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—Por favor, sargento, adelante —pidió el patricio—. No es necesario que hagas tantas pausas. Todos somos conscientes de la magnitud de vuestra hazaña. • —Bien, señor. Bueno, señor…, lo primero es la cosa de las pagas.

—¿Las pagas? —dijo lord Vetinari.

Miró a Vimes, que miró a la nada.

El sargento alzó la cabeza. Tenía la expresión cándida de un hombre que quiere llegar al fondo do un asunto.

—Sí, señor —dijo—. Treinta dólares al mes. No esta bien. Nosotros pensamos… —Se humedeció los labios y miró a su espalda, a los otros dos, que le hacían vagas señales de aliento—. Nosotros pensamos que no estaría mal que la paga base fuera de…, eh…, ¿treinta y cinco dólares? ¿Al mes? —Vio la expresión pétrea del patricio—. Con incrementos según rango… ¿de cinco dólares?

Se humedeció los labios de nuevo, desconcertado por la cara del patricio.

—No aceptaremos menos de cuatro —dijo—. Y es definitivo. Lo siento, señoría, pero así están las cosas.

El patricio volvió a mirar el rostro impasible de Vimes, luego clavó la vista en los guardias.

—¿Eso es todo? —preguntó.

Nobby susurró algo al oído de Colon, y luego volvió precipitadamente a su lugar. El sudoroso sargento se aferró al casco como si fuera la única cosa real del mundo.

—Hay otra cosa, eminencia —dijo. El patricio sonrió, como quien sabe lo que le van a decir.

—Ah.

—Está la cuestión de la tetera. No es que fuera muy buena, claro, pero Errol se la comió. Costaba casi dos dólares. —Tragó saliva—. Si a su señoría le da igual, nos vendría muy bien una tetera nueva.

El patricio se inclinó hacia adelante, agarrándose a los brazos de la silla.

—Me gustaría que esto quedara claro —dijo con voz gélida—. ¿Debemos entender que estáis pidiendo un pequeño aumento de sueldo y un utensilio doméstico?

Zanahoria susurró algo al otro oído de Colon.

El sargento volvió los ojos enrojecidos hacia los dignatarios. El borde de su casco estaba dando más vueltas que un molino.

—Bueno —empezó—, lo que pasa es que algunas veces, cuando tenemos el rato de descanso para la cena, o cuando las cosas están tranquilas…, al final de la guardia, por ejemplo…, bueno, el caso es que nos apetece relajarnos un poco, descargar los nervios…

Su voz se desvaneció.

—¿Sí?

Colon tomó aliento.

—Supongo que un juego de dardos será mucho pedir…

El retumbante silencio que siguió fue quebrado por un sonido desconcertante.

A Vimes se le cayó el casco de entre las manos temblorosas. La placa pectoral de la armadura tembló cuando la risa contenida durante años brotó en oleadas irreprimibles. Se volvió hacia la hilera de consejeros, y rió, rió, rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

Se rió de su manera de levantarse, todos confusos y con cara de dignidad ultrajada.

Se rió del mundo, del bien y del mal.

Se rió, se rió, se rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

Nobby se acercó de nuevo al oído de Colon.

—Ya te lo dije —siseó—. Te dije que no colaría. Sabía que pedir un juego de dardos era pasarse. Ahora se han enfadado con nosotros.

Queridos padres [escribió Zanahoria], no os lo vais a creer, pero sólo llevo en la Guardia unas pocas semanas, y ya soy un agente de pleno derecho, no un aprendiz. El capitán Vimes dice que el patricio en persona pidió que me ascendieran, y también que esperaba que tuviera una larga trayectoria llena de éxitos en la guardia, que él seguiría con especial interés. Además me han subido el sueldo diez dólares y también hemos recibido una paga extra de veinte dólares que el capitán Vimes pagó de su bolsillo, me lo ha dicho el sargento Colon. Te adjunto el dinero. Me he guardado un poco porque fui a ver a Reet y la señora Palma me dijo que todas las chicas habían estado siguiendo mi trayectoria también con Gran Interés, y voy a ir a cenar con ellas en mi noche libre. El sargento Colon me ha explicado cómo se hace la corte, es muy interesante y no tan complicado como parece. Arresté a un dragón pero si-escapó. Espero que el señor Varneshi esté bien.

