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La madre compuso lo mejor que pudo los pliegues de su vestido de seda teñida, se miró en el gran espejo de Venecia colgado en la pared y, animosamente, con sus desgastados zapatos, avanzó por la alfombra de la escalera.

—Mon cher, vous m’avez promis... 76— dijo de nuevo a su hijo, tocándolo en el brazo.

Borís la seguía dócilmente, con los ojos bajos.

Entraron en la sala, una de cuyas puertas conducía a las habitaciones destinadas al príncipe Vasili.

Cuando madre e hijo, llegados al centro de la estancia, iban a preguntar el camino al viejo criado que se había puesto en pie al verlos entrar, giró la manilla de bronce de una de las puertas y el príncipe Vasili, ataviado en plan casero con una chaqueta de terciopelo y una sola condecoración, salió acompañando a un señor bien parecido, de cabellos negros. Era Lorrain, el célebre médico de San Petersburgo.

—C’est done positif? 77— preguntó el príncipe.

—Mon prince, “errare humanum est”, mais...— replicó el médico pronunciando con acento francés las palabras latinas.

—C’est bien, c’est bien...

Y reparando en Anna Mijáilovna y en su hijo, el príncipe Vasili, con un saludo, despidió al médico y, en silencio pero con un gesto de interrogación, se aproximó a ellos. Borís notó que los ojos de su madre expresaron de pronto un profundo dolor y sonrió levemente.

—En qué tristes circunstancias nos encontramos, príncipe... Dígame, ¿cómo se encuentra nuestro querido enfermo?— preguntó Anna Mijáilovna como si no reparase en la mirada fría y ofensiva fijada en ella.

El príncipe Vasili la miró interrogativo, como perplejo, y se volvió después hacia Borís, quien lo saludó cortésmente.

Sin responder al saludo, el príncipe Vasili se volvió de nuevo hacia Anna Mijáilovna y contestó a su pregunta con un movimiento de cabeza y labios que quería decir: “No hay ninguna esperanza de curación”.

—¿Es posible?— exclamó Anna Mijáilovna. —¡Oh, es terrible! Da miedo pensar...— y añadió señalando a Borís: —Es mi hijo. Quería agradecerle personalmente...

Una vez más, Borís saludó correctamente.

—Crea, príncipe, que el corazón de una madre no olvidará nunca lo que hizo por nosotros.

—Me alegro de haber podido complacerla, querida Anna Mijáilovna— dijo el príncipe Vasili ajustando la chorrera y dándose mucha mayor importancia ante su protegida aquí en Moscú que en la velada de Annette Scherer en San Petersburgo. —Procure servir fielmente y ser digno de la carrera de las armas— añadió severamente, volviéndose a Borís. —Me alegro... ¿Está aquí de permiso?— preguntó con su tono indiferente.

—Excelencia, espero órdenes para dirigirme a mi nuevo destino— respondió Borís, sin mostrar disgusto por el tono rudo del príncipe ni deseos de entablar conversación, pero con tal tranquilidad y respeto que el príncipe lo miró con fijeza.

—¿Vive con su madre?

—Vivo en casa de la condesa Rostova— replicó Borís. Y añadió: —Excelencia.

—Es aquel Iliá Rostov que se casó con Natalia Shinshina— explicó Anna Mijáilovna.

—Lo sé, lo sé— dijo el príncipe Vasili con monótona voz. —Je n’ai jamais pu concevoir comment Nathalie s’est décidé à épouser cet ours mal léché! Un personnage complétement stupide et ridicule. Et joueur, à ce qu’on dit. 78

—Mais tres brave homme, mon prince 79— observó Anna Mijáilovna, sonriendo tiernamente, como dando a entender que el conde Rostov merecía esa opinión, pero que ella pedía indulgencia para el pobre viejo. —¿Qué dicen los médicos?— preguntó la princesa tras un breve silencio, mientras su rostro lacrimoso expresó de nuevo un profundo dolor.

—Pocas esperanzas— dijo el príncipe.

—¡Y yo que habría querido agradecer una vez más a mi tío todo el bien que nos ha hecho a Borís y a mí! C'est son filleul 80— añadió, como si creyese que esta noticia alegraría extraordinariamente al príncipe.

El príncipe Vasili reflexionó unos instantes y frunció el ceño. Anna Mijáilovna comprendió que temía hallarse con un rival para el testamento del conde Bezújov y se apresuró a tranquilizarlo.

