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Hizo una pausa mientras la pesadilla se cernía sobre él volando con alas de terror.

—Eh… ¿Zanahoria? —dijo débilmente.

—¿Sí, sargento?

—¿Te dijo alguna vez tu abuelo qué aspecto tenía un punto volublerable?

Y, en aquel momento, el dragón dejó de aproximarse: ya estaba allí, pasando a pocos metros por encima de ellos, un borroso mosaico de escamas y ruido que llenaba el cielo entero.

Colon disparó.

Vieron cómo la flecha ascendía, directa.

Vimes corrió como pudo sobre los guijarros húmedos de las calles, sin aliento y sin tiempo.

No puede ser así, pensó enloquecido. El héroe llega siempre a tiempo. En el momento justo, pero a tiempo. Por los pelos, pero a tiempo. Pero lo más probable era que el momento de llegar a tiempo hubiera pasado hacía cinco minutos.

Y yo no soy un héroe. No estoy en forma, y necesito una copa, y necesito una paga de cien dólares al mes sin extra para plumas. Ésa no es la paga de un héroe. El héroe se lleva remos y princesas, y hace ejercicio a menudo, y cuando sonríe la luz arranca destellos de sus dientes, ting. El muy hijo de puta.

El sudor le escocía en los ojos. La adrenalina que lo había transportado desde el palacio se había agotado, y ahora se estaba cobrando su parte.

Se detuvo tambaleante, y se apoyó contra una pared para mantenerse en pie mientras recuperaba el aliento. Así fue como vio a las figuras que se erguían sobre el tejado.

¡Oh, no!, pensó. ¡Ellos tampoco son héroes! ¿A qué se creen que juegan?

Era una posibilidad de uno contra un millón. ¿Y quién puede decir que, en alguno de los millones de universos posibles, no habría funcionado?

Ése era el tipo de cosas que encantaban a los dioses. Pero Azar, que a veces puede derrotar incluso a los dioses, tenía 999.999 votos.

En este universo, por ejemplo, la flecha rebotó en una escama y se hizo añicos.

Colon se quedó mirando la cola puntiaguda del dragón que pasaba sobre ellos.

—He… fallado… —susurró—. ¡Pero si no podía fallar! —Miró a los otros dos con ojos enrojecidos—. ¡Era la jodida posibilidad desesperada de uno contra un millón!

El dragón movió las alas, su enorme mole giró sobre sí misma, y planeó sobre el tejado.

Zanahoria agarró a Nobby por la cintura y puso una mano sobre el hombro de Colon.

El sargento lloraba de rabia y frustración.

—¡La jodida posibilidad de uno contra un millón!

—Sargento…

El dragón lanzó su llamarada.

Era una línea de plasma perfectamente controlada. Atravesó el tejado como si fuera de mantequilla.

Atravesó el piso superior.

Atravesó los viejos maderos del suelo y los retorció como si fueran de papel. Perforó las cañerías.

Atravesó piso tras piso, como el puño de un dios furioso, y, al final, alcanzó la gran cuba de cobre que contenía miles de litros de whisky recién destilado.

Y también eso lo quemó.

Por fortuna, las posibilidades de que alguien sobreviviera a una explosión como la que siguió eran de uno contra un millón.

La bola de fuego brotó como…, como…, bueno, brotó. Brotó gigantesca, anaranjada, con franjas amarillas. Se llevó el tejado por delante y se envolvió en torno al atónito dragón, lanzándolo disparado por los aires en una nube hirviente de maderos astillados y trocitos de cañería.

La multitud contempló con admiración la llama superardiente que ascendió hacia el cielo, y apenas advirtió la presencia de Vimes que, jadeando y llorando, empujaba a todo el mundo al abrirse paso entre la marea de cuerpos.

Consiguió empujar también a los guardias de palacio, y se tambaleó tan deprisa como pudo por la plaza. Nadie le prestaba demasiada atención.

Se detuvo.

No era una roca, porque Ankh-Morpork se alzaba sobre terreno arcilloso. Era, sencillamente, un enorme cascote de cemento, sacado con toda probabilidad de algunos cimientos que contaban con cientos de años.

