—Si es que hay una madriguera —replicó Vimes. Wonse lo miró con interés.
—¿Por qué dices eso?
—Estamos analizando todas las posibilidades —insistió el capitán, reservado.
—Si no tiene madriguera, ¿dónde se pasa los días? —preguntó el patricio.
—Se están realizando investigaciones.
—Pues que se realicen deprisa. Y busca esa madriguera —ordenó el patricio con brusquedad.
—Sí, señor. Permiso para retirarme, señor.
—Claro, claro. Pero espero progresos para esta misma noche, ¿entendido?
A ver, ¿por qué dudo de que tenga una madriguera?, pensó Vimes mientras salía a la luz del sol, a la plaza atestada de gente. Porque no parece real, por eso mismo. Y si no es real, no tiene por qué hacer cosas lógicas. ¿Cómo pudo salir de un callejón sin haber entrado?
Una vez eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad. El problema estribaba en decidir qué era lo imposible, claro. Eso era lo difícil.
Y claro, también estaba el curioso incidente del orangután durante la noche.
Durante el día, la biblioteca era un hervidero de actividad. Vimes caminó por ella, algo inseguro. Teóricamente, podía ir a cualquier lugar de la ciudad, pero la Universidad siempre alegaba atenerse sólo a las leyes taumatúrgicas, y al capitán no le interesaba hacerse enemigos con los que uno tuviera suerte si acababa con la misma temperatura, por no mencionar la misma forma.
Encontró al bibliotecario subido en su escritorio. El simio le dirigió una mirada expectante.
—Lo siento, todavía no lo hemos encontrado —le dijo Vimes—. Se están realizando investigaciones. Pero hay algo en lo que puedes ayudarme.
—¿Oook?
—Bueno, esto es una biblioteca mágica, ¿no? O sea, estos libros tienen una especie de inteligencia, o algo así. Así que he estado pensado: si yo entrara aquí de noche, seguro que armarían un buen jaleo, porque no me conocen. Pero, si me conocieran, no les importaría.
O sea, que el que se llevó el libro tuvo que ser un mago, ¿no crees? O, como mínimo, alguien que trabaja en la Universidad.
El bibliotecario miró a derecha e izquierda, agarró a Vimes por la mano y lo llevó hasta el refugio formado por un par de estanterías. Sólo entonces asintió.
—¿Alguien a quien conocen?
Un encogimiento de hombros, otro asentimiento.
—Por eso nos lo contaste a nosotros, ¿verdad?
—Oook.
—En vez de informar al Consejo de la Universidad.
—Oook.
—¿Se te ocurre quién pudo ser?
El bibliotecario se encogió de hombros, un gesto de lo más expresivo en alguien cuyo cuerpo parecía un saco colgado entre dos omoplatos.
—Bueno, en fin… Infórmame si sucede alguna otra cosa extraña, ¿de acuerdo? —Vimes paseó la vista por las hileras de libros—. Más extraña de lo habitual, quiero decir.
—Oook.
—Gracias. Es un placer tratar con un ciudadano que considera su deber colaborar con la Guardia.
El bibliotecario le dio un plátano.
Vimes se sentía curiosamente satisfecho al volver a las calles abarrotadas de gente. Desde luego, estaba ejerciendo como detective. Había montones de cositas, como si fuera un puzzle. Ninguno de los detalles tenía sentido en sí, pero todos juntos sugerían una imagen más grande. Lo único que necesitaba era encontrar una esquina, o quizá un trozo del borde…
Pese a lo que pudiera pensar el bibliotecario, él estaba convencido de que no se trataba de un mago. Al menos, no de un mago de los de siempre, un mago profesional. Aquel tipo de acciones no encajaban en su estilo.
