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¿Podrían salvar las dificultades?

Compartían las dudas de Murátov todos los miembros del consejo científico del Instituto de cosmonáutica, y éstas estaban justificadas.

La tarea planteada a la expedición resultó mucho más complicada de lo que se podía pensar…

El hecho de la aparición alrededor de la Tierra de dos satélites artificiales creados por otra mente y por otro mundo, no asombró, aunque fuera un tanto raro, ni a los científicos, ni a la amplia opinión pública. Las personas estaban acostumbradas hace tiempo a la idea de que, tarde o temprano, se recibirían pruebas directas de la existencia de gentes más allá de la Tierra. Por eso cuando esto tuvo lugar nadie se asombró. La reacción de la humanidad tuvo su expresión en una palabra: «¡Por fin!».

La suposición de que los amos de los satélites pudieran no ser hermanos sino enemigos, fue rechazada enérgicamente por una mayoría aplastante. ¡Esto hubiera sido monstruoso, absurdo, imposible! Seres capaces de enviar exploradores a un sistema ajeno, capaces de crearlos, no pueden tener sentimientos de hostilidad o de odio hacia otros seres.

«¿Por qué dificultan entonces el que conozcamos a estos satélites?», preguntaban los que dudaban.

«Esto no lo sabemos — les respondían —. Pero lo sabremos después. No hay que olvidar que los satélites fueron enviados cuando en nuestra Tierra existían fenómenos tales, como la hostilidad entre los pueblos y la guerra. Y todo indica que desde hace tiempo conocían la existencia de la Tierra y conociendo las personas que existían entonces, no quisieron darnos a conocer su técnica, que podría haber sido utilizada para el mal. Por ejemplo, la técnica atómica, que hace cien años todavía no la conocíamos».

Todos estos razonamientos eran verosímiles.

Pero en los círculos reducidos de los trabajadores de la cosmonáutica y en aquellos que, costara lo que costara, tenían que establecer contacto con los exploradores, no podían despreciar, aunque fuese poco creíble, la posible hipótesis de «hostilidad». Era necesario prestarle atención y la tenían en cuenta.

La nave fue equipada con todos los medios de defensa, que se pudieron prever, ante cualquier peligro.

Y la expedición comenzó el día señalado, día que quedaría grabado en la memoria de todos los hombres de la Tierra.

Pasaron cuarenta y dos horas. La astronave «Guerman Titov», laboratorio volante del Institulo de cosmonáutica, se encontraba en una órbita paralela al satélite explorador más próximo a la Tierra, manteniendo una distancia poco considerable.

Los observatorios terrestres habían transmitido unas quince veces que coincidían las coordenadas de la nave con las del satélite, que ambas habían sido registradas por los radares en un mismo punto y que como consecuencia se encontraban en una misma línea, según el «rayo visual» de las instalaciones de radar.

Pero no había forma de encontrar el satélite.

Numerosos aparatos, instalados en un enorme bastidor que ocupaba una gran parte de la sala de trabajo de la nave, no percibían nada. Sólo el determinador gravitacional, o gravímetro, como le llamaban frecuentemente, mostraba la existencia de una masa considerable en el espacio próximo, que a simple vista parecía completamente vacío.

El satélite, sin duda alguna, se encontraba muy cerca.

Por desgracia, eran insuficientes las indicaciones sólo de un gravímetro para acercarse a un cuerpo invisible. Era necesario sondearlo con otros aparatos, que indicaran no sólo la masa, sino la dirección exacta hacia ella y también la distancia.

Estos datos todavía no existían.

El satélite manifestaba claramente el deseo de no «entregarse en las manos» fácilmente…

Al principio todo marchó como sobre ruedas. El comandante de la «Titov», Yuri Véresov, experimentado astronauta, puso su nave con mucha seguridad en la trayectoria necesaria y, observando las indicaciones de la Tierra, «se colocó» pegado al satélite. Entonces llegó el primer comunicado sobre la coincidencia de las coordenadas. Parecía que el objetivo había sido conseguido y que lo restante era sencillo: pegarse bordo con bordo y comenzar a observar al «huésped».

Pero esto era sólo en apariencia.

La «Titov» se acercaba despacio y con precaución al objetivo. Nadie sabía qué esperaba a las personas en la aproximación al «extranjero», cómo recibiría la astronave terrestre, qué medios de «defensa» habían establecido en él los desconocidos amos.

Podría ser posible que hubieran decidido que las personas de la Tierra no debían conocer, bajo ningún pretexto, a sus exploradores, pues no en balde fueron adoptadas tan numerosas medidas de precaución.

En una sola cosa había completa seguridad: ¡los satélites no eran de antisubstancia!

— Puede explotar si nos acercamos demasiado, — supuso Stone —. ¿No es hora ya de enviar un robot?

— Creo que es pronto — contestó Sinitsin —. Es necesario acercarse más.

– ¿Y quién puede decir si estamos cerca o lejos? — preguntó Véresov.

— En primer lugar, esto nos indica el gravímetro. Sus indicaciones todavía no han llegado a los cálculos realizados por nosotros sobre la masa del satélite. Esto significa que por ahora está lejos. En segundo lugar, deben ya ponerse en funcionamiento otros aparatos. Los radares terrestres penetrarán en el satélite cualquiera que sea su defensa.

Lo cual quiere decir que nosotros podemos sondearlo aunque sea lo invisible que sea.

Los rayos infrarrojos… — Sinitsin se quedó con la palabra en la boca…

La aguja del gravímetro se inclinó fuertemente hacia la izquierda. Y casi en este mismo momento varios observatorios terrestres informaron inmediatamente que el satélite se había escapado de las pantallas de los radares, yendo hacia adelante y aumentando la velocidad.

Involuntariamente se preguntaron: «¿Es esto casual?»

— Como si nos hubiera olfateado — dijo Murátov.

Véresov conectó el acelerador.

La situación era de nuevo la misma aproximadamente al cabo de una hora. La aguja del gravímetro se desvió hacia la derecha.

Murátov no apartaba los ojos del ocular del telescopio. Le fue encargada la observación visual pero hasta ahora no había podido ver nada. Y de repente le pareció que una mancha opaca oscureció el refulgente campo de estrellas que rodeaba la astronave. Algo parecido un espectro, grande y oscuro, eclipsó los puntos no centelleantes de los astros formando un abismo negro en la inmensidad del cosmos.

Pero la visión apareció por un instante y desapareció. ¿Por fin se había conseguido ver el satélite misterioso, o fue un engaño de la vista cansada?

Murátov no dijo nada de lo que había visto a sus camaradas. De nada les hubiera servido.

Véresov comenzó de nuevo a aproximarse con precaución, dirigiéndose sólo por la aguja del gravímetro que se deslizaba suavemente hacia la derecha.

Se acercaba la masa desconocida.

Stone ya había extendido la mano hacia el botón. Una ligera presión y del cuerpo de la «Titov» se separaría un robotexplorador cósmico en forma de cohete pequeño, pero potente. Dirigido por el gravímetro portátil avanzaría hacia la masa vecina para adherirse a ella, y enviar a la nave las señales de sus aparatos sensibles, capaces de escuchar lo «inescuchable» y de ver lo «invisible».

Algo había centelleado en la pantalla infrarroja.

Y… de nuevo un fuerte salto de la aguja hacia la izquierda. Un minuto de espera y la voz de la Tierra informó: ¡el satélite de nuevo se ha apartado, ha frenado, se ha rezagado!

Esto ya se parecía a una acción consciente.

Véresov pone en funcionamiento los motores de freno.