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—Oh.

Está en una mazmorra de su propio palacio, con un loco rabioso al mando en el piso de arriba y un dragón achicharrando la ciudad, y cree que todo está saliendo como él quiere. Debe de ser cosa de los altos cargos. Tanta altura vuelve loca a la gente.

—Eh…, no te importa si echo un vistazo por aquí, ¿verdad? —preguntó.

—Estás en tu casa.

Vimes recorrió la mazmorra de punta a punta, y examinó la puerta. Los barrotes eran pesados, los cerrojos bien sólidos y la puerta parecía indestructible.

Luego, se dedicó a golpear las paredes en cualquier punto que pudiera sonar a hueco. Sin duda se trataba de una mazmorra bien construida. Era una de esas mazmorras que se alegran de que encierren en ellas a los criminales peligrosos. Y por supuesto, en esas circunstancias, es mejor que no haya trampillas, túneles escondidos ni pasadizos secretos.

Pero no eran ésas las circunstancias. Era sorprendente lo que varios metros de roca sólida pueden hacer con tu sentido de la perspectiva.

—¿Suelen venir aquí los guardias? —preguntó.

—Casi nunca —dijo el patricio mientras devoraba un muslo de pollo—. Es que no se molestan en darme de comer, ¿sabes? Creo que quieren matarme de hambre. De hecho —añadió—, hasta hace poco, de vez en cuando iba a la puerta y gimoteaba un poco para que estuvieran satisfechos.

—Pero ¿tienen órdenes de venir a comprobar cómo están las cosas? —dijo Vimes, esperanzado.

—Oh, eso sí que no lo toleraríamos —replicó el patricio.

—¿Cómo vas a impedírselo?

Lord Vetinari le dirigió una mirada ofendida.

—Mi querido Vimes —dijo—, pensaba que eras un hombre observador. ¿Has mirado bien la puerta?

—Por supuesto —dijo—. Señor —añadió rápidamente—. Es de lo más resistente.

—Quizá deberías echarle otro vistazo.

Vimes miró boquiabierto al anciano, luego dio media vuelta y observó de nuevo la puerta. Era de esas que se suelen considerar temibles, todo barrotes, cerrojos, bisagras y acero. Pero, por mucho que la mirase, no parecía menos impresionante. La cerradura era uno de esos artilugios fabricados por los enanos, el dolor de cabeza de cualquier ladrón. En definitiva, si alguien buscaba un símbolo de lo inamovible, no tenía más que mirar aquella puerta.

El patricio apareció junto a él, con un sigilo estremecedor.

—Es que, ¿sabes? —empezó—. Siempre que una ciudad es víctima de los desórdenes civiles, el gobernante acaba en sus propias mazmorras. Para cierto tipo de mentalidades, eso es mucho más satisfactorio que una simple ejecución.

—Sí, bueno, pero no entiendo… —empezó Vimes.

—Así que miras esta puerta y no ves más que una puerta muy resistente, ¿verdad?

—Por supuesto. No hay más que mirar los cerrojos, y los barrotes, y…

—La verdad, me siento muy satisfecho —asintió lord Vetinari con tranquilidad.

Vimes miró la puerta hasta que le dolieron las cejas. Y entonces, al igual que las formas abstractas de las nubes, sin cambiar en absoluto, se transforma de repente en la cabeza de un caballo o en un barco velero, vio lo que había tenido ante los ojos todo el tiempo.

Una admiración abrumadora lo invadió.

Se preguntó cómo sería la mente del patricio por dentro. Se la imaginaba fría y brillante, toda de acero azul, estalactitas y pequeñas ruedecitas girando como los engranajes de un reloj. La clase de mente que podía prever su propia caída y tomar ventaja de ella.

Era una puerta de mazmorra absolutamente normal, pero todo dependía del sentido de la perspectiva.

Tras la puerta de aquella mazmorra, el patricio podía encerrar al mundo.

En la parte exterior sólo estaba la cerradura.

Los cerrojos y barrotes estaban por dentro.

