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La segunda de las princesas salió de la habitación del enfermo con los ojos llenos de lágrimas y tomó asiento al lado del doctor Lorrain, que, en gentil postura, con el codo apoyado en una mesa, estaba sentado bajo el retrato de Catalina II.

—Très beau— dijo el médico, respondiendo a una pregunta sobre el tiempo, —très beau, princesse, et puis à Moscou on se croit à la campagne. 95

—N’est-ce pas? 96— suspiró la princesa. —Entonces, ¿puede beber?

Lorrain quedó pensativo.

—¿Ha tomado la medicina?

—Sí.

El médico miró su reloj.

—Tome un vaso con agua hervida y ponga une pincée 97— con afilados dedos indicó lo que significaba une pincéede crémor tártaro...

—No se conoce el caso de haber sobrevivido a un tercer ataque— comentaba un médico alemán hablando con un ayudante de campo.

—¡Qué hombre más apuesto era hace poco!— dijo el ayudante de campo. —Y ahora, ¿a quién pasará toda esta fortuna?— agregó en un susurro.

—Ya aparecerán los voluntarios— replicó sonriendo el alemán.

Se volvieron todos hacia la puerta, que se abrió de nuevo para dar paso a la segunda princesa, que llevaba al enfermo la poción ordenada por Lorrain.

El doctor alemán se acercó a Lorrain.

—¿Llegará hasta mañana por la mañana?— preguntó hablando mal en francés.

Lorrain apretó los labios y agitó nerviosa y negativamente un dedo delante de la nariz.

—Esta noche, lo más tardar— murmuró en voz baja, con una discreta sonrisa en la que se traslucía su satisfacción por comprender y expresar claramente la situación del enfermo. Y se alejó.

Entretanto, el príncipe Vasili abría la puerta de la habitación de la princesa.

La estancia estaba en penumbra, sólo dos lamparillas ardían ante los iconos; olía agradablemente a incienso y flores. Toda la habitación estaba llena de pequeños muebles, mesitas y armaritos; detrás de un biombo se veía la blanca cubierta de un lecho muy alto y mullido. Ladró un perrito.

Ah, ¿es usted, mon cousin?

La princesa se levantó, se arregló los cabellos, que siempre, aun ahora, llevaba completamente alisados, como si estuviesen pegados al cráneo y cubiertos de barniz.

—¿Ha sucedido algo?— preguntó. —Estoy tan asustada...

—No, nada; sigue lo mismo. He venido a hablar contigo de un asunto serio, Catiche— dijo el príncipe con aire cansado sentándose en la butaca dejada por ella. —¡Qué calor hace! Ea, siéntate aquí, causons.

—Creí que había ocurrido algo— dijo la princesa. Y, con su invariable expresión de pétrea severidad, tomó asiento frente al príncipe, dispuesta a escuchar. —Me gustaría dormir, mon cousin, pero no puedo.

—¿Qué hay, querida?— preguntó el príncipe Vasili, tomando la mano de la princesa y doblándola hacia abajo, como por costumbre.

Evidentemente aquel “¿qué hay?” se refería a muchas cosas que ambos comprendían bien sin necesidad de palabras.

La princesa, con su busto seco y largo en comparación con las piernas, miraba directa y fríamente al príncipe con sus ojos saltones y grises. Movió la cabeza, suspiró y se volvió hacia los iconos. Su gesto podría expresar tristeza y devoción o cansancio y esperanza en un próximo reposo. El príncipe Vasili vio en él un signo de fatiga.

—¿Y crees que todo esto es más fácil para mí? Je suis éreinté comme un cheval de poste; 98y, a pesar de todo, debo hablarte, Catiche, y muy seriamente.

El príncipe Vasili calló. Sus mejillas temblaron nerviosamente, bien a un lado, bien al otro, lo que le dio una expresión desagradable que no se le conocía en el mundo de los salones. Tampoco sus ojos eran como de costumbre: ya miraba con irónica insolencia, ya con temor.

La princesa, que acariciaba con sus manos secas y delgadas al perrito recogido en sus rodillas, miraba directamente al príncipe Vasili; pero era evidente que no rompería el silencio con una pregunta aunque tuviera que esperar hasta la mañana.

