real. Un pavo real muy bajito, cierto, un pavo real al que probablemente habían golpeado muchas veces con algo pesado, pero pavo real al fin y al cabo. La gente depara estas sorpresas.

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12

En cambio, por supuesto, era partidario de la crueldad necesaria.