Murátov tuvo que reconocer que estaba emocionado. Según su teoría la señal de radio tenía que tener lugar en la segunda aproximación. Si apareciese en la tercera o en la cuarta tenía que reconocer su error. Nada de vergonzoso había en esto, pero no era muy agradable. Víktor sintió la mirada irónica de Serguéi y frunció el ceño.
Pasó una hora y la aguja del gravímetro se animó. En un lugar próximo volaba de nuevo el explorador enigmático del mundo extraño.
No soló Murátov estaba emocionado, lo estaban todos y se lo ocultaban uno a otro. Un sentimiento parecido al chovinismo, imperceptible para las personas, surgió en sus conciencias. ¿Era posible que la potente técnica de la Tierra no pudiera vencer la tesonería de esa técnica ajena que no quería descubrir sus secretos? ¿Era posible que las personas no pudieran obligarla a que lo hiciera?
Aunque había sido decidido destruir los dos satélites en caso de repetirse el fracaso, cada uno para sí no creía que, en realidad, esto se llevaría a cabo. ¡No! ¡Era necesario buscar y buscar! ¡Y buscar hasta conseguir un triunfo completo!
«¡Queremos saber lo que son, y tenemos que conseguirlo!»
Estas palabras no pronunciadas, dominaban en los pensamientos de todos aquellos, que de una forma o de otra, habían tenido algo que ver con el secreto cósmico.
La «Titov» continuaba aproximándose al satélite, mejor dicho adonde tenía que encontrarse, todavía más lentamente que antes. Era necesario mantener una velocidad uniforme, que después, al elaborar los datos de la localización, había que tener en cuenta para no cometer un error de decenas de kilómetros, ya que el lugar de las transmisiones podría encontrarse muy lejos. Al haber la más pequeña inexactitud las tres líneas de dirección no coincidirían allí donde se encuentra el transmisor.
En las naves de la expedición fueron instalados aparatos muy exactos. Si la transmisión partiera incluso de la órbita de Marte, que según la convicción general es la más extrema, el lugar necesario sería determinado dentro de un límite no mayor de un kilómetro cúbico.
Stone, Sinitsin y Murátov no apartaban los ojos de las escalas del gravímetro y del localizador, situados uno junto a otro en el cuadro de mandos. Y los tres advirtieron simultáneamente la tan ansiada señal.
– ¡Aquí está! — exclamó Stone.
Murátov suspiró quitándose un peso de encima. ¡La suposición era cierta! La señal apareció en el mismo momento que la vez pasada. Inmediatamente el satélite frenó y se quedó atrás. Otra vez lo mismo que antes.
— Sus acciones son uniformes, esto es un punto a nuestro favor — señaló Stone.
— Una prueba más de que allí no hay un ser vivo sino un cerebro electrónico — dijo Sinitsin.
«¡Qué cabezota!», pensó Murátov.
Ahora, cuando se había conseguido el primer objetivo de la expedición, no era necesario guardar «silencio». Las astronaves auxiliares comunicaron por radio que ellas también habían captado y registrado la señal.
— Regresen a la Tierra — ordenó Stone —. Nosotros comenzaremos a cumplir el segundo punto de nuestro plan.
– ¡Les deseamos éxito! — contestaron.
La «Titov» disminuyó la velocidad esperando al satélite que se había quedado retrasado, y al cabo de poco tiempo otra vez volaban uno junto al otro.
— Manténganse según las indicaciones del gravímetro, sólo que la aguja no se detenga en el cero — dijo Stone.
Véresov asintió con la cabeza.
– ¿Será suficiente esto? — preguntó Sinitsin —. ¿Encontrará el robot su objetivo?
— Lo encontrará — contestó seguro Stone —. En esta dirección no hay ningún otro cuerpo.
Callaron los motores de la «Titov». Ahora los dos cuerpos se movían por inercia a igual velocidad. Pero no había tiempo que perder, ya que el satélite en cualquier momento podía cambiar su régimen de vuelo.
