—Temo, querida mía, que el monje y tú gastéis pólvora en salvas— dijo el príncipe Andréi, tierno y burlón al tiempo.
—Ah! mon ami, no hago más que rogar a Dios y espero que me escuche— dijo tímidamente; y después añadió tras un breve silencio: —Tengo que pedirte una cosa.
—¿Qué es, querida mía?
—Prométeme que no te negarás, no te costará ningún esfuerzo ni es indigno de ti, y para mí será un consuelo. Prométemelo, Andriusha— dijo, introduciendo la mano en su bolso y tomando algo, pero sin mostrarlo todavía, aunque era el objeto de la petición, como si antes de obtener la promesa no pudiese sacar aquellode la bolsa.
Dirigió al hermano una mirada tímida y suplicante.
—Aunque me costara un gran esfuerzo...— respondió el príncipe Andréi, como adivinando de lo que se trataba.
—Piensa lo que quieras. Sé que eres como mon père. Piensa lo que quieras, pero hazlo por mí, te lo suplico. El padre de nuestro padre, el abuelo, lo llevó en todas sus campañas...— y seguía sin sacar de la bolsa lo que tenía en ella. —Entonces, ¿me lo prometes?
—Desde luego, ¿de qué se trata?
—André, con esta imagen te bendigo; prométeme que no te la quitarás nunca... ¿Me lo prometes?
—Si no pesa mucho ni me tira del cuello... para darte gusto...— dijo el príncipe Andréi, pero se arrepintió al momento, al advertir el dolor que reflejaba el rostro de su hermana por su broma. —Me siento feliz, muy feliz, querida— añadió.
—Aunque no lo quieras, te salvará y te hará encontrarte a ti mismo, porque sólo en Él está la verdad y la paz— dijo con voz temblorosa por la emoción, mostrando a su hermano, con gesto solemne, una vieja imagen oval del Salvador, con el rostro renegrido, marco de plata y cadena finamente labrada también de plata.
María hizo la señal de la cruz, besó la imagen y se la entregó a su hermano.
—Hazlo por mí, André, te lo ruego...
Sus grandes ojos despedían rayos de bondad y dulzura. Esos ojos iluminaban el rostro delgado y enfermizo y lo hacían bellísimo. El hermano quiso tomar la imagen, pero ella lo detuvo. Andréi comprendió: se persignó y besó la medalla. Su rostro expresaba a un tiempo ternura y burla, pero en realidad estaba emocionado.
—Merci, mon ami.
María lo besó en la frente y se sentó de nuevo en el diván. Guardaron silencio.
—Antes te decía, Andréi, que fueras bueno y generoso, como lo has sido siempre; no seas severo con Lisa. Es tan buena y agradable, y su situación es tan penosa ahora...
—Me parece, Masha, que no te he dicho nada de mi mujer; ni que le reprochara algo, ni que estuviese enfadado con ella. ¿A qué viene entonces lo que me dices?
El rostro de la princesa se cubrió de manchas rojas y se calló como si se sintiera culpable.
—Yo no te dije nada... En cambio, ya te han hablado, y eso me entristece.
En la frente, en las mejillas y el cuello de la princesa María fueron más intensas las manchas rojas. Quería decir algo, pero le era imposible hablar. El hermano había adivinado: la princesa Lisa, después de comer, había llorado exponiendo sus sentimientos con respecto a un parto desgraciado, temía el alumbramiento y se lamentaba de su suerte, del suegro y del marido. Después de llorar se quedó dormida. El príncipe Andréi sintió compasión de su hermana.
—Debes saber, Masha, que nunca he reprochado, ni reprocho ni reprocharé nada a mi esposa; pero igualmente puedo decirte que tampoco tengo nada que reprocharme con respecto a ella; así será siempre, cualesquiera que sean las circunstancias. Pero si quieres conocer la verdad... si quieres saber si soy feliz... ¡No! No lo soy. ¿Es feliz ella? Tampoco. ¿Por qué? No lo sé...
Dichas estas palabras, se acercó a su hermana e inclinándose la besó en la frente. Sus bellos ojos se iluminaron con una luz inteligente y bondadosa, poco habitual en él, pero no miraba a su hermana; aquellos ojos se perdían en la oscuridad de la puerta abierta, por encima de la cabeza de María.
