—Dicen que es cuestión de profesionalidad —dijo el Hermano Revocador—. O sea, que yo no voy por ahí metiéndome en asuntos místicos, y ellos no van por ahí haciendo revocados de fachadas.
—No comprendo cuál es el problema —replicó el Gran Maestro Supremo.
En realidad, lo comprendía perfectamente. Aquél era el último obstáculo. Si conseguía que sus cerebros atrofiados lo saltaran, tendría el mundo en la palma de la mano. El egoísmo estúpido de aquellos hombres no lo había decepcionado hasta entonces, y no lo haría ahora…
Los Hermanos se removieron, inquietos, hasta que el Hermano Yonidea rompió el silencio.
—Bah. Magos. Ésos sí que no han dado golpe en su vida.
El Gran Maestro Supremo suspiró, aliviado.
El ambiente general de resentimiento se había hecho casi palpable.
—Son unos vagos, desde luego —bufó el Hermano Dedos—. Siempre van por ahí con cara de ser mejores que nadie. Yo los veía a menudo cuando trabajaba en la Universidad. Unos fanfarrones, os lo digo yo. Nadie los ha visto hacer un trabajo honrado.
—¿Como robar, por ejemplo? —señaló el Hermano Vigilatorre, al que no le caía demasiado bien el Hermano Dedos.
—Pero claro —siguió el Hermano Dedos, haciendo caso omiso del comentario—, siempre te dicen que no puedes ir por ahí haciendo magia, por eso del equilibrio y la armonía universal, y no sé qué tonterías más. A mí siempre me han parecido sandeces.
—Bueeeno… —titubeó el Hermano Revocador—. La verdad, no sé. Quiero decir, si haces mal la mezcla, te pones hasta las rodillas de cemento. Pero si haces mal la magia, aunque sea sólo un poquito mal, dicen que aparecen cosas horribles y se te llevan.
—Sí, pero los que dicen eso son los magos —señaló el Hermano Vigilatorre, pensativo—. Si os he de ser sincero, yo tampoco los he soportado nunca. A lo mejor es que tienen un buen secreto y no quieren que los demás nos enteremos. Al fin y al cabo, sólo se trata de mover un poco los brazos y decir palabras raras.
Los Hermanos meditaron unos momentos. Parecía plausible. Si ellos tuvieran un buen chollo, no querrían que nadie más se metiera en el ajo.
El Gran Maestro Supremo decidió que ya había llegado la hora.
—Entonces, Hermanos, ¿estamos de acuerdo? ¿Estáis preparados para practicar la magia?
—Ah, practicar —suspiró el Hermano Revocador, ya más tranquilo—. Practicar no me importa. Mientras no la hagamos de verdad…
El Gran Maestro Supremo dio un golpe con el libro.
—¡Quiero decir que si estáis preparados para hacer auténticos hechizos! ¡Para devolver los buenos tiempos a la ciudad! ¡Para invocar un dragón! —gritó.
Todos dieron un paso hacia atrás…
—Y entonces… —titubeó el Hermano Portero—. Si hacemos que venga el dragón, ¿el rey legítimo aparecerá aquí, así, sin más?
—¡Exacto! —exclamó el Gran Maestro Supremo.
—Ya entiendo —lo apoyó el Hermano Vigilatorre-. Por el destino y esas cosas.
Hubo un momento de silencio, y luego un asentimiento general de capuchas. Sólo el Hermano Revocador parecía algo descontento.
—Bueno… —dijo—. No se nos escapará la cosa de las manos, ¿verdad?
—Te aseguro, Hermano, que podrás dejarlo cuando quieras —lo tranquilizó el Gran Maestro con la voz más dulce de que fue capaz.
—Vale…, entonces, bien —replicó el otro de mala gana—. Pero sólo un poquito de magia. Lo justo para quemar algunas verdulerías opresoras, por poner un ejemplo.
Ahhh.
Había ganado. Volvería a haber dragones. Y volvería a haber un rey. No como los reyes de antaño, claro. Un rey a quien decirle lo que debía hacer.
—Eso —dijo con voz pausada— depende de hasta qué punto colabores. Para empezar, necesitaremos todos los objetos mágicos que podáis conseguir.