Soy muy feliz, de verdad.

Vuestro hijo, Zanahoria.

Vimes llamó a la puerta.

Advirtió que se había hecho todo un esfuerzo por adecentar la mansión de los Ramkin. El césped descuidado había sido arrancado de raíz. Un anciano estaba subido en una escalera, arreglando el estucado de las paredes, mientras que otro, con una paleta, definía bastante arbitrariamente la línea donde acababa el césped y habían empezado los antiguos lechos de flores.

Vimes se colocó el casco bajo el brazo, se echó el pelo hacia atrás, y llamó a la puerta. Había pensado en pedir al sargento Colon que lo acompañara, pero desechó la idea rápidamente. No habría soportado las risitas. Además, ¿de qué tenía miedo? Había estado ante las fauces de la muerte tres veces. Cuatro, si contaba lo de mandar callar a lord Vetinari.

Para su sorpresa, le abrió la puerta un mayordomo tan viejo que parecía que acabara de resucitarlo al llamar.

—¿Sí, señor? —preguntó.

—Soy el capitán Vimes, de la Guardia de la ciudad —respondió.

El hombre lo examinó de arriba abajo.

—Oh, sí —asintió—. La señora me avisó de su llegada. Creo que la señora está con sus dragones. Si quiere esperar aquí, iré a…

—Ya conozco el camino —replicó Vimes.

Echó a andar por el sendero.

Los cobertizos estaban hechos un desastre. Los troncos y los cajones astillados estaban dispersos por todas partes. Unos pocos dragones de pantano silbaron en tono de saludo tristemente.

Un par de mujeres se movían entre las cajas. Eran damas, desde luego. Iban demasiado descuidadas como para ser simples mujeres. Ninguna mujer normal habría soñado con dejarse ver tan desaliñada: para llevar ropas como aquéllas hacía falta la confianza absoluta que da saber quién fue el tatarabuelo de tu tatarabuelo. Y eran, como no pudo dejar de advertir Vimes, ropas de una calidad increíble, o al menos lo habían sido en el pasado; ropas compradas por los padres, pero tan caras y de tanta calidad que nunca se las ponían, e iban pasando de mano en mano, como la porcelana antigua y las cuberterías de plata maciza.

Criadoras de dragones, pensó. Se nota a la legua. Tienen un algo especial. Es esa manera de llevar los pañuelos de seda, las viejas chaquetas de mezclilla y las botas de montar de su abuelo. Y ese olor, claro.

Una mujer menuda, con un rostro que parecía de cuero curtido, clavó la vista en él.

—Ah —dijo—, usted debe de ser el valeroso capitán. —Se remetió un mechón de pelo blanco bajo el pañuelo de la cabeza, y extendió una morena manecita surcada de venas—. Soy Brenda Rodley. Esa de ahí es Rosie Devant-Molei. Dirige el refugio para dragones, ¿sabe?

La otra mujer, que tenía aspecto de poder levantar un carromato con una mano y cambiarle las ruedas con la otra, le dirigió una amable sonrisa.

—Samuel Vimes —dijo Vimes débilmente.

—Mi padre también se llamaba Sam —asintió Brenda—. Él decía que siempre se puede confiar en un Sam.—Hizo unos gestos a un dragón para que volviera a su caja—. Estamos echando una mano a Sybil. Como viejas amigas, ya sabe. Su colección está dispersa, los pequeños monstruitos se han escapado por toda la ciudad. Pero seguro que vuelven en cuanto tengan hambre. Qué estirpe, ¿eh?

—¿Perdón?

—Sybil cree que fue una especie de mutación, pero seguro que en dos o tres generaciones recuperamos la línea genética. Mis técnicas son famosas, ¿sabe? —dijo—. Sería increíble. Toda una nueva subespecie de dragones.

Vimes imaginó cientos de balas blancas surcando los cielos.