Los guardias treparon torpemente por los tejados húmedos, mientras las nieblas de la mañana se fundían ante el calor del sol. No. es que fuera a ser un día claro…, los espesos jirones de humo y el rancio olor a quemado envolvían la ciudad y llenaban el ambiente con el triste aroma de las cenizas mojadas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Zanahoria, ayudando a subir a los demás.

El sargento Colon miró a su alrededor, escudriñando el bosque de chimeneas.

—Encima de la destilería de whisky de Jimmy Abrazodeoso —dijo—. En línea recta entre el palacio y la plaza. Seguro que pasará volando por aquí.

Nobby echó un vistazo por un lado del edificio.

—Me parece que estuve aquí una vez —dijo—. Comprobé la puerta una noche, y se abrió.

—Al cabo de un rato, supongo —señaló Colon con tono amargo.

—Bueno, el caso es que tuve que entrar, para comprobar que no estuviera pasando nada malo. Es un lugar increíble. Está lleno de cañerías y aparatos. ¡Y hay Un olor increíble!

—«Cada botella envejece durante siete minutos» —citó Colon—. «Una gota llenará su día», dice en la etiqueta. Y vaya si es verdad. Una vez probé una gota, y me pasé el día lleno de resaca.

Se arrodilló y desenvolvió un fardo de tela que había estado transportando, con muchas dificultades, durante toda la escalada. Extrajo de él un arco largo de diseño antiguo, y un puñado de flechas.

Levantó el arco muy despacio, con gesto reverente, y lo acarició con los pulgares regordetes.

—¿Sabéis? —dijo en voz baja—. Cuando era joven, lo manejaba de maravilla. El capitán debería haberme dejado probar la otra noche.

—Eso dices tú —replicó Nobby, nada comprensivo.

—Pues gané un montón de premios.

El sargento abrió la bolsita que contenía la cuerda nueva para el arco, la enganchó en un extremo, se puso de pie, tiró, gruñó un poco…

—Eh… ¿Zanahoria? —dijo jadeante.

—¿Sí, sargento?

—¿A ti se te da bien poner cuerdas en los arcos? Zanahoria cogió el arco, lo curvó con facilidad y enganchó el otro extremo de la cuerda.

—Buen comienzo, sargento —señaló Nobby.

—¡No seas sarcástico conmigo, cabo! No es cuestión de fuerza, lo que importa es la agudeza de la vista y la firmeza de la mano. Venga, pásame una flecha. ¡No, ésa no!

Los dedos de Nobby se quedaron paralizados sobre el asta de una flecha.

—¡Ésa es mi flecha de la suerte! —rugió Colon—. ¡Ni se os ocurra tocarla!

—Pues a mí me parece igual que todas las demás, sargento —señaló Nobby.

—Ésa es la que utilizaré en el comosellame, en el momento de la verdad —replicó Colon—. Mi flecha de la suerte nunca me ha fallado, nunca. Si ese dragón tiene algún volublerable, esta flecha lo encontrará.

Eligió una flecha de aspecto idéntico a las demás, pero presumiblemente menos afortunada, y la colocó en el arco. Luego, escudriñó los tejados circundantes con mirada especulativa.

—Será mejor que vaya haciendo mano —murmuró—. Por supuesto, es una de esas cosas que cuando se aprenden no se olvidan nunca, como montar en…, montar en…, montar en algo de lo que no te puedes olvidar.

Tensó la cuerda del arco hasta que le llegó hasta la oreja, y gimió.

—Bien —dijo, mientras el brazo le temblaba por la tensión como un arbolillo durante un huracán—. ¿Veis el tejado del Gremio de Asesinos, allí?

Escudriñaron el aire turbio.

—Bien —añadió Colon—, ¿y esa veleta que hay en el tejado? ¿La veis?

Zanahoria miró en dirección a la flecha, que giraba sobre sí misma al compás del viento.

—Está muy lejos, sargento —señaló Nobby con tono dubitativo.

—Tú no te preocupes por mí, no apartes la vista de la veleta —gimió el sargento.

Los dos asintieron. La veleta tenía forma de hombre encorvado con una gran capa negra. La daga que empuñaba siempre apuntaba en la dirección del viento. Pero, desde tan lejos, era muy pequeña.