Vimes gimió. La criatura acababa de sobrevivir a algo que destrozaba las piedras. ¿Qué había que hacer para derrotarla? No se la puede atacar, pensó. No se la puede quemar, no se la puede machacar. No se puede hacer nada con ella.
El dragón aterrizó. No fue un aterrizaje perfecto. Un aterrizaje perfecto no habría derribado toda una hilera de casas. Fue lento, pareció durar una eternidad y trazar un surco sobre una considerable extensión de la calle.
Sacudiendo torpemente las alas, moviendo el cuello y lanzando llamaradas al azar, fue a estrellarse contra un montón de cascotes y vigas. En su sendero de destrucción se produjeron varios incendios.
Por fin, se detuvo y quedó casi enterrado bajo los restos de lo que había sido arquitectura.
El silencio que siguió sólo fue quebrado por los gritos de alguien que intentaba organizar la enésima cadena de cubos entre el río y los incendios más recientes.
Luego, la gente empezó a moverse.
Desde el aire, Ankh-Morpork debía de parecer un hormiguero, lleno de hileras de figuras negras que avanzaban hacia el dragón caído.
La mayoría tenían alguna arma.
Muchos tenían lanzas.
Algunos tenían espadas.
Todos tenían una intención.
—¿Sabéis una cosa? —dijo Vimes en voz alta—. Va a ser el primer dragón del mundo democráticamente asesinado. ¡Un hombre, un puñal!
—¡Pues tiene que detenerlos! ¡No puede permitir que lo maten! —exclamó lady Ramkin. Vimes se la quedó mirando.
—¿Cómo dice?
—¡Está herido!
—Señora, de eso se trataba, ¿no? Además, sólo está atontado —replicó Vimes.
—Quiero decir que no puede dejar que lo maten así —insistió lady Ramkin—. ¡Pobre cosita!
—Entonces, ¿qué quiere hacer? —casi gritó Vimes, que estaba perdiendo la paciencia—. ¿Darle una friega con uno de sus ungüentos y ponerle un cesto delante de la estufa?
—¡Es una carnicería!
—¡Por mí, perfecto!
—¡Pero se trata de un dragón! ¡No hacía más que comportarse como un dragón! Si lo hubieran dejado en paz, nunca habría venido aquí.
Estaba a punto de comérsela, pensó Vimes, y aun así sigue pensando de la misma manera. Titubeó. Quizá eso le diera derecho a exponer su opinión…
Se miraron, muy pálidos. En aquel momento, el sargento Colon se acercó a ellos, corriendo a saltitos nerviosos.
—¡Será mejor que vengas deprisa, capitán! —exclamó—. ¡Va a ser un asesinato!
Vimes hizo un gesto desdeñoso.
—Por lo que a mí respecta —murmuró, esquivando la mirada de Sybil Ramkin—, se lo tiene bien ganado.
—No es eso —replicó Colon—. Se trata de Zanahoria. Ha arrestado al dragón. Vimes tragó saliva.
—¿Cómo que lo ha arrestado? —consiguió decir—. No querrás decir lo que creo que quieres decir, ¿verdad?
—Pues es posible, señor —contestó Colon, inseguro—. Es posible. Se subió a los cascotes a toda velocidad, señor, agarró al dragón por un ala, y dijo «Te hemos trincado, tío». Ha sido increíble, señor. Y lo que vino después sí que no te lo vas a creer…
—¿El qué?
El sargento dio otro saltito nervioso.
—¿Sabes aquello que nos dices de que no hay que maltratar a los prisioneros…?
Era una viga bastante grande y pesada, y cortaba el aire con cierta lentitud, pero cuando golpeaba a alguien, ese alguien caía de espaldas y quedaba bien golpeado.
—Escuchad bien —dijo Zanahoria, echándose el casco hacia atrás pero sin soltar la viga—. No quiero tener que volver a repetirlo, ¿entendido?
Vimes se abrió camino a codazos entre la densa multitud, con la vista fija en la musculosa figura que se alzaba sobre el montón de cascotes y de dragón. Zanahoria se giró lentamente, esgrimiendo la viga como si se tratara de un bastón. Su mirada era como la luz de un faro. Allí donde se posaba, la gente bajaba las armas y se quedaba silenciosa e incómoda.
