Los pasajeros se apresuraron.
– ¿Qué ha dicho? — preguntó Guianeya. Marina se lo tradujo.
— Sí, cada vez está más cerca — confirmó la muchacha.
Los seissiete metros de subida no fueron salvados por todos debido a su inclinación.
Un pequeño grupo de pasajeros ancianos se quedó a la mitad de la pendiente. Unas veinte personas se unieron a las dos muchachas.
La línea del sharex se destacaba aquí claramente. Como una superficie húmeda (estaban tan pulidos), brillaban los «rieles» semicirculares. La exactitud geométrica de éstos producía la ilusión visual de que abajo, en vacío, continuaban cerrando la superficie y formando un sólido apoyo tubular cortado a lo largo. Por esto se llamaba «ferrocarril de garganta».
Pero el nombre tenía también un motivo histórico. La primera línea del sharex fue construida en forma de un semitubo. Sólo pasado algún tiempo se llegó a la conclusión de que la parte inferior no era necesaria, de que incluso disminuía la velocidad, creando un rozamiento excesivo. La reducción de la superficie de los «rieles» podía compensarla completamente el aumento de la cantidad de bolas en la superficie de apoyo del mismo sharex. Esta racionalización, propuesta y calculada por el entonces joven ingeniero Víktor Murátov, hermano carnal de la acompañante de Guianeya, dio resultados brillantes: la velocidad del expreso aumentó instantáneamente en un veinte por ciento.
La forma de la vía se cambió, pero se conservó el nombre primitivo.
El sharex se acercaba. Ahora lo oía no sólo Guianeya. Parecía como si zumbara una gruesa cuerda muy tensa, en un lugar, todavía tras el horizonte, pero ya cerca.
– ¿No nos lanzará de aquí? — preguntó con temor uno que estaba junto a Marina.
– ¡Qué dice usted! — respondió otro —. Estamos a treinta metros de la vía.
El conductor automático del vechebús se hizo de nuevo oir como si hubiera escuchado esta conversación.
— Se recomienda no estar de pie sino sentados en la tierra — dijo clara y pausadamente.
Todos se apresuraron a cumplir este consejo. Pero después de haber escuchado la traducción Guianeya permaneció de pie. Marina que estaba sentada se levantó apresuradamente. No podía permitir que la huésped confiada a su tutela pudiera caer debido a su falta de preocupación y, a lo mejor, recibiera una pequeña lesión. Poniéndose al lado de Guianeya sujetó a la muchacha fuertemente por los hombros.
Guianeya se sonrió y a su vez abrazó el talle de Marina.
«Ahora no caeremos», pensó Marina, sintiendo en todo el cuerpo el seguro apoyo de esta mano fina, delicada en apariencia, pero tan fuerte.
Quería sostener a Guianeya, pero resultó que ésta la sostenía a ella.
«Suceda lo que suceda ahora no caeremos aunque pasen velozmente dos sharex», dijo una vez más para sí.
– ¿Esta vía la ha construido su hermano? — preguntó inesperadamente Guianeya.
Marina se estremeció. ¡Esto ya es demasiado! Nunca había mencionado a su hermano en las conversaciones, cumpliendo el ruego de Víktor. No quería que la huésped supiera su parentesco. Guianeya conocía muy bien a Víktor sin sospechar que éste es hermano de Marina. ¿Quién se lo podía haber dicho? ¿De dónde sabía que precisamente Víktor había propuesto la idea de la construcción de esta vía?
Unos ojos grandes, tan poco corrientes, miraban atentamente a Marina esperando la respuesta..Una sonrisa apenas perceptible se marcaba en los labios verdosos de una bella boca curvada. Y no por primera vez acudió a la mente de Marina la idea de que Guianeya fingía, de que ella sabía el idioma de la Tierra y secretamente leía los diarios y las revistas.
— No — contestó maquinalmente Marina en su lengua natal —. No la construyó, sino que propuso la idea.
– ¿Qué ha dicho usted? — preguntó Guianeya.