Quizá fuera más conveniente que no vieran que la última mitad del libro de Malaquita estaba completamente quemada. Obviamente, el viejo Tocón no había estado a la altura de las circunstancias.
Él lo haría mejor. Y nadie, absolutamente nadie, podría detenerlo.
El trueno retumbó…
Se dice que los dioses juegan con las vidas de los hombres. Pero nadie sabe a qué juegan, ni por qué, ni quiénes son los peones, ni cuáles son las reglas del juego.
Es mejor no especular.
El trueno retumbó.
Y volvió a retumbar una y otra vez…
Ahora, salgamos por unos momentos de las lluviosas calles de Ankh-Morpork y viajemos por las nieblas matutinas del Disco para concentrarnos en un joven que se dirige hacia la ciudad con toda la inocencia, sinceridad y buena voluntad de un iceberg a la deriva hacia un yate de recreo.
El joven se llama Zanahoria. No es por causa de su pelo, que su padre le ha cortado al cepillo por motivos de Higiene. Es por causa de su forma.
Es esa forma que sólo se obtiene con una vida sana, comida saludable y aire limpio de las montañas a pulmones llenos. Cuando flexiona los músculos de los hombros, otros músculos tienen que apartarse antes para dejar paso.
También lleva una espada, que le fue entregada en circunstancias misteriosas. En circunstancias muy misteriosas. Pero, por sorprendente que parezca, esta espada no tiene nada de inexplicable. No es mágica. No tiene nombre. Cuando la esgrimes, no sientes una corriente de poder, sólo agujetas. Es una espada tan usada que se ha convertido en la esencia de una espada: un trozo de metal muy largo, con bordes muy afilados. Y no tiene un destino escrito a lo largo de toda su hoja.
Es, desde luego, una espada única.
El trueno retumbó.
Las alcantarillas de la ciudad eructaron suavemente mientras los desperdicios de la noche corrían por ellas, en algunos casos protestando débilmente.
Cuando la corriente llegó a la figura tendida del capitán Vimes, el agua se dividió y fluyó en torno a él en dos ramales. Vimes abrió los ojos. Tuvo un momento de paz vacía hasta que los recuerdos lo golpearon como un martillazo.
Había sido un mal día para la Guardia. Para empezar, asistieron al funeral de Herbert Gaskin. Pobre Gaskin, pobre. Había violado una de las reglas fundamentales de los guardias. Y no era la clase de regla que alguien como Gaskin pudiera romper dos veces. Así que lo bajaron a la fría tierra embarrada, mientras la lluvia tamborileaba sobre su ataúd sin que nadie hubiera acudido a llorarlo aparte de los tres miembros supervivientes de la Guardia Nocturna, el grupo más despreciado de toda la ciudad.
El sargento Colon había llorado a moco tendido. Pobre Gaskin, pobre.
Pobre Vimes, pobre, pensó Vimes. Pobre Vimes, pobre, tirado en un canalón. Pero claro, ahí es donde empezó. Pobre Vimes, pobre, el agua le corría bajo la cota de mallas. Pobre Vimes, pobre, viendo pasar la basura del agua. Seguramente, hasta el pobre Gaskin, pobre, disfrutaba en aquellos momentos de una visión mejor.
A ver…, después de salir del funeral, se había emborrachado. No, no era exactamente eso, faltaba un adverbio. Se había emborrachado más, eso era. Porque el mundo entero le daba vueltas, como si lo viera a través de un cristal distorsionado, y sólo conseguía enfocarlo correctamente a través del culo de una botella. Pero había algo, algo que olvidaba. Ah, sí. Era de noche. Hora de entrar en servicio. Aunque Gaskin no estaría de servicio. Necesitaba un nuevo compañero. Ya se lo habían enviado. Algo de una carta. Intentó recordar.
Pronto se rindió, y se dejó caer de nuevo. El agua siguió corriendo en torno a él.
Arriba, las letras iluminadas chisporroteaban bajo la lluvia.
El aire puro de las montañas no era lo único que había proporcionado a Zanahoria su imponente físico. El hecho de criarse en una mina de oro explotada por enanos, y trabajar doce horas diarias empujando vagonetas hasta la superficie seguramente había contribuido en algo.