Stone apretó el botón.
En la pantalla panorámica apareció la silueta del robot en forma de cigarro alargado con cortos tentáculos. Detrás se extendía una llama blanca de la larga cola.
Unos segundos estuvo el robot en el espacio, al lado de la astronave, como si no supiera a dónde dirigirse. Después comenzó a alejarse cada vez más rápidamente.
– ¡Lo olió! — dijo Véresov.
– ¿No se estrellará co.ntra la superficie del satélite? — preguntó Murátov, que no conocía el mecanismo de los robots cósmicos.
— No, frenará al llegar al objetivo.
La llama blanca, que salía de las toberas del robot, se convirtió en un punto.
– ¡Está lejos! — señaló Stone.
Una luz azulada iluminó la pantalla en el cuadro de mandos. Funcionaba la cámara de televisión del robot.
Y Murátov vio de nuevo lo que fugazmente pasó ante sus ojos en el ocular del telescopio hacía unos días, durante la primera expedición.
Una mancha oscura ocultó el brillante campo de estrellas. Vacilaba, temblaba, vibraba el contorno ilusorio de un enorme huevo (por lo visto el robot se encontraba junto al satélite) como una abertura en el abismo del cosmos. Por la pantalla cada vez con más frecuencia centelleaban franjas que, de tiempo en tiempo, la cubrían formando una red compacta.
Pero no se oía el chasquido característico de las interferencias.
— El satélite entorpece la transmisión televisada — dijo Stone —. ¿Pero cómo y con qué?
Y de pronto… se encendió una llama blanca de una brillantez inaguantable, donde se acababa de ver el minúsculo punto del robot. La luz cegadora de la pantalla panorámica inundó todo el puesto de dirección de la «Titov», y los tripulantes se taparon involuntariamente los ojos temiendo quedarse ciegos.
– ¡»Titov»!.. ¡»Titov»!.. ¿Qué ha pasado?… ¡Conteste!.. — resonaba en el altavoz la llamada alarmante de la Tierra.
La explosión había sido tan fuerte que la habían visto en pleno día en el cielo sin nubes.
— Todavía no sabemos lo que ha ocurrido — contestó maquinalmente Stone abriendo con precaución los ojos, ante los que giraban a velocidades vertiginosas manchas de diferentes colores —. La astronave está ilesa. Parece como si se hubiera destruido el robot y puede ser que el mismo satélite.
— El satélite está en su sitio.
— Esto significa que fue sólo el robot.
El local parecía que estaba en profundas tinieblas después de una luz tan intensa. No veían nada, ni el cuadro de mando, ni uno a otro. Sólo la brillante lámpara de techo se distinguía nebulosamente, como una mancha amarilla.
— No abran los ojos, camaradas — aconsejó Stone —. Déjenles descansar.
Pero él mismo no hizo caso de su consejo. El deseo incontenible de saber lo que había pasado con el robot, lo obligó a mirar intensamente el lugar donde se encontraba la pantalla del televisor.
La vista se restableció completamente después de unos cuantos minutos.
— Faltó un pelo para quedarnos ciegos — dijo Sinitsin.
La pantalla se apagó, lo cual indicaba que no funcionaba la cámara de televisión del robot.
— Hemos hecho bien en enviar el robot por delante y no a una persona — dijo Stone —. Como se ve no podemos aproximarnos al satélite. Habrá que destruirlo.
– ¡Inténtelo! — exclamó con un tono raro Véresov.
– ¿Qué quiere usted decir con esto?
– ¿Que no comprende que ha tenido lugar una aniquilación?
— Se ha establecido con toda exactitud que el satélite no es de antisubstancia.
— Ya pesar de todo ha tenido lugar una aniquilación que ha destruido nuestro robot.
Han rodeado a su explorador de una nube de antigás.
– ¿Por qué no tuvo lugar una aniquilación en el encuentro de este satélite con la astronave «Tierra — Marte», a finales del siglo pasado?