«¡Si finge, es con mucho arte! Pero ¿puede ser que no sepa el ruso, sino otro idioma cualquiera?”
Marina tradujo al idioma de la huésped lo que había dicho.
– ¡Allá viene! — dijo uno refiriéndose al sharex.
En la lejanía, allí donde los «rieles» de la vía parecían fundirse en una línea recta fina, apareció un refulgente punto. Se acercaba vertiginosamente. El zumbido bajo, alargado, se intensificaba cada segundo.
El «chófer» del vechebús amablemente informaba:
— El sharex marcha a una velocidad de seiscientos y diez kilómetros por hora, o sea, de ciento sesenta y nueve y diecisiete centésimas de metro por segundo.
Mientras resonaba esta frase, el expreso había recorrido cerca de dos kilómetros y se encontraba ya muy cerca. Se podía ver la forma alargada, idealmente aerodinámica del cuerpo del vagón de cabeza, construido de metal plateado. Detrás del expreso se extendía la cola del torbellino de aire que podía verse claramente a los rayos solares.
Algunos de los espectadores de la colina se taparon los oídos. Al potente zumbido se unió el silbido cada vez más fuerte.
Guianeya estaba inmóvil sin apartar los ojos del expreso que se aproximaba. Muchas veces había ido en el sharex, pero ni una sola vez lo había visto desde fuera durante su marcha. ¿Le decía algo el aspecto del tren superrápido, despertaba recuerdos en ella?
¿Quién podía contestar esto?
En el momento en que el tren pasó junto a la colina, cual relámpago plateado, golpeando a los espectadores con su fuerte onda de aire, Marina miró casualmente la cara de Guianeya y pudo observar cómo brilló un fuego en los ojos negros de su acompañante.
¿A qué podía estar relacionado? ¿Qué lo había provocado? ¿Era la admiración ante la potente técnica de la Tierra, o… era una burla por su atraso?
Cuando el sharex desapareció en la línea opuesta del horizonte y dejó de sonar su zumbido para los oídos de las personas, Marina preguntó:
– ¿Cuál es su impresión?
Pero Guianeya dio por callada la respuesta.
2
Las dos muchachas no sabían que la persona de la que hacía un rato habían hablado se encontraba en el expreso que acababa de pasar velozmente cerca de ellas.
Víktor Murátov estaba sentado en un blando sillón, junto a la pared del vagón, y examinaba atentamente las páginas de un manuscrito.
Por los periódicos había sabido, como lo sabían todos, que Guianeya se dirigía a Poltava y con ella, como es natural, iba su hermana menor. Pero de ninguna forma le podía venir a la mente la idea de que hacía un minuto había estado muy cerca de ellas.
Incluso si hubiera mirado por la ventanilla, debido a la velocidad que llevaban, no hubiera podido notar al grupo de personas que estaba en la pequeña colina.
Era un hombre de treinta y cinco años, muy alto, de rostro fuertemente tostado por el sol, y de complexión atlética. Tenía lo mismo que su hermana espesos cabellos negros y ojos oscuros, caídos oblicuamente. Esto le hacía un poco parecido a Guianeya.
Pero él mismo no había notado este parecido, que sin duda alguna saltaba a la vista.
Es cierto, que una vez, en un día muy memorable, le dijeron esto, pero Murátov pronto lo olvidó.
Y no lo recordaba incluso ahora cuando delante de sus ojos estaba la fotografía de Guianeya, pegada a una de las páginas del manuscrito.
Ni tan siquiera la miró, pues no tenía ninguna necesidad, ya que él, entre otras pocas personas, fue el primero que vio a la forastera de otro mundo, y sus rasgos se quedaron grabados para siempre en su memoria. Fueron demasiado extraordinarias las circunstancias y el lugar donde tuvo lugar esta primera entrevista.
Leyendo rápidamente la última página, mejor dicho, dándole sólo un vistazo, Murátov colocó las hojas igualándolas cuidadosamente, y, doblando el manuscrito por la mitad, lo metió en el bolsillo.