La princesa entró. El pasaje musical quedó interrumpido y se oyó un grito y los pasos pesados de la princesa María seguidos de sonoros besos. Cuando el príncipe Andréi entró, ambas princesas, que no se habían visto más que brevemente con ocasión de la boda, estaban abrazadas estrechamente, besándose en los mismos sitios que lograron alcanzar en el primer instante. Junto a ellas estaba mademoiselle Bourienne, con las manos puestas sobre el corazón; sonreía devotamente, presta tanto a reír como a llorar. El príncipe Andréi se encogió de hombros y frunció el ceño, como hacen los entendidos en música cuando perciben una nota falsa. Ambas mujeres se separaron y, como si temieran llegar tarde, volvieron a cogerse las manos y besarse; otra vez se separaron, se juntaron y repitieron los besos y, cosa completamente inesperada para el príncipe Andréi, empezaron a llorar sin dejar de besarse. También mademoiselle Bourienne lloraba. El príncipe Andréi estaba manifiestamente violento, pero a las dos mujeres les parecía tan natural llorar que nunca habrían podido figurarse de otra manera aquel encuentro.
—Ah, chère!... Ah, Marie!...— hablaron a la vez riendo. —J'ai rêvé cette nuit!... Vous ne nous attendiez done pas... Ah! Marie, vous avez maigri... Et vous avez repris... 129
—J'ai tout de suite reconnu Madame la princesse 130— intervino mademoiselle Bourienne.
—Et moi qui ne me doutais pas!— exclamó la princesa María. —Ah! André!... Je ne vous voyais pas. 131
El príncipe Andréi besó a su hermana estrechándose las manos y le dijo que seguía siendo la pleurnicheuse 132de siempre. Se volvió la princesa María hacia su hermano y, a través de las lágrimas, la mirada cariñosa, tierna y cálida de sus ojos bellísimos, grandes y luminosos en aquel instante, se detuvo en él.
La princesa Lisa hablaba sin descanso. El corto labio superior, sombreado de leve pelusa, descendía rápido a cada momento, tocando el rosado labio inferior, y se abría en una sonrisa que brillaba en sus dientes y ojos. La princesa Lisa contó un accidente ocurrido en el campo, junto al monte de Spásskoie y que, en las circunstancias de su estado, podría haber tenido tristes consecuencias. En seguida dijo que había dejado todos sus vestidos en San Petersburgo y que aquí sólo Dios sabe lo que se pondría; que Andréi había cambiado mucho; que Kitty Odintzova se había casado con un viejo; que había un pretendiente pour tout de bon 133para la princesa María, pero que de eso hablarían después. La princesa María miraba en silencio a su hermano con sus bellos ojos llenos aún de amor y de tristeza. Era evidente que sus ideas discurrían independientes de las de su cuñada. En pleno relato de las últimas fiestas en San Petersburgo, se volvió a su hermano:
—¿Te vas decididamente a la guerra, Andréi?— preguntó suspirando.
Lisa suspiró también.
—Mañana mismo— replicó Andréi.
—Il m’abandonne ici, et Dieu sait pourquoi, quand il aurait pu avoir de l’avancement... 134
La princesa María, sin terminar de oírla, seguía sus propios pensamientos; se volvió a su cuñada, señalando su vientre con ternura:
—¿Es seguro?— preguntó.
El rostro de la princesa Lisa cambió.
—Sí, seguro— respondió con un suspiro. —Ah, es tan terrible...
Descendió su pequeño labio, acercó su rostro al de su cuñada y, de pronto, volvió a llorar.
—Necesita descansar— dijo el príncipe Andréi, frunciendo el ceño. —¿Verdad, Lisa? Llévala a tu cuarto, yo iré a ver al padre. ¿Sigue igual?
—Igual. No sé cómo lo encontrarás tú— contestó alegremente la princesa.
—¿Las mismas horas, los mismos paseos por las avenidas del parque? ¿Y el torno?— siguió preguntando el príncipe Andréi con una imperceptible sonrisa indicadora de que, a pesar de todo su amor y respeto por el padre, comprendía sus debilidades.
—Las mismas horas, el mismo torno y también las matemáticas y mis lecciones de geometría— respondió sonriendo la princesa María, como si las lecciones de geometría fueran una de las cosas más divertidas de su vida.