—He de advertiros —siguió Zanahoria—, que interferir con un oficial en el cumplimiento de su deber es un delito muy grave. Y el próximo que tire una piedra se va a enterar, os lo garantizo.
Una piedra se estrelló contra la parte trasera de su casco. Se oyeron varias carcajadas.
—¡Deja que le demos su merecido!
—¡Eso!
—¡No queremos que ningún guardia vaya por ahí dándonos órdenes!
—¿Quién guarda a los guardias?
—¿Eh? ¡Eso!
Vimes tiró del brazo del sargento.
—Ve a buscar cuerda. Mucha cuerda. Y lo más gruesa posible. Supongo que podemos…, yo qué sé, atarle las alas al cuerpo, quizá, y amarrarle las mandíbulas para que no pueda lanzar llamas.
Colon lo miró fijamente.
—¿Lo estás diciendo en serio, señor? ¿De verdad lo vamos a arrestar?
—¡Hazlo!
Ya lo hemos arrestado, pensó mientras se adelantaba entre la gente. Personalmente, me habría gustado más que fuera a caer al mar, pero ya lo hemos arrestado, y tenemos que presentar cargos o dejarlo libre.
Sintió que sus opiniones al respecto de la maldita criatura se evaporaban en presencia de la multitud. ¿Qué podían hacer con el dragón? Proporcionarle un juicio justo, pensó, y luego ejecutarlo. No matarlo. Eso es lo que hacen los héroes en los lugares donde no hay i ley. Pero en las ciudades no se puede pensar así. Mejor dicho, sí que se puede, pero si lo haces más vale que lo quemes todo y empieces de nuevo. Hay que hacerlo… según las leyes.
(Eso es. Lo hemos intentado todo. Ahora sólo nos queda probar con las leyes. Además, añadió mentalmente, ese que está ahí arriba es un guardia de la ciudad. Tenemos que apoyarnos mutuamente. Nadie puede meterse con nosotros.
Ante él, un hombre corpulento alzó un brazo con el que sostenía medio ladrillo.
—Si tiras ese ladrillo, eres hombre muerto —amenazó Vimes.
Luego se agachó y se escurrió apresuradamente entre la gente, de manera que cuando el potencial lanzador de ladrillos miró hacia atrás no lo vio.
Zanahoria había alzado la viga en gesto amenazador cuando Vimes consiguió trepar al montón de cascotes.
—Ah, hola, capitán Vimes —dijo al tiempo que la bajaba—. Es mi deber informarle de que he arrestado a este…
—Sí, ya lo veo —le interrumpió Vimes—. ¿Se te ocurre alguna sugerencia sobre lo que podemos hacer ahora?
—Oh, por supuesto, señor. Tengo que leerle sus derechos, señor.
—Aparte de eso.
—La verdad es que no, señor.
Vimes contempló las partes del dragón que resultaban visibles bajo los cascotes. ¿Cómo se podía matar a un monstruo así? Tardarían un día entero.
Un trozo de piedra rebotó contra su armadura.
—¿Quién ha sido?
La voz restalló como un látigo.
La multitud se quedó en silencio.
Sybil Ramkin subió a los restos del edificio, con los ojos brillantes de ira, y dirigió una mirada furiosa a la multitud.
—¡He preguntado que quién ha sido! ¡Si el que haya sido no lo confiesa, me voy a enfadar mucho! ¡Debería daros vergüenza a todos!
Había conseguido que le prestaran atención. Varios de los hombres que tenían piedras y otras cosas las.dejaron caer disimuladamente.
La brisa agitaba los restos de su camisón cuando la dama se dispuso a lanzar la arenga.
—El valeroso capitán Vimes…
—Oh, dioses —gimió Vimes entre dientes, echándose el casco sobre los ojos.
—… y sus osados hombres, se han tomado la molestia de venir aquí, a salvar vuestros…
Vimes agarró a Zanahoria por el brazo, y consiguió guiarlo hasta el otro lado del montón de cascotes.
—¿Se encuentra bien, capitán? —preguntó el muchacho—. Se ha puesto todo rojo.