—Ya ve, querida princesa y prima Catalina Semiónovna— prosiguió el príncipe Vasili, no sin esfuerzo, reanudando el hilo de sus palabras: —en momentos como éste hay que pensar en todo. En el porvenir, en vosotras... Os quiero a todas como a mis hijos, tú lo sabes.

La princesa seguía mirándolo con la misma mirada opaca e inmóvil.

—En fin, tengo que pensar también en mi familia— continuó el príncipe Vasili enfadado, sin mirarla, y apartando nerviosamente la mesita. —Tú, Catiche, sabes que vosotras, las tres hermanas Mámontov, y mi mujer sois las herederas directas del conde. Ya sé, ya sé que te resulta penoso pensar y hablar de estas cosas; tampoco para mí es fácil; pero, querida amiga, ya paso de los cincuenta y debo estar preparado para todo. ¿Sabes que he mandado llamar a Pierre porque el conde, indicando su retrato, exigió que viniera?

El príncipe miró a la princesa como preguntándole, pero no pudo comprender si lo había entendido o si simplemente lo estaba mirando...

—Sólo una cosa pido a Dios, mon cousin, que sea misericordioso con él y permita a su hermosa alma abandonar tranquilamente esta...

—Sí, eso está bien, está bien— prosiguió impaciente el príncipe Vasili, frotándose la calva y acercando con ira la mesita que antes había empujado. —Pero, en fin... De lo que se trata, tú lo sabes, es que el pasado invierno el conde hizo un testamento por el que deja todos sus bienes a Pierre, en perjuicio de sus herederos directos y de nosotros...

—¡Pues no ha escrito ya pocos testamentos!— replicó tranquilamente la princesa. —Pero no puede legar nada a Pierre. Es un hijo ilegítimo.

—Ma chère— dijo de improviso el príncipe Vasili, acercando hacia él la mesita, animándose y comenzando a hablar más deprisa; —pero ¿y si ha escrito al Emperador pidiéndole la autorización para reconocer a Pierre? Compréndelo: vistos los méritos del conde, su petición será atendida...

La princesa sonrió como lo hacen quienes creen saber algo mucho mejor que aquel con quien hablan.

—Te diré más— añadió el príncipe Vasili, tomándole la mano. —La carta está escrita, y, aunque no ha sido enviada todavía, el Emperador sabe que existe. Lo importante es saber si fue destruida. Si no, cuando todo haya terminado— el príncipe Vasili suspiró, dando a entender qué pretendía decir con esas palabras de todo haya terminado—se abrirán los papeles del conde, el testamento y la carta serán entregados al Emperador y seguramente se respetará su deseo. Pierre, como hijo legítimo, lo recibirá todo.

—¿Y nuestra parte?— preguntó la princesa sonriendo irónicamente, como si creyera que todo era posible menos aquello.

—Mais, ma pauvre Catiche, c’est clair comme le jour 99. Pierre será el único heredero legal de todo, y vosotras no recibiréis absolutamente nada. Tú debes saber, querida, si el testamento y la carta han sido escritos o si han sido destruidos. Y si por cualquier motivo fueron olvidados, tú tienes que saber dónde están y encontrarlos, porque...

—¡Es lo único que faltaba!— lo interrumpió la princesa con sarcástica sonrisa y sin variar la expresión de sus ojos. —Soy mujer, y según vosotros todas las mujeres somos estúpidas, pero sé muy bien que un hijo ilegítimo no puede heredar... Un bâtard— añadió, creyendo que traduciendo esta palabra convencería al príncipe de su sinrazón.

—¿Cómo no lo entiendes, Catiche? ¡Con lo inteligente que eres! ¿Cómo no entiendes que si el conde ha escrito al Emperador una carta solicitando la legitimación de su hijo Pierre, éste ya no será Pierre, sino el conde Bezújov, y entonces, de acuerdo con el testamento, será todo para él? Y si el testamento y la carta no desaparecen, nada queda para ti, salvo el consuelo de haber sido virtuosa et tout ce qui s’en suit 100. Como lo oyes.

—Sé que el testamento está escrito, pero sé también que no es válido, y me parece que me toma usted por una verdadera estúpida, mon cousin— dijo la princesa con el tono de la mujer que está segura de haber dicho algo ingenioso y ofensivo.