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—Desde luego; a mí me han educado de manera muy distinta— intervino sonriente la hija mayor, la hermosa condesa Vera.

Pero, al contrario de lo que suele ocurrir, la sonrisa no embellecía el rostro de Vera, parecía poco natural y por eso desagradable.

Vera, la mayor, era hermosa, lista, fue buena alumna y estaba bien educada; su voz resultaba agradable, cuanto decía era sensato y oportuno. Pero, cosa extraña, ambas, la visitante y la condesa, la miraron como asombradas de que hubiera hablado de esa forma y se sintieron violentas.

—Siempre es así con los hijos mayores; queremos hacer de ellos algo extraordinario— dijo madame Karáguina.

—¿Por qué ocultarlo, ma chère? La condesa se pasaba con Vera— dijo el conde. —Pero, bueno, a pesar de ello, es una muchacha excelente— añadió guiñando el ojo hacia Vera en signo de aprobación.

Los visitantes se levantaron y se despidieron, prometiendo volver para la comida.

—¡Vaya maneras! ¡Creí que no se iban nunca!— comentó la condesa, después de haberlas acompañado.

X

Cuando Natasha salió corriendo del salón, llegó sólo hasta el invernadero. Se detuvo allí escuchando las conversaciones y esperando a Borís. Comenzaba ya a impacientarse, golpeó el suelo con el pie a punto de llorar porque no venía pronto, cuando oyó los pasos del joven, ni lentos ni rápidos, sino comedidos. Natasha se escondió rápidamente tras los maceteros.

Borís se detuvo en medio del invernadero, echó una mirada en torno, sacudió una mota de la manga de su uniforme, se acercó al espejo y quedó mirando su rostro. Natasha lo contemplaba sin moverse de su escondite, espiando lo que iba a hacer. Borís permaneció un rato ante el espejo, sonrió y se dirigió a la puerta de salida. Natasha quiso llamarlo, pero se arrepintió. “Que me busque", se dijo.

Apenas hubo salido Borís, por la otra puerta apareció Sonia, muy sofocada murmurando entre lágrimas palabras iracundas. Natasha reprimió su primer impulso de dirigirse a ella y permaneció en su atalaya, mirando, como si un gorro mágico la hiciera invisible, lo que sucedía. Experimentaba un placer nuevo y especial. Sonia murmuraba algo, con la mirada vuelta hacia la puerta del salón.

En el umbral apareció Nikolái.

—¿Qué te ocurre, Sonia? ¿Es posible esto?— dijo, corriendo hacia ella.

—¡Nada, nada, déjeme!— Sonia rompió en sollozos.

—No: ya sé de qué se trata.

—Pues si lo sabe, magnífico, vaya con ella.

—¡Sonia, una palabra! ¿Es posible que los dos suframos por una tontería?— dijo Nikolái, tomándole la mano. Sonia no la retiró y dejó de llorar.

Natasha, sin moverse y casi sin respirar, miraba desde su escondite con ojos brillantes. “¿Qué pasará ahora?”, pensaba.

—Sonia, nada del mundo me importa: tú lo eres todo para mí— decía Nikolái. —Te lo probaré.

—No me gusta que hables así.

—Bien, no lo haré más. Perdóname, Sonia.

La atrajo hacia sí y la besó.

“¡Ah, qué bien!”, pensó Natasha. Y cuando Sonia y Nikolái salieron del invernadero, los siguió y llamó a Borís.

—Borís, venga aquí— dijo, con aire de importancia y malicia. —Tengo que decirle una cosa. Aquí, aquí.

Lo condujo al invernadero, al mismo sitio entre los maceteros tras los cuales estuvo escondida. Borís la seguía sonriente.

—¿De qué cosase trata?— preguntó.

Ella se azoró; miró en derredor, y reparando en su muñeca, tirada en un macetero, la tomó en sus manos.

—Bésela— dijo.

Borís, con ojos atentos y cariñosos, miró el rostro animado de la muchacha y no respondió.

