Acompañó al joven hacia el salón, sumido en la penumbra. Pierre estaba contento de que nadie pudiese verle la cara. Anna Mijáilovna se alejó de él y, cuando volvió, Pierre dormía profundamente con la cabeza apoyada en el brazo.
Al día siguiente, por la mañana, Anna Mijáilovna dijo a Pierre:
—Oui, mon cher, es una gran pérdida para todos. No hablo de usted. Pero Dios le dará fuerzas: es usted joven y, según espero, se halla con una inmensa fortuna. Todavía no se ha abierto el testamento. Lo conozco bastante para saber que eso no le hará perder la cabeza. Pero le impone deberes, et il faut être homme. 121
Pierre callaba.
—Quizá más tarde le diré que si yo no hubiese estado, Dios sabe qué habría ocurrido. Sepa que mi tío el conde, anteayer, me prometía no olvidar a Borís. Pero no le ha quedado tiempo. Espero, mi querido amigo, que dará oídos al deseo de su padre.
Pierre no entendía nada; tímido, ruborizado, miraba a la princesa Anna Mijáilovna.
Después de su conversación con Pierre, Anna Mijáilovna fue a dormir a casa de los Rostov. Por la mañana contó a éstos y a todos sus conocidos los detalles de la muerte del conde Bezújov. Decía que el conde había muerto como ella misma querría morir, que su fin había sido no sólo conmovedor sino edificante, y que la última entrevista del padre y del hijo había resultado tan emotiva que no podía recordarla sin llorar, y que no sabía quién de los dos se había portado mejor en aquel terrible momento: si el padre, que en los últimos instantes se acordaba de todos y decía al hijo palabras conmovedoras, o Pierre, a quien daba lástima ver tan afectado, por más que tratara de ocultar su pena para no disgustar al moribundo.
—C’est pénible, mais cela fait du bien; ça élève l’âme de voir des hommes comme le vieux comte et son digne fils— comentaba. 122
Por lo que respecta a los actos de la princesa y del príncipe Vasili, también los contaba, sin aprobarlos, pero sigilosamente y en secreto.
XXII
En Lisie-Gori, la finca del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski, se esperaba de un día a otro la llegada del joven príncipe Andréi y de su esposa. Mas la espera no había perturbado el severo orden que regía la vida en la mansión del viejo príncipe. El general en jefe, príncipe Nikolái Andréievich, a quien la sociedad diera el sobrenombre de rey de Prusia, no se movía de Lisie-Gori, donde habitaba con su hija, la princesa María, y con su señorita de compañía, mademoiselle Bourienne, desde que, bajo Pablo I, fuera deportado a su hacienda en el campo. Y aunque al comienzo del nuevo reinado se le permitiera volver a la capital, el príncipe Nikolái no quiso dejar su finca, diciendo que si alguien lo necesitaba podía recorrer los ciento cincuenta kilómetros que separaban a Moscú de Lisie-Gori, porque él no precisaba de nadie ni de nada. Sostenía que sólo había dos causas de los vicios humanos: el ocio y la superstición, y sólo dos virtudes, la actividad y la inteligencia. Él mismo se ocupaba de la educación de su hija y, para desarrollar en la joven ambas virtudes capitales, le daba lecciones de álgebra y geometría y había distribuido su vida en una serie ininterrumpida de tareas. El príncipe, por su parte, siempre estaba ocupado: ya en escribir sus memorias, ya en resolver problemas de matemáticas superiores, en hacer tabaqueras al torno, trabajar en el jardín o vigilar, en sus posesiones, las sempiternas obras. Y como la condición fundamental de la actividad es el orden, éste había sido llevado al último grado de exactitud. Su entrada al comedor se atenía siempre al mismo ritual, y no sólo a idéntica hora, sino al mismo minuto. Con las gentes que lo rodeaban, desde su hija hasta los criados, el príncipe era brusco y siempre exigente, y por ello, aun no siendo cruel, suscitaba un temor y un respeto que difícilmente podría alcanzar el hombre más cruel. Aun viviendo retirado sin influencia alguna en los asuntos del Estado, todo gobernador de la provincia a que pertenecía la finca del príncipe consideraba un deber suyo presentarse a él, y lo mismo que el arquitecto, el jardinero o la princesa María, aguardaba dócilmente la hora fijada en que el príncipe recibía en la sala. Cuantos esperaban en esa sala experimentaban el mismo sentimiento de respeto y aun de temor cuando se abría la puerta amplia y alta del despacho y aparecía con su empolvada peluca la menuda figura del anciano, con sus manos pequeñas y secas, sus cejas grises y caídas que velaban, cuando fruncía el ceño, el fulgor de unos ojos llenos de inteligencia y juventud.