Ankh-Morpork era una ciudad tan antigua que, en su mayoría, estaba construida sobre Ankh-Morpork.

Lo habían arrastrado hasta el centro de la plaza, y lady Sybil Ramkin estaba encadenada a él. Parecía vestida con un camisón blanco y botas de goma. Su aspecto delataba que se había visto involucrada en una pelea, y Vimes sintió una punzada de compasión por los desgraciados que se hubieran enfrentado a ella. La mujer le dirigió una mirada de furia en estado puro.

—¡Usted!

—¡Usted!

Vimes blandió vagamente el cuchillo.

—Pero ¿qué hace…? —empezó.

—Capitán Vimes —le interrumpió bruscamente la mujer—, hágame el favor de dejar de sacudir esa cosa ante mis narices, ¡y úsela para lo que tiene que usarla!

Pero él no la estaba escuchando.

—¡Treinta dólares al mes! —murmuró—. ¡Por eso han muerto! ¡Por treinta dólares! Y yo hasta le puse una multa a Nobby, le quité parte de su sueldo. Pero tenía que hacerlo, ¡ese hombre dejaba que se oxidaran hasta los melones!

—¡Capitán Vimes!

Vimes consiguió concentrarse en el cuchillo.

—Oh —dijo—. Sí. Claro.

Era un buen cuchillo de acero, y las cadenas eran de hierro viejo y bastante oxidado. Las cortó con facilidad, arrancando chispas del cemento.

La multitud observaba en silencio, pero varios guardias del palacio corrieron hacia él.

—¿Qué demonios haces? —preguntó uno de ellos, que no tenía mucha imaginación.

—¿Qué demonios creéis que hacéis? —gruñó Vimes alzando la vista. Lo miraron.

—¿Qué?

Vimes siguió cortando las cadenas.

—Bien, tú lo has querido… —empezó uno de los guardias.

El codo de Vimes le acertó de pleno bajo la caja torácica. Antes de que se derrumbara, el pie de Vimes lo golpeó en las rodillas y lo obligó a levantar la barbilla, preparándolo para un segundo golpe con el codo.

—Bien —dijo, distraído.

Se frotó el codo. Le dolía a rabiar.

Se pasó el cuchillo a la otra mano y golpeó de nuevo las cadenas, consciente de que a sus espaldas se estaban reuniendo más guardias, pero corriendo con ese-paso especial que tenían sus colegas. Lo conocía bien, era un paso apresurado que decía, somos una docena, que empiece otro. Decía, parece dispuesto a matar, a mí no me pagan tanto como para que me deje matar, puedo correr muy despacio y entonces se escapará…

No había por qué estropear un buen día atrapando a alguien.

Lady Ramkin se sacudió los últimos restos de las cadenas. Empezaron a sonar aclamaciones, que fueron creciendo en volumen. Incluso en su estado de ánimo actual, el pueblo de Ankh-Morpork sabía valorar una buena actuación.

La mujer cogió un buen trozo de cadena y se envolvió con ella un puño regordete.

—Algunos de esos guardias no saben cómo tratar…—empezó.

—No hay tiempo para eso, ahora no —la interrumpió Vimes, cogiéndola por un brazo.

Era como tirar de una montaña.

De repente, la multitud dejó de aplaudir.

Se oyó un ruido tras Vimes. No era un ruido particularmente fuerte. Pero tenía esa peculiar cualidad desagradable. Era el sonido de cuatro garras posándose sobre las losas al mismo tiempo.

Vimes miró hacia atrás. Luego, hacia arriba.

La piel del dragón estaba cubierta de hollín. Tenía unos cuantos trozos de madera quemada todavía humeantes clavados en la piel. Las magníficas escamas de bronce estaban manchadas de negro.

Bajó la cabeza hasta que Vimes estuvo a un metro de sus ojos, y trató de concentrarse en él.

Probablemente no vale la pena correr, se dijo Vimes. Ni aunque tuviera fuerzas para hacerlo.