—Ha muerto por una comosellame, por una metáfora.
—No sé —replicó Nobby—, a mí me parece que ha sido por el suelo. ¿Tienes fuego, sargento?
—Era lo que debía hacer, ¿verdad, señor? —preguntó Zanahoria con ansiedad—. Usted me dijo…
—Sí, sí —asintió Vimes—. No te preocupes.
Bajó una mano temblorosa y recogió la bolsa de cuero de Wonse. Dentro había un montón de piedras, todas agujereadas. Se preguntó para qué las habría querido el secretario.
Un ruido metálico a su espalda hizo que se diera la vuelta. El patricio había recogido la espada regia. Ante los ojos del capitán, el anciano arrancó de la pared el otro trozo. Había sido una fractura limpia.
—Capitán Vimes —dijo.
—¿Señor?
—¿Me permites ver esa espada?
Vimes se la tendió. En aquel momento, no se le ocurría qué otra cosa hacer. Probablemente, hiciera lo que hiciera, acabaría en el pozo de los escorpiones.
Lord Vetinari examinó detenidamente la antigua hoja.
—¿Cuánto tiempo hace que la tienes, capitán? —preguntó amablemente.
—No es mía, señor. Pertenece al agente Zanahoria.
—¿El agen…?
—Yo, señor, su señoría —dijo Zanahoria con un saludo marcial.
—Ah.
El patricio dio varias vueltas al arma, contemplándola con fascinación. Vimes sintió que el aire se espesaba a su alrededor, como si la historia se estuviera arremolinando en un momento concreto, pero no habría sabido decir por qué aunque le hubiera ido la vida en ello. Era uno de esos instantes en los que los pantalones del tiempo se bifurcaban, y si uno no tenía cuidado, podía acabar en la pernera equivocada…
Wonse se levantó en un mundo de sombras, con la mente llena de confusión gélida. Pero, en aquel momento, no podía pensar más que en la alta figura encapuchada que se erguía a su lado.
—Creí que estabais todos muertos —murmuró.
Aquel lugar era extrañamente tranquilo, los colores parecían desvaídos, amortiguados. Algo iba mal, rematadamente mal.
—¿Eres tú, Hermano Portero? —aventuró. La figura se acercó aún más.
METAFÓRICAMENTE —dijo.
… y el patricio tendió la espada a Zanahoria.
—Muy bien hecho, joven —dijo—. Capitán Vimes, sugiero que des el resto del día libre a tus hombres.
—Gracias, señor —asintió Vimes—. De acuerdo, muchachos, ya habéis oído a su señoría.
—Pero tú no, capitán. Tenemos que hablar de algunas cosas.
—¿Sí, señor? —dijo con inocencia.
Los guardias se apresuraron a marcharse, no sin dirigir a Vimes una mirada triste y compasiva.
El patricio se acercó hasta el borde del precipicio que se abría en el suelo, y miró hacia abajo.
—Pobre Wonse —dijo.
Vimes se quedó contemplando la pared.
—Sí, señor.
—La verdad, lo habría preferido vivo.
—¿Señor?
—Estaba equivocado, quizá, pero era un hombre muy útil. Su cabeza me habría sido de gran utilidad.
—Sí, señor.
—El resto lo habríamos tirado, claro.
—Sí, señor.
—Era un chiste, Vimes.
—Sí, señor.
—El pobre nunca entendió el funcionamiento di-los pasadizos secretos, ¿sabes?
—No, señor.
—Ese joven…, ¿has dicho que se llamaba Zanahoria?
—Sí, señor.
—Un buen muchacho. ¿Le gusta estar en la Guardia?
—Sí, señor. Se encuentra como en su casa, señor.
—Me has salvado la vida.
—¿Señor?
—Ven conmigo.
Echó a andar entre las ruinas del palacio. Vimes lo siguió hasta que llegaron al Despacho Oblongo. Estaba bastante limpio. La devastación no lo había afectado apenas, lo único anormal era la capa de polvo que lo cubría todo. El patricio se sentó, y de repente fue como si nunca se hubiera marchado. Vimes llegó a preguntarse si había salido de allí en algún momento.
