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—Il est assoupi— dijo Anna Mijáilovna a Pierre viendo que una princesa se acercaba a sustituirla. —Allons. 113

Pierre salió.

XXI

Ya no había nadie en la sala de recepción, excepto el príncipe Vasili y la mayor de las princesas; sentados bajo el retrato de Catalina II, hablaban animadamente. Al ver a Pierre y Anna Mijáilovna callaron de inmediato. Pierre creyó percibir que la princesa guardaba algo susurrando:

—No puedo ver a esa mujer.

—Catiche a fait donner du thé dans le petit salon— dijo el príncipe Vasili a Anna Mijáilovna. —Allez, ma pauvre Anna Mijáilovna, prenez quelque chose, autrement vous ne suffirez pas. 114

A Pierre no le dijo nada, pero le estrechó el brazo por debajo del hombro con sentimiento. Pierre y Anna Mijáilovna pasaron al petit salon.

—Il n’y a rien qui restaure, comme une tasse de cet excellent thé russe après une nuit blanche 115— decía Lorrain con animación contenida, de pie en el saloncito circular, ante la mesa con el servicio de té y una cena fría. El médico bebía en una finísima taza de porcelana china sin asa. En torno a la mesa se habían reunido para restaurar sus fuerzas cuantos estuvieron aquella noche en la casa del conde Bezújov. Pierre recordaba bien aquel saloncito circular con sus espejos y mesitas. Cuando había alguna fiesta en casa del conde, Pierre, que no sabía bailar, prefería sentarse en aquella salita a observar cómo las damas, en traje de noche, con diamantes y perlas en los escotes desnudos, al atravesar la estancia espléndidamente iluminada se miraban en los espejos, que reflejaban varias veces sus figuras. Ahora, en esa misma sala apenas iluminada por dos velas, habían puesto en desorden, sobre una mesa, el servicio de té y diversos platos ordinarios. Las personas reunidas allí, diversas y con aspecto poco festivo, hablaban en voz baja y cuidaban de expresar en cada movimiento, en cada palabra, que ninguno olvidaba lo que estaba sucediendo y lo que iba a suceder en la alcoba del enfermo. Pierre se abstuvo de comer, aunque sentía hambre. Se volvió a su mentora en busca de consejo y vio que se dirigía, de puntillas, hacia la sala contigua donde habían quedado el príncipe Vasili y la princesa Catiche. Pierre, suponiendo que también aquello era necesario, después de unos instantes siguió sus pasos. Anna Mijáilovna estaba junto a Catiche y ambas hablaban al mismo tiempo y en voz baja, pero con tono alterado.

—Permítame, princesa; sé lo que se debe y lo que no debe hacerse— decía la mayor de las princesas, tan poco dueña de sí como cuando, poco antes, había cerrado la puerta de su habitación.

—Pero, querida princesa— replicó con tanta dulzura como obstinación Anna Mijáilovna, impidiendo a la princesa el paso hacia la habitación del conde, —¿no será demasiado penoso para nuestro pobre tío en estos momentos, cuando tan necesario le es el descanso? Hablarle de una cosa terrenal cuando su alma está ya preparada...

El príncipe Vasili estaba sentado en su actitud familiar, con una pierna sobre la otra; sus mejillas temblaban violentamente y cuando bajaban parecían ensancharse; sin embargo aparentaba estar poco interesado por la conversación de ambas damas.

—Voyons, ma bonne Anna Mijáilovna, laissez faire Catiche 116. Sabe perfectamente cuánto la quiere el conde.

—No sé lo que pone en este papel— dijo la princesa volviéndose al príncipe Vasili y mostrando la cartera de cuero repujado que llevaba en la mano. —Sólo sé que el verdadero testamento está en su despacho; esto no es más que un papel olvidado...

Catiche intentó esquivarla, pero Anna Mijáilovna le cerró nuevamente el paso.

