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—Es usted muy amable —murmuró el capitán.

—He enviado a Nobby a la ciudad, para que ayude a los otros a organizar su cuartel.

Vimes se había olvidado por completo de la Casa de la Guardia.

—Debe de haber sufrido daños importantes —aventuró.

—Destruido por completo —le corrigió la dama—. No queda más que un charco de piedra fundida. Así que les voy a dejar un local en Pseudópolis Yard.

—¿Cómo dice?

—Oh, mi padre tenía inmuebles por toda la ciudad —dijo—. La verdad es que a mí no me sirven para nada, así que le dije a mi gestor que entregara al sargento Colon las llaves de la casa vieja de Pseudópolis Yard. No estará nada mal que se ventile un poco.

—Pero esa zona…, quiero decir, las calles están pavimentadas de verdad…, el alquiler… O sea, no creo que lord Vetinari quiera…

—No se preocupe por eso —replicó, dándole una palmadita amistosa—. Venga, ahora tiene que dormir un poco.

Vimes se tendió de nuevo, con el cerebro funcionando a toda velocidad. Pseudópolis Yard estaba en el lado Ankh del río, en uno de los mejores barrios de la ciudad. Allí, el espectáculo de Nobby o el sargento Colon paseando por aquellas calles a plena luz del día tendría el mismo efecto que la inauguración de un hospital para leprosos.

Se sumió en un duermevela, y soñó con gigantescos dragones que lo perseguían esgrimiendo frascos de ungüento.

Y se despertó con los gritos de una turba.

Lady Ramkin erguida en toda su estatura no era una visión que se pudiera olvidar, aunque uno querría intentarlo. Era como ver la deriva continental pero al revés, mientras varios subcontinentes e islas se reunificaban para formar una gigantesca y furiosa protomujer.

La puerta rota del cobertizo de los dragones colgaba de sus bisagras. Los inquilinos, tan tensos ya como un arpa con anfetaminas, se estaban volviendo locos. Pequeñas llamaradas se estrellaban contra las chapas metálicas, y los animalitos se revolvían en sus jaulas.

—¿Qué significa esto? —rugió la dama.

Si alguna vez los Ramkin habían sido dados a la introspección, tenía que reconocer que no era una frase muy original. Pero sí útil. Funcionaba. La razón de que las frases hechas se conviertan en frases hechas, es que son los martillos y destornilladores en la caja de herramientas de la comunicación.

La turba se arremolinó contra la puerta rota. Algunos hombres blandían instrumentos afilados, con el movimiento típico de los que no pretenden nada bueno.

—Demonios —gruñó el que los guiaba—, ahí dentro hay dragones.

Se oyó un coro de murmullos de asentimiento.

—¿Y qué? —bufó lady Ramkin.

—Demonios. Ha estado quemando la ciudad. Y no vuelan mucho. Usted tiene dragones aquí dentro. Puede que haya sido uno de ellos.

—Eso.

—Claro.

—QED.[15]

—Así que nos los vamos a cargar a todos.

—Eso.

—Claro.

Pro bono publico.

El pecho de lady Ramkin subía y bajaba como un pistón. Extendió el brazo y agarró la horca de granja colgada de un gancho, en la pared.

—Os lo advierto, un paso más y lo lamentaréis —dijo.

El jefe miró a los dragones frenéticos, tras ella.

—¿Sí? —replicó, burlón—. ¿Qué piensa hacernos, eh?

La mujer abrió y cerró la boca un par de veces.

—¡Llamaré a la Guardia! —dijo al final.

La amenaza no surtió el efecto que había esperado. Lady Ramkin nunca había prestado demasiada atención a los aspectos de la ciudad que no tenían escamas.

—Vaya, qué miedo —gimoteó el jefe—. No sabe cuánto nos preocupa eso. Mire, me están temblando las rodillas. —Se sacó un machete que llevaba colgado del cinturón—. Y ahora, señora, apártese, porque…

Una llamarada de fuego verde surgió por la parte trasera del cobertizo, pasó por encima de las cabezas de los hombres allí reunidos, y dibujó una marca chamuscada en la madera sobre la puerta.

Entonces, sonó una voz que era un puro ronroneo de amenaza de muerte.