La mañana del día en que iban a llegar los jóvenes príncipes entró la princesa María, a la hora exacta de siempre, en la sala de espera para el acostumbrado saludo matinal; hizo con temor el signo de la cruz y rezó interiormente. Cada día, al entrar allí, rezaba para que la entrevista transcurriera felizmente.
El viejo criado, empolvado, que estaba en la sala se levantó sin ruido y dijo a la princesa con voz queda:
—Puede pasar.
Al otro lado se oía el sonido rítmico de un torno. La princesa empujó con timidez la puerta, que se abrió con facilidad y silenciosamente, y se detuvo en el umbral. El príncipe trabajaba en el torno; volvió la cabeza para verla y prosiguió con su trabajo.
El enorme despacho estaba repleto de objetos que, evidentemente, eran utilizados de continuo. La larga mesa, sobre la que había libros y planos, las grandes librerías encristaladas, con sus llaves puestas, el alto pupitre propio para escribir de pie sobre el que había un cuaderno abierto, el torno con las herramientas preparadas y las virutas esparcidas por todas partes, todo revelaba una actividad incansable, diversa y ordenada. Por los movimientos de un pie, más bien pequeño, calzado con una bota tártara bordada con plata, y la firme presión de la mano delgada y sarmentosa se adivinaba todavía en el príncipe la energía tenaz de una saludable vejez. Después de haber dado unas cuantas vueltas, el anciano retiró el pie del pedal, limpió la herramienta y la puso en una bolsa de cuero junto al torno; luego, acercándose a la mesa, llamó a su hija. No bendecía nunca a sus hijos; se limitó, pues, a presentar a la joven su mejilla, áspera, todavía sin afeitar, y dijo mirándola con severidad, ternura y atención a un tiempo:
—¿Estás bien?... Vamos, siéntate.
Tomó el cuaderno de geometría, escrito de su puño y letra, y acercó su sillón con el pie.
—Para mañana— dijo buscando rápidamente la página y señalando con su dura uña el párrafo.
La princesa se inclinó sobre el cuaderno.
—Espera, hay una carta para ti— añadió, y sacó de la bolsa unida a la mesa un sobre escrito con letra de mujer.
Al ver el sobre, el rostro de la princesa se tiñó de rojo. Lo tomó rápidamente.
—¿Es de tu Eloísa?— preguntó el príncipe, descubriendo con una fría sonrisa sus dientes amarillentos pero todavía fuertes.
—Sí, es de Julie— contestó la princesa mirándolo y sonriendo tímidamente.
—Te daré otras dos cartas, y la tercera la leeré— dijo severamente el príncipe. —Temo que escribís muchas tonterías. Leeré la tercera.
—Lea ésta, mon père— dijo la princesa, enrojeciendo aún más y tendiéndole la carta.
—La tercera, he dicho la tercera— replicó el príncipe, rechazando la carta. Y, apoyándose en la mesa, acercó el cuaderno lleno de figuras geométricas. —Bien, señorita— comenzó el anciano, inclinándose junto a la princesa hacia el cuaderno y poniendo un brazo sobre el respaldo del asiento, de manera que se sentía rodeada desde todas parles por el olor del tabaco y el aliento acre de la vejez, que ella conocía desde hacía tanto tiempo. —Bien, señorita, estos triángulos son semejantes: mira el ángulo a-b-c.
La princesa miraba con miedo los ojos brillantes del padre tan próximos a ella; su rostro se cubría de manchas rojas y era evidente que no entendía nada y que el miedo le impedía comprender las explicaciones del padre, por muy claras que fuesen. ¿De quién era la culpa, del maestro o de la discípula? Cada día se repetía la escena: se le nublaba la vista, dejaba de ver y de oír; sólo sentía, cercano, el rostro enjuto de su severo profesor, su aliento y su olor, y no pensaba más que en salir lo antes posible del despacho y volver a su habitación para comprender el problema. El anciano perdía la paciencia, retiraba con estruendo la silla en que estaba sentado, la acercaba de nuevo, hacía verdaderos esfuerzos para permanecer tranquilo, pero casi todos los días terminaba por encolerizarse, profería insultos, cuando no arrojaba al suelo el cuaderno.