—Sí, y todo lo demás —se burló Nobby.
—No, eso fue todo lo que le dije.
—Pues debes de tener un tono de voz muy convincente.
—Ah. Bueno, muchachos, disfrutad mientras dure —indicó Colon.
Bebieron con gesto pensativo. Era un momento de paz suprema, unos pocos minutos arrebatados a las realidades de la vida real. Era un mordisco a la fruta robada, y como tal lo disfrutaron. En toda la ciudad no parecia haber nadie peleando, apuñalando o armando broncas, y por el momento casi podían imaginar que aquella maravillosa situación duraría cierto tiempo.
Aunque no fuera así, siempre les quedaban los recuerdos agradables. Recuerdos de correr y que la gente se apartara a su paso. Recuerdos de las expresiones horrorizadas de los guardias de palacio. Recuerdos de habían triunfado allí donde habían fracasado ladrones, héroes y dioses. Recuerdos de haber hecho las cosas casi bien Nobby dejó la jarra en la repisa de una ventana, dando unas pataditas al suelo para que los pies le entraran en calor, y se echó aliento a los dedos. Sólo tuvo que buscar unos instantes detrás de su oreja para dar con un fragmento de cigarrillo.
—Qué días, ¿eh? —suspiró Colon satisfecho, mientras la llama de una cerilla los iluminaba a los tres.
Los otros asintieron. El día anterior parecía haber transcurrido un siglo antes. Pero cosas como aquéllas no se podían olvidar, sucediera lo que sucediera en adelante.
—No quiero volver a ver un jodido rey en lo que me queda de vida —dijo Nobby.
—La verdad, no creo que fuera un rey —replicó Zanahoria.
—Ya no quedan reyes de verdad —dijo Colon, sin lamentarlo demasiado.
Diez dólares más al mes estaban cambiando su vida. La señora Colon se comportaba de manera muy diferente con un hombre capaz de aportar al hogar diez dólares más al mes. Las notas que le dejaba en la mesa de la cocina eran mucho más cariñosas.
—No, pero lo que quiero decir es que no hay nada de raro en tener una espada antigua —indicó Zanahoria—. Ni una marca de nacimiento. Yo mismo tengo una marca de nacimiento en el brazo.
—Mi hermano también tiene una —aportó Colon—. Parece un barco.
—La mía parece más bien una corona —dijo Zanahoria.
—Ah, claro, y por eso eres un rey —sonrió Nobby—. Es evidente.
—No veo por qué. Mi hermano no es almirante —razonó Colon.
—Y también tengo esta espada —siguió el muchacho.
La desenfundó. Colon la cogió de entre sus manos y la examinó a la luz que salía por la puerta del Tambor. La hoja era roma y corta, estaba mellada como una sierra. Parecía muy bien hecha, y quizá en el pasado hubiera lucido una inscripción, pero ahora el uso la había vuelto indescifrable.
—Bonita espada —dijo, pensativo—. Tiene buen equilibrio.
—Pero no es una espada de rey —replicó Zanahoria—. Las espadas de los reyes son brillantes, mágicas, tienen piedras preciosas y cuando las sostienes en alto reflejan la luz, ting.
—Ting —asintió Colon—. Sí. Supongo que sí.
—Lo que quiero decir, es que no se puede ir por ahí dando tronos a la gente sólo por cosas como ésas —siguió el muchacho—. Eso es lo que dijo el capitán Vimes.
—Pero lo de ser rey es un buen empleo —indicó Nobby—. Se trabaja pocas horas.
—¿Mmm?
Por unos momentos, Colon se había perdido en un pequeño mundo de especulaciones. Los reyes de verdad tenían espadas brillantes, obviamente. Pero, pero, pero quizá los reyes de verdad, en el pasado, preferían las espadas que no se andarán con zarandajas de luces, sino que fueran condenadamente eficaces cortando cosas. Pero no era nada más que una idea.
—Decía que ser rey es un buen empleo, que se trabaja pocas horas —repitió Nobby.
—Sí, sí, pero también se vive pocos años —señaló el sargento.
Miró pensativo a Zanahoria.
—Ah. Claro, eso es verdad.
—En cualquier caso, mi padre dice que ser rey es un trabajo muy duro —intervino el muchacho—. Hay que supervisar montones de cosas. —Se acabó la cerveza—. No es un trabajo para gente como nosotros. Nosotros… —Alzó la vista con orgullo—. Nosotros somos guardias. ¿Te encuentras bien, sargento?
—¿Eh? ¿Qué? Oh. Sí.
Colon se encogió de hombros. Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Quizá las cosas se hubieran resuelto de la manera más conveniente. Apuró la jarra de cerveza.
—Será mejor que nos vayamos —dijo—. ¿Qué hora es?
—Las doce en punto —contestó Zanahoria.
—¿Algo más?
El muchacho pensó un instante.
—¿Y sereno? —aventuró.
—Exacto. Sólo estaba haciendo una prueba.
—¿Sabes una cosa? —dijo Nobby—. Tal como tú lo dices, chico, uno casi se podría creer que es verdad.
Contemplemos la escena desde lejos, cada vez desde más lejos.
Esto es el Disco, mundo y espejo de mundos, que viaja por el espacio sobre los lomos de cuatro elefantes gigantescos, de pie a su vez sobre el caparazón de Gran A’Tuin, la Tortuga Celestial. Por toda la Periferia de este mundo, el océano se derrama incesantemente hacia la noche. En su eje se alza la pica del Cori Celesti, en cuyas brillantes alturas los dioses juegan con los destinos de los hombres…
… aunque no se sabe cuáles son las reglas.
En un extremo del Disco, empezaba a salir el sol. La luz de la mañana fluyó por el puzzle de mares y continentes, pero muy despacio, porque la luz se demora cuando se encuentra con un campo de magia.
En el otro extremo, donde la vieja luz del ocaso apenas había tenido tiempo de desaparecer de los valles más profundos, dos motas, una pequeña y otra grande, salieron volando de entre las sombras, planearon sobre las cataratas de la periferia, y se adentraron con decisión en las estrelladas profundidades del espacio.
Quizá la magia perduraría. Quizá no. Pero ¿acaso hay algo que dure para siempre?