La gran bestia giró en el aire y descendió en picado sobre los tejados. Las llamas brotaron de nuevo. Aparecieron llamaradas amarillas. Todo se hizo con tanto silencio, con tanta clase, que Vimes tardó varios segundos en darse cuenta de que había prendido fuego a unos cuantos edificios.
—¡Cielos! —exclamó lady Ramkin—. ¡Mire! ¡Está liberando energía térmica! Por eso lanza fuego. —Se volvió hacia Vimes, con los ojos brillantes—. ¿Se da cuenta de que estamos presenciando un espectáculo que nadie ha visto desde hace siglos?
—¡Sí, un jodido lagarto volador está incendiando mi ciudad! —gritó el capitán.
Pero ella no le escuchaba.
—Debe de haber una colonia no muy lejos —dijo—. ¡Después de tanto tiempo! ¿Dónde cree que vive?
Vimes no lo sabía. Pero se prometió a sí mismo que lo averiguaría, y que le haría unas cuantas preguntas muy en serio.
—Un huevo —suspiró la criadora—. Ojalá pudiera tener un solo huevo…
El capitán la miró, sinceramente asombrado. Comprendió que era un hombre incapaz de apreciar determinado tipo de cosas.
Abajo, otro edificio empezó a arder.
—¿Qué distancia exactamente pueden recorrer estas criaturas volando? —preguntó, cuidando de vocalizar bien, como si hablara con un niño.
—Son animales muy territoriales —respondió la dama—. Según las leyendas…
Vimes comprendió que estaba a punto de recibir otra lección sobre la ciencia draconiana.
—Una respuesta concreta, señora, por favor —se impacientó.
—La verdad, no mucho —repuso ella, algo decepcionada.
—Gracias por todo, ha sido de una gran ayuda.
Se alejó a toda velocidad.
En algún lugar de la ciudad. No había nada fuera de ella, sólo kilómetros de campos descubiertos y pantanos. El dragón vivía en algún lugar de la ciudad.
Sus sandalias volaron sobre los adoquines, calle abajo. ¡En algún lugar de la ciudad! Cosa que era completamente imposible, claro. Imposible y ridícula.
Vimes pensó que no se merecía aquello. De todas las ciudades del mundo a las que podía volar el dragón, había elegido la suya…
Para cuando llegó al río, el dragón había desaparecido. Pero una columna de humo se elevaba sobre las calles, y se habían formado varias cadenas humanas para pasar cubos con trozos del río hasta los edificios afectados.[14] El trabajo se veía considerablemente dificultado por la riada de gentes que invadía las calles, transportando sus posesiones. La mayor parte de la ciudad era de madera y paja, y nadie quería correr riesgos.
De hecho, apenas había habido daños. Sí, apenas. Cosa extraña, si uno pensaba en ello.
En los últimos días, casi a hurtadillas, Vimes había empezado a llevar una libreta de notas, y apuntó los daños, como si escribiéndolo todo pudiera comprender el caos en que se había convertido el mundo.
A saber: un cobertizo para carruajes (perteneciente a un inofensivo hombre de negocios, que ha visto arder su carro nuevo).
A saber: una pequeña verdulería (incinerada con envidiable puntería).
Vimes estaba desconcertado. Había comprado allí manzanas en un par de ocasiones, y nunca había visto nada que pudiera ofender a un dragón.
Aun así, la bestia había sido muy considerada, pensó mientras caminaba hacia la Casa de la Guardia. Cuando uno imagina la cantidad de henares, patios de madererías, cobertizos, techos de paja y tiendas de aceite, es asombroso que se las haya arreglado para aterrorizar a todo el mundo sin causar apenas daños a la ciudad.
Los rayos de sol matutino taladraban ya los jirones de humo cuando abrió la puerta. Aquello era su hogar. No la pequeña habitación sin apenas muebles encima de la cerería, en el callejón Wixon, donde dormía, sino esta antipática habitación oscura que olía a chimeneas atascadas, a la pipa del sargento Colon, al misterioso problema personal de Nobby y, últimamente, al abrillantador para armaduras de Zanahoria. Sí, era casi como un hogar.
No había nadie más en aquel momento. No se sorprendió. Subió a su despacho y se recostó en la silla, cuyo cojín habría asqueado a un perro con incontinencia, se echó el casco sobre los ojos y trató de pensar.