Éste es lord Montealegre Colmilloveloz Inverno-cuarento IV, el dragón más fogoso de la ciudad. Os puede achicharrar las cabezas hasta el cráneo.

El capitán Vimes salió cojeando de entre las sombras.

Llevaba firmemente sujeto bajo un brazo a un dragoncito dorado, muerto de miedo. Con la otra mano lo sujetaba por la cola.

Los hombres lo miraron, hipnotizados.

—Ya sé lo que estáis pensando —siguió Vimes con voz amable—. Os preguntaréis si, después de tantas emociones, aún le queda fuego suficiente. Pues la verdad, yo tampoco estoy muy seguro…

Se inclinó hacia adelante y los miró por entre las orejas del dragón. Su voz era como una navaja afilada.

—Lo que debéis preguntaros a vosotros mismos es: ¿Me acompaña hoy la suerte?

Todos retrocedieron ante su avance.

—¿No respondéis nada? —insistió—. ¿Os acompaña hoy la suerte?

Durante unos instantes, lo único que se oyó fue el ruido del estómago de lord Montealegre Colmilloveloz Invernocuarento IV, el ominoso ronroneo del combustible acumulándose en las recámaras ígneas.

—Oye, mira, eh… —tartamudeó el jefe, sin poder despegar la vista de la cabeza del dragón—. No hay necesidad de que nos pongamos tan…

—La verdad es que es posible que él decida lanzar llamas por su cuenta —siguió Vimes—. A veces no pueden evitarlo, sobre todo si se les acumulan dentro. Y eso sucede cuando están nerviosos. Tengo la sensación de que los habéis puesto muy nerviosos.

El dirigente de la turba hizo lo que esperaba fuera un gesto vagamente conciliador. Por desgracia, lo hizo con la mano con la que sostenía un cuchillo.

—Suelta eso —le advirtió Vimes—, o no lo contarás.

El cuchillo se estrelló contra las losas. Se oyeron pasos apresurados en las últimas filas, y de repente un buen número de hombres estaban metafóricamente lejos y no sabían nada de aquello.

—Pero antes de que los demás buenos ciudadanos se dispersen tranquilamente y vuelvan a ocuparse de sus asuntos —dijo el capitán—, os sugiero que miréis bien a estos dragones. ¿Os parece que alguno de ellos mide veinte metros de largo? ¿Creéis que tienen treinta metros de envergadura de alas? ¿Qué grado de temperatura debe de alcanzar su fuego?

—No sé —respondió el jefe.

Vimes alzó ligeramente la cabeza del dragón. El jefe cerró los ojos.

—No sé, señor —se corrigió.

—¿Queréis averiguarlo?

El jefe sacudió la cabeza. Pese al miedo, encontró de nuevo la voz.

—¿Quién eres tú? —preguntó. Vimes se irguió.

—El capitán Vimes, de la Guardia de la Ciudad —dijo.

La afirmación fue acogida con un silencio casi absoluto. La única excepción fue la voz alegre, al fondo de la multitud, que dijo:

—De la Guardia Nocturna, ¿no?

Vimes miró hacia abajo, más allá de su camisa de dormir. Con las prisas por salir del lecho de enfermo, se había puesto apresuradamente un par de zapatillas de lady Ramkin. Por primera vez, se dio cuenta de que estaban adornadas con pompones rosas.

Y ése fue el momento que lord Montealegre Colmilloveloz Invernocuarento IV eligió para eructar.

No fue una llamarada rugiente. Fue, sencillamente, una bolita de fuego casi invisible que pasó entre la multitud y chamuscó unas cuantas cejas. Pero, desde luego, causó una gran impresión.

Vimes se recuperó de maravilla. Nadie se dio cuenta del breve momento de terror que acababa de vivir.

—Y eso ha sido sólo para llamaros la atención —dijo con cara de póquer—. La próxima vez, apuntaré más abajo.

—Eh… —tartamudeó el jefe—, cómo no. No hay problema. La verdad es que ya nos marchábamos. Aquí no hay dragones grandes, desde luego. Lamentamos haberos molestado.

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15

Hasta en las turbas hay intelectuales.