Y luego, por supuesto, estaba el asunto de la madriguera. Lo más sensato sería esperar a ver si el dragón aparecía aquella noche, y averiguar dónde. Eso implicaba situarse en un lugar alto. ¿Había alguna manera de detectar a los dragones? Había echado un vistazo a los «detectores» de Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, que consistían únicamente en un trozo de madera fijado a una barra metálica. Cuando la barra se fundía, era que habías encontrado al dragón. Al igual que la mayoría de los artilugios de Y-Voy-A-La-Ruina, era absolutamente eficaz, y al mismo tiempo completamente inútil.
Tenía que haber alguna manera de averiguarlo, alguna manera mejor que esperar hasta que se te quemaran los dedos hasta el hueso.
El sol poniente se extendió por el horizonte como un huevo ligeramente escalfado.
Los tejados de Ankh-Morpork estaban siempre llenos de gárgolas, pero ahora lucían también un buen número de caras humanas. Las caras iban pegadas a cuerpos que esgrimían terribles armas caseras, transmitidas de generación en generación durante siglos, a veces a la fuerza.
Desde su oteadero en el tejado de la Casa de la Guardia, Vimes alcanzaba a ver a los magos en los techos de la Universidad, y las bandas de oportunistas buscadores de oro aguardando en las calles, con las palas preparadas. Si era verdad que el dragón tenía un lecho en algún lugar de la ciudad, pronto le tocaría dormir en el suelo.
Desde algún lugar de la calle oyó los gritos de Y-Voy-A-La-Ruina, o alguno de sus colegas, vendiendo perritos calientes. Vimes sintió una repentina oleada de orgullo cívico. Algo de bueno debían de tener los ciudadanos cuando, en aquellos momentos en que se avecinaba la catástrofe, pensaban en vender perritos calientes a sus convecinos.
La ciudad aguardaba. Aparecieron unas cuantas estrellas.
Colon, Nobby y Zanahoria estaban también en el tejado. Colon estaba de mal humor, porque Vimes le había prohibido usar el arco y las flechas.
Eran ilegales en la ciudad, puesto que los arcos utilizados podían hacer que la flecha se clavara en un espectador inocente a cien metros de distancia, en vez de en el espectador inocente al que iba destinada.
—Es cierto —asintió Zanahoria—. Lo dice el Acta de Armas Arrojadizas, según la legislación de seguridad ciudadana, Artículo 1634.
—Deja ya de citar todas esas tonterías —bufó Colon—. ¡Ya no tenemos esas leyes! ¡Son cosas de antes! Ahora todo es mucho más como se diga. Mucho más pragmático.
—Con ley o sin ley —intervino Vimes—, he dicho que guardes ese arco.
—¡Pero, capitán, siempre se me dio muy bien manejarlo! —protestó Colon—. Además —añadió, conciliador—, hay mucha gente que los lleva.
Eso era cierto. Los tejados contiguos estaban más erizados que un puercoespín. Si el maldito dragón se presentaba, más le valía no volar bajo. Casi inspiraba compasión.
—He dicho que lo guardes —replicó Vimes—. No quiero que mis guardias vayan por ahí disparando contra los ciudadanos. Fuera ese arco.
—Es cierto —lo apoyó Zanahoria—. Estamos aquí para proteger y servir, ¿verdad, capitán? Vimes lo miró de soslayo.
—Eh… —titubeó—. Sí. Eso. Es verdad. En el tejado de su casa de la colina, lady Ramkin situó una sillita plegable un tanto inadecuada, montó el telescopio, situó la bandeja con bocadillos y el termo de café en la baranda ante ella, y se sentó a esperar. Tenía una libreta de notas sobre las rodillas.
Transcurrió media hora. Andanadas de flechas saludaron a una nube, a varios murciélagos desafortunados, y a la luna cuando salió.
—Qué asco de gentuza, qué poca profesionalidad —dijo Nobby, al final—. Lo van a espantar. El sargento Colon bajó su lanza.
—Eso parece —asintió.
—Además, empieza a hacer frío —señaló Zanahoria.
Dio un codazo educado al capitán Vimes, que estaba apoyado en la chimenea y contemplaba absorto el cielo.
—Quizá deberíamos bajar ya, señor —añadió—. La mayoría de la gente se está marchando.