El anciano cogió un montón de papeles y les sacudió el yeso de encima.
—Qué lástima —suspiró—. Lupine era un hombre muy prolijo.
—Sí, señor.
El patricio entrelazó los dedos de las manos y miró a Vimes por encima de ellas.
—Permite que te dé algunos consejos, capitán —dijo.
—¿Sí, señor?
—Quizá eso te ayude a comprender el mundo.
—Señor.
—Creo que la vida te resulta tan complicada porque piensas que hay gente buena y gente mala —empezó el hombre—. Pero te equivocas, desde luego. Únicamente hay gente mala, lo que pasa, es que algunas personas ocupan posiciones enfrentadas.
Hizo un gesto en dirección a la ciudad, y se acercó a una ventana.
—Es un inmenso mar de maldad —dijo, casi como hablar de una propiedad suya—. Poco profundo en algunas zonas, claro, pero enorme, terriblemente profundo en otras. Siempre hay gente como tú que construye frágiles barquitas de normas e intenciones vagamente buenas, y decís que eso es lo bueno, lo que triunfará al final. ¡Es increíble!
Dio una amable palmadita a Vimes en la espalda.
—Ahí abajo —siguió—, hay gente que seguirá a cualquier dragón, que adorará a cualquier dios, que cerrará los ojos ante cualquier iniquidad. Aceptarán toda maldad cotidiana. No es la maldad creativa, aguda, de los grandes pecadores, sino una especie de oscuridad masiva de las almas. Pecado sin originalidad, se podría decir. Aceptan el mal, no porque digan sí, sino porque no dicen no. Lo lamento si esto te ofende —añadió, dando unas palmaditas en el hombro del capitán—, pero los que son como tú nos necesitan.
—¿Sí, señor?
—Oh, sí. Somos los únicos que sabemos hacer funcionar las cosas. Verás, lo único que hacen bien las personas buenas es librarse de las malas. Eso lo hacéis de maravilla, desde luego. Pero lo malo es que es lo único que hacéis de maravilla. El primer día suenan las campanas porque ha caído el tirano, y al siguiente todo el mundo empieza a quejarse porque, desde que se fue el tirano, no funciona el servicio de recogida de basuras. Porque la gente mala sabe hacer planes. Se podría decir que es un requisito imprescindible para ser malo. Hasta el último tirano malévolo ha tenido un plan para dominar el mundo. En cambio, la gente buena no parece comprender el concepto.
—Eso es posible. ¡Pero en lo demás, estás equivoca do! —exclamó Vimes—. Lo que pasaba era que la te estaba asustada, aislada…
Se interrumpió. Las frases le sonaban vacías él mismo.
Se encogió de hombros.
—No son más que personas —terminó—. Se comportan como personas, señor.
Lord Vetinari le dirigió una sonrisa amistosa.
—Por supuesto, por supuesto —dijo—. Lo comprendo, tienes que creer eso. Si no, te volverías loco. Si no, empezarías a pensar que te encuentras en un puente más delgado que una pluma sobre los abismos del infierno. Si no, la existencia no sería más que una agonía oscura, y la única esperanza estaría en que no hubiera otra vida tras la muerte. Lo comprendo, créeme. —Contempló su escritorio y suspiró—. Y ahora —siguió—, tengo mucho trabajo por delante. Me temo que el pobre Wonse era un buen sirviente, pero un amo poco eficaz. Así que puedes marcharte. Procura dormir bien esta noche. Ah, y mañana, ven con tus hombres. La ciudad debe demostrar su agradecimiento.
—¿Que debe qué? —se sorprendió Vimes.
El patricio contempló un pergamino. Su voz ya volvía a tener los matices lejanos y distantes del que organiza, y planea, y controla.
—Su gratitud —dijo—. Después de cada victoria triunfal, tiene que haber héroes. Es esencial. Así todo el mundo sabrá que las cosas han acabado bien y se puede volver a la normalidad.