—Si no fuese por mi sincero afecto y devoción por el tío...— dijo acentuando estas últimas palabras con firmeza y negligentemente; —conozco su noble carácter, tan recto, pero las condesas quedan solas con él... son todavía tan jóvenes...— inclinó la cabeza y dijo a media voz: —¿Ha cumplido sus últimos deberes, príncipe? ¡Qué preciosos son esos últimos momentos! Eso no le hará daño; es preciso prepararlo, si se encuentra tan mal. Nosotras las mujeres, príncipe— y sonrió con ternura, —sabemos siempre cómo hablar de esas cosas. Es necesario que yo lo vea, por triste que sea para mí, pero ya estoy acostumbrada a sufrir.

El príncipe comprendió, como había entendido en la velada de Annette Scherer, que sería difícil desembarazarse de Anna Mijáilovna.

—¿No resultará penosa para el enfermo, querida Anna Mijáilovna, esa entrevista? Esperemos hasta la tarde, el médico anuncia una crisis.

—Pero príncipe..., no se puede esperar cuando se llega a ciertos extremos. Pensez, il y va de la salut de son âme... Ah! c’est terrible, les devoirs d’un chrétien... 81

Se abrió la puerta de una de las habitaciones interiores y apareció una de las princesas, sobrinas del conde. Tenía un aspecto sombrío y gélido y su cuerpo, del cuello al talle, asombraba por su largura comparada con las piernas.

El príncipe Vasili se volvió a ella.

—¿Cómo sigue?

—Igual. Y cómo quiere, con ese ruido...— dijo la princesa, mirando a Anna Mijáilovna como a una desconocida.

—Ah, chère, je ne vous reconnaisais pas!— irrumpió con una feliz sonrisa Anna Mijáilovna, acercándose con ligeros pasos a la sobrina del conde. —Je viens d'arriver et je suis à vous pour vous aider à soigner “mon oncle”... J’imagine combien vous avez souffert— añadió, levantando al cielo sus ojos llenos de compasión. 82

La princesa no contestó, ni sonrió siquiera, retirándose acto seguido. Anna Mijáilovna se quitó los guantes y con gesto de vencedora tomó asiento en un sillón e invitó al príncipe Vasili a sentarse junto a ella.

—Borís— dijo con una sonrisa a su hijo, —yo pasaré a ver al conde, mi tío, y tú, mon ami, vete entretanto con Pierre y no te olvides de la invitación de los Rostov. Lo invitan a comer. Supongo que no irá— dijo al príncipe.

—Todo lo contrario— replicó el príncipe, que estaba visiblemente malhumorado. —Je serais très content si vous me débarrassez de ce jeune homme... 83No hace nada aquí. El conde no ha preguntado por él ni una sola vez.

Se encogió de hombros. Un criado acompañó a Borís al vestíbulo y por otra escalera lo condujo a la habitación de Pierre Kirílovich.

XIII

Pierre no había tenido tiempo de encontrar un puesto de su agrado en San Petersburgo y fue expulsado de allí por conducta turbulenta. La historia referida en el salón de la condesa de Rostov era verdad. Pierre había ayudado a sujetar al comisario a la espalda del oso. Acababa de llegar a Moscú hacía unos días y, como de costumbre, se alojaba en casa de su padre. A pesar de que suponía que el escándalo era ya conocido en Moscú y que las damas que rodeaban a su padre —siempre mal dispuestas hacia él— aprovecharían la ocasión para encizañar al conde, el día de su llegada se dirigió a las habitaciones paternas. Al entrar en la sala donde habitualmente se reunían las princesas saludó a las jóvenes, sentadas con sus labores, mientras una de ellas leía un libro en voz alta. Eran tres: la mayor, muy atildada, de alto talle y aire severo, la misma que saliera al encuentro de Anna Mijáilovna, era la que se encargaba de leer. Las menores, entrambas de rosadas mejillas y bonitas, que se distinguían entre sí únicamente por un lunar que una de ellas tenía sobre el labio, dándole mayor atractivo, bordaban en bastidor. Pierre fue recibido como un muerto o un apestado. La mayor de las princesas interrumpió la lectura y se quedó mirándolo sin decir una palabra con los ojos asustados. La segunda (la que no tenía el lunar) adoptó la misma expresión. La más joven, la del lunar, de carácter más alegre y burlón, se inclinó sobre su labor para disimular la sonrisa, seguramente provocada por aquella escena cuyo lado cómico adivinaba. Tiró, por debajo del bastidor, de los cabos y se inclinó como si quisiese examinar el dibujo, reprimiendo apenas su hilaridad.