Transcurridos los veinte minutos que faltaban para que se levantase el viejo príncipe, se presentó Tijón para llamar al príncipe joven. En consideración a la llegada de su hijo, el anciano hacía una excepción en sus costumbres.
Ordenó que se lo introdujera en su cámara, mientras se vestía para la comida. Vestía el príncipe a la moda antigua, con caftán y empolvada la cabeza. Cuando el príncipe Andréi entró en la habitación de su padre (su rostro, su manera de ser no denotaban el desdén y el aburrimiento que adoptaba en los salones, sino la animación que mostraba hablando con Pierre), el viejo estaba sentado ante el tocador en una butaca de cuero, cubierto por un peinador, y ofrecía su cabeza a los cuidados de Tijón.
—¡Hola, guerrero! ¿Quieres conquistar a Bonaparte?— dijo el anciano, sacudiendo la empolvada cabeza en cuanto lo permitían las manos de Tijón, que le trenzaba el pelo. A ver si por lo menos tú lo zurras bien: porque, de otro modo, acabaremos por convertirnos en súbditos suyos ¡Buenos días!— y le ofreció su mejilla.
El viejo se encontraba de buen humor, después de haber dormido antes de comer. (Solía decir que el sueño, después de comer, es plata y, antes, oro.) Bajo sus espesas y caídas cejas miraba a su hijo. El príncipe Andréi se acercó y lo besó en el lugar indicado. No contestó al tema de conversación predilecto del anciano: le gustaba burlarse de los militares del momento y, sobre todo, de Bonaparte.
—Sí, padre: he venido con mi mujer, que está embarazada— dijo el príncipe Andréi, siguiendo con una mirada animada y respetuosa el movimiento de cada rasgo en el rostro de su padre. —Y usted, ¿cómo se encuentra?
—Amigo, sólo los tontos y los depravados echan a perder su salud; y tú ya me conoces: desde la mañana hasta la noche me ocupo en algo, soy moderado en todo, así que estoy bien.
—¡Loado sea Dios!— repuso el hijo sonriendo.
—Dios nada tiene que ver con ello. Y bien, cuenta— añadió volviendo a su tema predilecto. —Cuéntame cómo os han enseñado los alemanes a luchar contra Bonaparte según esa nueva ciencia vuestra llamada estrategia.
El príncipe Andréi sonrió.
—Permítame, padre, que me recobre— su sonrisa demostraba que las debilidades del anciano no le impedían respetarlo y amarlo. —Todavía no nos hemos instalado.
—No es verdad, no es verdad— exclamó el viejo, sacudiendo su trenza para comprobar si estaba bien hecha, sujetando a su hijo por el brazo. —Las habitaciones de tu mujer están listas; la princesa María se encargará de llevarla; tienen charla para rato, para eso son mujeres. Estoy contento de verla aquí. Ahora, siéntate y cuenta. Comprendo lo del Ejército de Mijelson y también lo que hace Tolstói... el desembarco simultáneo... Pero ¿qué va a hacer el Ejército del Sur? Ya sé que Prusia mantiene la neutralidad; ¿y Austria qué?— dijo el viejo príncipe levantándose de su butaca y paseando por la habitación, seguido de Tijón, que le iba dando las diversas prendas de su atuendo. —¿Y Suecia? ¿Cómo atravesarán la Pomerania?
Viendo la insistencia del padre, el príncipe Andréi empezó a contestar con desgana al principio, pero fue animándose cada vez más y pasando involuntariamente a mitad de la conversación a mezclar (según era su costumbre) el ruso con el francés, le expuso el plan de la campaña proyectada. Contó que un ejército de 90.000 hombres debía amenazar a Prusia, con el fin de hacerla abandonar su neutralidad y arrastrarla a la guerra; que una parte de ese ejército se uniría en Stralsund con el ejército sueco; que 220.000 austríacos, unidos a 100.000 rusos, operarían en Italia y el Rin; que 50.000 rusos y otros tantos ingleses desembarcarían en Nápoles, y que, en total, un ejército de 500.000 hombres atacaría a los franceses desde diversas partes. El viejo príncipe no manifestaba ningún interés por el relato de su hijo; diríase que ni lo oía, y continuaba vistiéndose sin dejar sus idas y venidas; lo interrumpió por tres veces de manera imprevista. La primera vez lo detuvo y exclamó: