El vizconde, dispuesto a comenzar su historia, sonreía cortés.
—Venid aquí, chère Hélène— dijo Anna Pávlovna a la princesa que, sentada un poco más allá, era el centro de otro grupo.
La princesa Elena sonreía; se levantó con la misma invariable sonrisa de mujer bellísima con que había entrado en el salón. Con el leve crujido de su traje de baile, blanco, adornado de terciopelo; resplandeciente por la blancura de los hombros, el brillo de sus cabellos y los diamantes, se adelantó entre los hombres que le abrían paso, erguida, sin mirar a ninguno pero sonriendo a todos, como regalando el derecho a admirar la belleza de su talle, de sus brazos torneados, de los escotados espalda y pecho (según la moda de la época). Se acercó a Anna Pávlovna como llevando consigo todo el esplendor de la fiesta. Elena era tan bella que no sólo no había en ella sombra alguna de coquetería sino que, al contrario, parecía avergonzarse de su propia belleza, que sobresalía demasiado exultante y victoriosa; diríase que deseaba reducir sus efectos, aunque sin conseguirlo.
—Quelle belle personne! 27— comentaban todos los que la veían. Y el vizconde, como impresionado por algo extraordinario, sacudió los hombros y bajó los ojos mientras ella se sentaba delante y lo iluminaba con su inmutable sonrisa.
—Madame, je crains pour mes moyens devant un pareil auditoire— sonrió, inclinando la cabeza. 28
La princesa apoyó en el velador el brazo desnudo y no creyó necesario decir una sola palabra. Lo miraba sonriente, esperando. Durante toda la narración permaneció erguida, mirando ya el bello brazo desnudo, ya el seno aún más bello sobre el cual resplandecía el collar de diamantes; a veces ordenaba los pliegues del vestido y, cuando el relato impresionaba a los oyentes, miraba a Anna Pávlovna y tomaba la misma expresión que la dama de honor, para volver en seguida a su propia calma y a su bonita sonrisa. Tras Elena se acercó también la joven princesa, abandonando la mesa del té.
—Attendez-moi, je vais prendre mon ouvrage— dijo. —Voyons, à quoi pensez-vous?— añadió, volviéndose al príncipe Hipólito. —Apportez-moi mon réticule. 29
Sonriente y hablando con todos, la princesa hizo cambiar a los demás de sitio y se acomodó alegremente.
—Ahora estoy bien— dijo, pidiendo que se empezara; y volvió a su labor.
El príncipe Hipólito, que le había traído la bolsa, acercó mucho su butaca y se sentó junto a la joven.
Le charmant Hippolytellamaba la atención por la extraordinaria semejanza con su hermana y, sobre todo, porque, a pesar de esa semejanza, era asombrosamente feo. Sus (acciones eran las mismas que las de su hermana; pero mientras que en ella estaban iluminadas por su alegre sonrisa satisfecha, joven, invariable, y por la hermosura clásica del cuerpo, en el hermano, por el contrario, el mismo rostro estaba como oscurecido por la estulticia y expresaba siempre un mal humor presuntuoso; su cuerpo era flaco y débil. Los ojos, la nariz y la boca parecían contraídos en una indefinida mueca de aburrimiento, y sus brazos y piernas nunca aparecían en posición natural.
—Ce n’est pas une histoire de revenants? 30— dijo, sentándose junto a la princesa y llevándose en seguida a los ojos los impertinentes, como si no pudiera hablar sin este artefacto.
—Mais non, mon cher— dijo el narrador, sorprendido y encogiéndose de hombros.
—C’est que je déteste les histoires de revenants 31— replicó Hipólito, demostrando alcanzar el sentido de sus propias palabras sólo después de haberlas pronunciado.
Dado el aplomo con que hablaba, nadie pudo comprender si lo dicho era muy inteligente o una solemne tontería. Vestía frac verde oscuro, con calza de color cuisse de nymphe effrayée 32, según su propia frase, medias de seda y zapatos de hebilla.
Le vicomtecontó con mucha gracia la anécdota entonces de moda: el duque de Enghien se había dirigido secretamente a París para encontrarse con mademoiselle George, y en casa de la señora coincidió con Bonaparte, que también gozaba de los favores de la famosa actriz. En aquella ocasión, Napoleón, casualmente, había sufrido un desvanecimiento de los que solían aquejarlo, lo que lo puso a merced del duque, pero éste no se había aprovechado de la situación y, precisamente por esa magnanimidad, Bonaparte se vengó, condenándolo a morir.
El relato resultaba ameno e interesante, sobre todo en aquella parte donde se hacía alusión al encuentro de ambos rivales; las damas parecieron conmovidas.
—Charmant— comentó Anna Pávlovna, interrogando con los ojos a la pequeña princesa.
—Charmant— susurró la pequeña princesa, deteniéndose en su labor y demostrando así que el interés y el encanto del relato le impedían continuar.
El vizconde apreció aquella silenciosa alabanza y, sonriendo reconocido, prosiguió. Pero en aquel instante, Anna Pávlovna, que miraba siempre al para ella temible Pierre, notando que estaba ahora hablando ardorosamente y en voz demasiado fuerte con el abate, decidió acudir en auxilio de aquel punto amenazado. En efecto, Pierre había conseguido trabar conversación con el abate sobre el equilibrio político, y el abate, visiblemente interesado por el sincero entusiasmo del joven, le exponía su idea favorita. Escuchaban y hablaban entrambos con demasiada animación y espontaneidad y era eso lo que no gustó a Anna Pávlovna.
—Los medios son el equilibrio europeo y el droit de gens 33— decía el abate. —Basta con que un Estado tan poderoso como Rusia, considerado hasta ahora bárbaro, se ponga desinteresadamente al frente de esta alianza, cuya finalidad es el equilibrio de Europa, y ¡salvará al mundo!
—¿Y cómo hallará tal equilibrio?— comenzó a decir Pierre.
Pero en aquel instante se acercó Anna Pávlovna que, mirando severamente a Pierre, preguntó al italiano cómo le sentaba el clima de San Petersburgo. La fisonomía del italiano se transformó de pronto: cobró la expresión falsamente acaramelada, afable y atenta que, al parecer, le era habitual al conversar con las damas.
—Estoy tan impresionado por la espiritualidad y cultura de esta sociedad, y sobre todo de su parte femenina, en la cual tuve el honor de ser recibido, que todavía no he podido pensar en el clima— replicó.
Anna Pávlovna, sin soltar ya al abate y a Pierre, para tenerlos mejor bajo su vigilancia, los unió al grupo común.
En aquel instante un nuevo invitado entró en el salón. Se trataba del joven príncipe Andréi Bolkonski, marido de la pequeña princesa. El príncipe Bolkonski era un joven de talla media, muy agraciado, de enérgico rostro, rasgos secos y muy acentuados. Todo en él era un vivo contraste con su pequeña esposa, llena de vida, desde su mirada cansada y aburrida hasta su paso lento y uniforme. Parecía conocer a todas las personas reunidas en el salón, y esto le fastidiaba tanto que hasta le resultaba muy aburrido mirarlas y escucharlas. De todos aquellos rostros, el que más tedio parecía producirle era el de su bonita esposa. Se apartó de ella con una mueca que afeaba su rostro hermoso, besó la mano de Anna Pávlovna y entrecerrando los ojos miró a los demás.
—Vous vous enrôlez pour la guerre, mon prince? 34— le preguntó Anna Pávlovna.
—Le général Koutouzoff— dijo Bolkonski, acentuando a la manera francesa la última sílaba zoff—a bien voulu de moi pour aide-de-camp... 35
—Et Lise, votre femme?
—Irá al campo.
—¿No le parece un pecado privamos de la presencia de su preciosa esposa?
—André— dijo Lisa, hablando a su marido con el mismo tono mimoso con que se dirigía a los extraños, —¡si supieses qué historia nos ha contado el vizconde sobre mademoiselle George y Bonaparte!
El príncipe Andréi entornó los ojos y se apartó. Pierre, que desde la entrada del príncipe Andréi no había apartado de él su mirada sonriente y amistosa, se acercó y lo cogió del brazo. El príncipe, sin volverse, contrajo el rostro en una mueca que expresaba descontento hacia quien lo sujetaba del brazo, pero al ver el rostro sonriente de Pierre le correspondió con una sonrisa inesperadamente bondadosa y agradable.