—Lo sé, mi querida y buena princesa— dijo Anna Mijáilovna, agarrando la cartera con tanta fuerza que no se preveía la posibilidad de que la soltase fácilmente. —Querida princesa, se lo ruego... apiádese de él... Je vous en conjure... 117

La princesa calló. No se oía más que el rumor del esfuerzo por adueñarse de la cartera. Era evidente que, de haber dicho algo, sus palabras no habrían sido lisonjeras para Anna Mijáilovna. Ésta sujetaba fuertemente la cartera, pero a pesar de todo, su voz conservaba la meliflua calma y suavidad habituales.

—Pierre, acérquese, amigo mío. Creo que él no es un extraño en el consejo de familia, ¿no es verdad, príncipe?

—¿Por qué calla, mon cousin?— gritó inesperadamente Catiche, con voz tan fuerte que se oyó en la sala contigua asustando a todos. —¿Por qué calla cuando Dios sabe quién se permite inmiscuirse en nuestros asuntos y no repara en provocar escenas en el umbral de la habitación de un moribundo? ¡Intrigante!— exclamó en voz baja, tirando rabiosamente de la cartera con todas sus fuerzas. Anna Mijáilovna dio unos pasos para no abandonar la cartera y consiguió retenerla.

—¡Oh!— exclamó el príncipe Vasili con voz llena de indignación y asombro. Se levantó. —C’est ridicule. Voyons, dejen esa cartera. Se lo digo a las dos.

La princesa Catiche abandonó la presa.

—¡Y usted también!

Pero Anna Mijáilovna no le hizo caso.

—Déjela— le dijo. —Yo asumo la responsabilidad de todo. Iré yo mismo y le preguntaré. Yo... y esto debe bastarle.

—Mais, mon prince— objetó Anna Mijáilovna, —después de tan solemne sacramento, concédale un minuto de reposo. Pierre, diga su opinión— se dirigió al joven, que se acercó, mirando con asombro el rostro de la princesa, olvidada de todo decoro, y las mejillas del príncipe, dominadas por el temblor.

—Tenga presente que será responsable de todas las consecuencias— dijo severamente el príncipe Vasili. —No sabe lo que hace.

—¡Infame!— gritó la princesa Catiche, echándose de improviso sobre Anna Mijáilovna y arrebatándole la cartera.

El príncipe bajó la cabeza y se abrió de brazos.

En aquel instante la puerta, la terrible puerta que tanto miraba Pierre y que de ordinario se abría tan suavemente, se abrió con gran ruido y batió contra la pared. La segunda de las princesas apareció en el umbral agitando las manos.

—¿Qué hacen ustedes?— gritó desesperada. —Il s’en va et vous me laissez seule. 118

Catiche dejó caer la cartera. Anna Mijáilovna se inclinó rápidamente y apoderándose del objeto disputado corrió hacia la alcoba del conde. La mayor de las princesas y el príncipe Vasili volvieron en sí y la siguieron. Al poco rato Catiche, con el rostro pálido y seco, salió mordiéndose el labio inferior. A la vista de Pierre aquel rostro expresó una incontenida cólera:

—Ya puede estar contento— dijo. —Es lo que esperaba.

Y, sollozando, ocultó el rostro en el pañuelo y salió corriendo de la estancia.

Detrás de la princesa apareció el príncipe Vasili. Anduvo vacilante hasta el diván donde se había sentado Pierre y se dejó caer a su lado, ocultando el rostro entre las manos. Pierre notó que estaba pálido y que la mandíbula inferior le temblaba como bajo los efectos de la fiebre.

—¡Oh, amigo mío!— murmuró, cogiendo el brazo de Pierre; en su voz había una franqueza y una debilidad que Pierre jamás había observado en él. —¡Qué pecadores y mentirosos somos! Y, en fin de cuentas, ¿para qué? Voy hacia los sesenta, amigo mío, y ya... Todo concluye con la muerte, todo. La muerte es terrible— y estalló en sollozos.

Anna Mijáilovna salió la última. Lentamente, con pasos silenciosos, se acercó a Pierre.

—¡Pierre!— dijo.

Él la miró, interrogador. La princesa besó al joven en la frente, mojándola con sus lágrimas. Tras un silencio dijo:

—Il n’est plus... 119

Pierre la miró a través de los lentes.

—Allons, je vous reconduirai. Tâchez de pleurer. Rien ne soulage comme les larmes. 120