Por el momento, no había prisa. El dragón había desaparecido entre el humo y la confusión, tan repentinamente como había llegado. Ya llegaría, y pronto, la hora de correr. Lo importante ahora era averiguar hacia dónde correr.
Había estado en lo cierto. ¡Un ave palmípeda! Pero ¿por dónde se empieza a buscar un maldito dragón en una ciudad con un millón de habitantes ?
Se dio cuenta de que su mano derecha, con voluntad propia, había abierto el último cajón, y tres de sus dedos, actuando bajo órdenes personales de su inconsciente, estaban sacando una botella. Era una de esas botellas que se vacían solas. La razón le decía que a veces era obligatorio empezar alguna, romper el sello, ver el líquido ambarino hasta el cuello… Sencillamente, no podía recordar la sensación. Era como si las botellas le llegaran siempre con un tercio de su contenido.
Miró la etiqueta. Al parecer, se trataba del Whiskey Selecto Sangre de Dragón, de la casa Jimkin Abrazodeoso. Barato y potente, con él se podían encender hogüeras y limpiar cucharas. No había que beber mucho para emborracharse, justo lo que necesitaba.
Fue Nobby quien lo despertó con las noticias de que había un dragón en la ciudad, y que el sargento Colon estaba bastante afectado. Vimes se incorporó y trató de aclararse la vista mientras iba entendiendo las palabras una a una. Al parecer, el hecho de tener un lagarto que respira fuego a pocos metros de la zona posterior puede hacer que se tambalee hasta la más robusta de las constituciones. Una experiencia así puede dejar marcada a una persona para siempre.
Vimes todavía estaba digiriendo los datos cuando llegó Zanahoria, con el bibliotecario balanceándose a su lado.
—¿Lo han visto? ¿Lo han visto? —preguntó.
—Todos lo hemos visto —asintió el capitán.
—¡Pues yo lo sé todo! —anunció Zanahoria con gesto triunfal—. Alguien lo ha traído aquí por medios mágicos. Alguien ha robado un libro de la Biblioteca, ¿ya que no adivinan cómo se titula?
—Me rindo —replicó Vimes débilmente.
—¡Se titula La invocación de dragones!
—Oook —confirmó el bibliotecario.
—Ah, ¿sí? ¿Y de qué va? —preguntó el capitán. El bibliotecario puso los ojos en blanco.
—Es sobre cómo invocar dragones. ¡Usando la magia!
—Oook.
—¡Y eso es ilegal! —terminó Zanahoria alegremente—. Llevar sueltas por la calle a fieras peligrosas, en contra de la Legislación sobre Animales Salvajes (según las leyes número…
Vimes gimió. Eso significaba que había magos de por medio. Cuando hay magos de por medio, los problemas llueven al momento.
—Supongo —suspiró—, que no habrá otro ejemplar del libro en la biblioteca, ¿verdad?
El bibliotecario sacudió la cabeza.
—Oook.
—Y no sabrás qué ponía en el libro, claro. —Vimes suspiró de nuevo—. ¿Cómo? Oh. Cuatro palabras. —Asintió, cansado—. Primera palabra. Chupar algo. No, comer. Tú comes. Ah, yo como. Cómo. Tercera palabra. Sacudes los brazos…, no, no, ya te entiendo. Me refiero a detalles un poco más concretos. ¿No sabes nada? Ya, claro. Lo imaginaba.
—¿Qué vamos a hacer ahora, señor? —preguntó Zanahoria, ansioso.
—Está ahí fuera —aseguró Nobby—. Parece que, durante las horas del día, no vuela. Debe de estar en su madriguera secreta, sobre un montón de oro, soñando con cosas de antes del amanecer de los tiempos, aguardando a que caiga el velo de la noche y una vez más pueda remontarse… —Titubeó un instante—, ¿Por qué me miráis todos de esa manera? —preguntó.
14
El patricio había ¡legalizado al Gremio de Bomberos el año anterior, tras multitud de quejas. La cuestión era que, si firmabas un contrato y pagabas tu cuota al Gremio, tu casa quedaba protegida contra incendios. Por desgracia, la ética general de Ankh-Morpork se adueñó de la situación, y los bomberos solían visitar en grupos las casas de los posibles clientes, haciendo en voz alta comentarios como «Este lugar parece muy inflamable» y «Seguro que arde como la paja con una simple cerilla de algún descuidado, no sé si me entiendes».