—Vamos a verla. Hay que decirle adiós. O, mejor, ve tú antes, despiértala; yo iré en seguida. ¡Petrushka!— llamó a su ayuda de cámara. —Ven aquí, llévate estas cosas; esto ponlo en el pescante; y eso otro, a la derecha.
La princesa María se dirigió a la puerta. Allí se detuvo:
—André, si vous avez la foi, vous vous seriez adressé à Dieu pour qu’il vous donne l’amour que vous ne sentez pas, et votre prière aurait été exaucée. 145
—Sí, tal vez— contestó el príncipe Andréi. —Vete, Masha. Yo iré en seguida.
Cuando se dirigió a las habitaciones de su hermana, el príncipe Andréi se encontró con mademoiselle Bourienne en la galería que unía las dos partes del edificio. Mademoiselle Bourienne le sonrió con una sonrisa admirativa e ingenua. Era la tercera vez que tropezaba durante el día con aquella sonrisa en lugares apartados de la casa.
—Ah! je vous croyais chez vous 146— dijo ella ruborizándose sin razón aparente y bajando los ojos.
El príncipe Andréi la miró con severidad; su rostro reflejó un sentimiento de cólera. No le dijo nada, pero se fijó en la frente y los cabellos de la mujer, sin mirarla a los ojos, con tal desprecio que la francesa, encendidas las mejillas, se alejó sin decir palabra. Cuando el príncipe Andréi llegó a las habitaciones de su hermana, Lisa se había despertado ya y dejaba oír su alegre vocecilla que hablaba sin descanso, como para recobrar el tiempo perdido después de tan prolongado silencio.
—Non, mais figurez-vous, la vieille comtesse Zouboff avec de fausses boucles et la bouche pleine de fausses dents, comme si elle voulait défier les années... Ha! ha! ha! Marie! 147
Por cinco veces había oído ya a su mujer hablar de la condesa Zúbova y siempre con las mismas risas. Entró en la estancia sin hacer ruido. La princesa, pequeña, sonrosada y gruesa, con su labor en las manos, estaba sentada en una butaca y charlaba incesantemente, evocando los recuerdos de San Petersburgo y hasta algunas de las frases oídas allí. El príncipe Andréi se acercó a ella, le acarició la cabeza y le preguntó si había descansado del viaje. Ella respondió y prosiguió con su conversación.
El carruaje, con un tiro de seis caballos, estaba preparado junto a la escalinata. Hacía una oscura tarde otoñal; al cochero le era difícil ver siquiera la lanza del vehículo. En la escalinata del palacio iban y venían gentes con faroles. Los ventanales de la enorme casa dejaban pasar la luz interior. En la antecámara se agrupaban los criados que deseaban despedir al joven príncipe y los familiares se habían congregado en la sala: estaban allí Mijaíl Ivánovich, mademoiselle Bourienne, la princesa María y la princesa Lisa.
El príncipe Andréi había sido llamado por su padre, que deseaba conversar con él a solas. Todos los esperaban.
Cuando el príncipe Andréi entró en el despacho de su padre, el anciano príncipe estaba sentado delante del escritorio en su bata blanca, con la cual no recibía a nadie excepto a su hijo, y tenía puestos los lentes. Escribía en su mesa. Volvió la cabeza:
—¿Te vas?— y siguió escribiendo.
—Vengo para despedirme.
—Bésame aquí— dijo el anciano, indicándole una mejilla. —¡Gracias, gracias!
—¿Por qué me da las gracias?
—Porque no pierdes el tiempo, porque no te pegas a la falda de la mujer; porque pones el servicio ante todo. Gracias, gracias— y siguió escribiendo con movimientos tan nerviosos que de la pluma saltaban salpicaduras. —Si tienes algo que decirme, habla: puedo atenderte y escribir a un tiempo— agregó.
—Es sobre mi esposa... Siento dejarle esta carga...
—Déjale de tonterías. Vamos, dime lo que necesitas.
—Cuando llegue el momento de dar a luz, haga venir de Moscú a un médico, para que la asista...