La noticia de la muerte del conde Bezújov llegó antes que tu carta y mi padre quedó muy afectado. Dice que era el penúltimo representante del gran siglo y que ahora le toca a él, pero que hará todo lo posible para retrasar su tumo. ¡Que Dios nos libre de tan terrible desgracia! No comparto tu opinión sobre Pierre, al que conocí de niño. Siempre me ha parecido un corazón excelente, y ésa es la cualidad que más aprecio en las personas. En cuanto a su herencia y a la parte que en el asunto ha tenido el príncipe Vasili, es cosa bien triste para los dos. Ah, querida amiga, las palabras de nuestro divino Salvador, que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios, son terriblemente verdaderas; compadezco al príncipe Vasili y compadezco todavía más a Pierre. Tan joven y ya abrumado por tantas riquezas, ¡cuántas tentaciones tendrá que sufrir! Si me preguntaran qué es lo que más deseo en el mundo, diría que ser más pobre que el más mísero mendigo. Mil gracias, querida amiga, por el libro que me mandas y que hace tanta sensación entre vosotros. Y ya que dices que entre muchas cosas buenas hay otras a las que no puede llegar la débil mente humana, me parece que será inútil dedicarse a una lectura incomprensible y que por la misma razón no puede proporcionamos fruto alguno. Nunca he comprendido la pasión que ciertas personas tienen por confundir sus ideas entregándose a ciertos libros místicos que no hacen más que suscitar dudas en el espíritu, turban la imaginación y dan un carácter de exaltación absolutamente contrario a la sencillez cristiana. Leamos a los Apóstoles y los Evangelios. No tratemos de penetrar en lo que en ellos hay de misterioso, porque, ¿cómo nos atreveremos nosotros, miserables pecadores, a iniciarnos en los terribles y sagrados secretos de la Providencia mientras llevemos esta cubierta carnal que pone entre nosotros y el Eterno un impenetrable velo? Dediquémonos, pues, a estudiar los sublimes principios que nuestro divino Salvador nos ha dejado como guía aquí abajo; intentemos conformarnos con ellos y seguirlos, persuadámonos que, cuantas menos concesiones hagamos a nuestro débil espíritu humano, más caros seremos a Dios, que rechaza toda ciencia que no provenga de Él; que cuanto menos tratemos de profundizar en lo que Él ha sustraído a nuestros conocimientos, antes nos concederá descubrirlo por medio de su espíritu divino.
Nada me ha hablado mi padre de pretendientes, sólo me ha dicho que había recibido una carta y esperaba la visita del príncipe Vasili. En cuanto al proyecto matrimonial que a mí se refiere, te diré, querida y buena amiga, que el matrimonio, a mi parecer, es una institución divina con la que hay que conformarse. Por muy penoso que pueda ser para mí ese paso, si el Todopoderoso me impusiera el deber de esposa y madre, trataría de cumplirlo lo más fielmente que pudiera, sin inquietarme en examinar mis sentimientos hacia aquel que Dios quiera darme por marido.
He recibido una carta de mi hermano, en la que me anuncia su llegada a Lisie-Gori, en compañía de su mujer. Será una alegría de breve duración, puesto que nos abandona para tomar parte en esa desgraciada guerra a la que nos vemos arrastrados. Dios sabe cómo y para qué. No sólo se habla de guerra entre vosotros, en el centro mismo de los negocios y del mundo, sino también aquí, en medio de los trabajos del campo y de la calma que los habitantes de la ciudad acostumbran imaginar en estos parajes, el rumor de la guerra empieza a dejarse sentir penosamente. Mi padre no habla más que de marchas y contramarchas, de lo que nada entiendo: y anteayer, mientras hacía mi habitual paseo por la calle del pueblo fui testigo de una escena desgarradora... Un convoy de reclutas salidos de aquí para el ejército... Había que ver en qué estado quedaban las madres, las mujeres y los hijos de esos hombres que partían, y escuchar los sollozos de unos y otros. Diríase que la Humanidad ha olvidado las leyes de su divino Salvador, que predicaba el amor y el perdón de las ofensas, y que ahora el mayor mérito de los hombres sólo consista en el arte de matarse unos a otros.
Adieu, chère et bonne amie, que notre divin Sauveur et Sa très Sainte Mere vous aient en Leur sainte et puissante garde.
Marie
—Ah!, vous expédiez le courier, princesse; moi j’ai déjà expédié le mien. J’ai écrit à ma pauvre mère 123— dijo rápidamente, con voz agradable y sonora, la sonriente mademoiselle Bourienne, difundiendo con su presencia, en el ambiente tristón y taciturno de la princesa María, un aire distinto: frívolo, alegre y autocomplaciente. —Princesse, il faut que je vous prévienne— añadió bajando la voz. —Le prince a eu une altercation...— dijo complaciéndose en escucharse, —une altercation avec Michel Ivanof. Il est de très mauvaise humeur, très morose. Soyez prévenue, vous savez...
—Ah! chère amie— la interrumpió la princesa María, —je vous ai priée de ne jamais me prévenir de l'humeur dans laquelle se trouve mon père. Je ne me permets pas de le juger et je ne voudrais pas que les autres le fassent. 124
La princesa miró su reloj y, dándose cuenta de que ya habían pasado cinco minutos de la hora en que solía empezar la clase de clavicordio, se dirigió con aire temeroso al saloncito. De doce a dos, según la costumbre, el príncipe reposaba y la princesa María debía tocar el clavicordio.
XXIII
El canoso ayuda de cámara, sentado en su silla, cabeceaba atento a los ronquidos del príncipe en su enorme despacho. Desde la otra parte de la casa, a través de las puertas cerradas, llegaban, repetidos por vigésima vez, los difíciles pasajes de la sonata de Dussek.
En aquel momento se detuvieron frente a la puerta principal una carroza y una carretela; de la carroza descendió el príncipe Andréi, que ayudó a salir a su mujer y la dejó pasar delante. El viejo Tijón apareció, con su peluca, en la puerta de la sala, anunció en voz baja que el príncipe dormía y cerró rápidamente la puerta. Tijón sabía que ni la llegada del hijo ni suceso alguno, aun el más extraordinario, debían alterar el orden establecido.
Y el príncipe Andréi lo sabía sin duda tan bien como Tijón, pues miró al reloj, como para comprobar que los hábitos de su padre no habían cambiado desde la última vez que se vieron, y, convencido de ello, se volvió hacia su mujer:
—Se levantará dentro de veinte minutos— dijo. —Vamos a ver a la princesa María.
La pequeña princesa había engordado en los últimos tiempos, pero sus ojos y su corto labio sonriente, sombreado de una ligera pelusa, se elevaba siempre de la misma manera alegre y graciosa.
—Mais, c’est un palais— dijo a su marido, mirando con la misma expresión con que uno felicita al anfitrión en un baile. —Allons, vite, vite... 125
Miraba, sin dejar de sonreír, a Tijón, a su marido y al camarero que los acompañaba:
—C’est Marie qui s’exerce? Allons doucement, il faut la surprendre. 126
El príncipe Andréi la siguió cortésmente, pero triste.
—Has envejecido, Tijón— dijo, al pasar, al viejo, que le besó la mano.
Antes de llegar a la sala de la que salían las notas del clavicordio, apareció por una puerta lateral la hermosa y rubia francesa. Mademoiselle Bourienne parecía loca de entusiasmo.
—Ah! quel bonheur pour la princesse!— exclamó. —En- fin!... Il faut que je la prévienne. 127
—Non, non, de grâce... Vous êtes mademoiselle Bourienne, je vous connais déjà par l’amitié que vous porte ma belle-soeur— replicó la princesa, besándola. —Elle ne nous attend pas? 128
Se acercaron a la puerta del salón de los divanes tras la cual se oía el pasaje repetido una y otra vez. El príncipe Andréi se detuvo y frunció el ceño como si esperara algo desagradable.