—¿No quiere? Entonces, venga aquí— y adentrándose entre las flores, tiró la muñeca. —Más cerca, más cerca— susurraba. Apresó al oficial por el revés de las mangas; en su rostro arrebolado se leía la solemnidad y el temor. —Y a mí... ¿quiere besarme?— murmuró con voz muy queda, mirándolo de reojo, sonriendo y a punto de llorar por la emoción.

Borís enrojeció.

—¡Qué ocurrencia!— dijo, inclinándose hacia ella y ruborizándose todavía más, sin moverse, esperando.

Ella saltó sobre un macetero, de tal manera que se encontró más alta que el joven, y, rodeándolo con los brazos delgados y desnudos, con un movimiento de cabeza echó hacia atrás los cabellos y lo besó en los labios.

Se deslizó después entre los maceteros, hacia la otra parte de las plantas, y, bajando la cabeza, se detuvo.

—Natasha— dijo Borís, —usted sabe que la amo, pero...

—¿Está enamorado de mí?— lo interrumpió ella.

—Sí, estoy enamorado... pero, le suplico... no volvamos a hacer lo que hemos hecho... Esperemos cuatro años... Entonces pediré su mano.

Natasha reflexionó.

—Trece, catorce, quince, dieciséis...— dijo, contando con los afilados deditos. —¡Bien! ¿Decidido?

Y una sonrisa de alegría y tranquilidad iluminó su animado rostro.

—Decidido— dijo Borís.

—¿Para siempre?— añadió. —¿Hasta la muerte?

Y tomándolo del brazo, con el rostro resplandeciente de felicidad, salió lentamente hacia la sala de los divanes.

XI

La condesa estaba tan cansada de las visitas que dio orden de no recibir a nadie más, y el portero fue encargado de invitar a comer a cuantos viniesen a felicitarla.

Deseaba la condesa conversar a solas con su amiga de la infancia, la princesa Anna Mijáilovna, a la que no había vuelto a ver desde que ésta volviera de San Petersburgo. Anna Mijáilovna, con su rostro atractivo, ajado por las lágrimas, se acercó más al sillón de la condesa.

—Seré completamente sincera contigo— dijo Anna Mijáilovna; —ya no nos quedan muchos amigos viejos... por eso estimo tanto tu amistad.

Anna Mijáilovna miró a Vera y se detuvo. La condesa estrechó la mano de su amiga.

—Vera— dijo, volviéndose a su hija mayor, que no era, evidentemente, la preferida, —no os dais cuenta de nada, ¿no ves que estás de más aquí? Vete con tus hermanas o...

La hermosa Vera sonrió desdeñosamente, pero no pareció ofendida.

—Si me lo hubiera dicho antes, maman, me habría ido— y se dirigió hacia su cuarto.

Pero al atravesar el salón de los divanes vio cerca de cada ventana a dos parejas simétricamente sentadas. Se detuvo y sonrió con desprecio. Sonia estaba muy cerca de Nikolái, que copiaba para ella unos versos, los primeros que componía. Borís y Natasha sentados cerca de la otra ventana callaron al entrar Vera: Sonia y Natasha la miraron con caras culpables y felices.

Era conmovedor y divertido contemplar a esas chiquillas enamoradas, pero su vista no agradó a Vera.

—¿Cuántas veces os he pedido que no toquéis lo que es mío?— dijo. —Ya tenéis vuestras habitaciones.

Y cogió el tintero del que se servía Nikolái.

—Un momento, un momento— dijo él, mojando la pluma.

—No sabéis hacer nada a derechas— continuó Vera. —Hace poco entrasteis en el salón de tal manera que todos se avergonzaron de veras.

Aunque lo que decía era justo (o tal vez porque lo era) ninguno replicó, y los cuatro se miraron. Vera se detuvo en la habitación con el tintero en la mano.

—¿Qué secretos puede haber a vuestra edad entre Natasha y Borís y entre vosotros? Todo eso son tonterías.

—Pero ¿a ti qué te importa, Vera?— dijo Natasha con voz dulce como intercediendo.

Aquel día se sentía más bondadosa y cariñosa con todos que nunca.

—Es una gran tontería— repitió Vera, —me avergüenzo de vosotros. ¡Qué secretos ni que...!

—Cada uno tiene sus secretos, nosotros no nos metemos contigo y con Berg— respondió acaloradamente Natasha.