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Sin embargo, los científicos no decían ni una palabra sobre las capacidades mentales de Guianeyá. Sencillamente porque no las conocían. Sólo por síntomas indirectos se podía suponer que tenía un cerebro altamente desarrollado.

Durante el año y medio que había pasado desde el momento de la aparición en la Tierra de esta muchacha de otro mundo no había sido posible encontrar un idioma para llegar a conseguir una completa comprensión mutua. Guianeyá no había expresado el menor deseo de estudiar el idioma de la Tierra, dejando la iniciativa a las personas de la Tierra. Ante el grupo de científicos lingüistas que se dedicaban al estudio del idioma de Guianeyá se planteaba una tarea no fácil, no sólo por lo difícil del idioma, sino fundamentalmente porque ella manifestaba claramente que no deseaba ayudar a las personas. Con muy poca gana «daba clases», limitándose a las más sencillas palabras y nociones, sin las cuales ella no podía pasar en la Tierra. El menor intento de querer ampliar el conocimiento de su lengua, con el objeto de tocar las cuestiones científicas, chocaba con una invariable resistencia tácita. Daba la impresión de que Guianeyá había decidido firmemente no ofrecer, por nada del mundo, la menor posibilidad de hacerle preguntas de carácter científico o técnico.

¿Era posible que Guianeya no conociera la ciencia de su mundo? Las circunstancias de su aparición en la Tierra rechazaban categóricamente esta suposición. Indudablemente ella sabía muchas cosas. Pero ¿este «mucho» sería mayor de lo que se sabía en la Tierra?

Los científicos no habían perdido las esperanzas de obtener al fin respuesta a las cuestiones que les interesaban. Pues Guianeya no podía guardar silencio eternamente. Si alguna vez ella quisiera regresar a su patria sólo lo podría hacer con la ayuda de las personas de la Tierra, con la ayuda de la técnica terrestre.

Recientemente se reforzó esta esperanza de romper la incomprensible terquedad de Guianeya. Por primera vez la huésped habló del pasado.

— Yo abandoné mi patria casi en contra de mi voluntad — dijo ella a la única persona hacia la que sentía manifiestamente una inclinación, a Marina Murátova, lingüista leningradense, la misma que la acompañaba ahora en el tren —. Pero no sé por qué no siento nostalgia. Y llegué a la Tierra, completamente en contra de mi voluntad. Esta expedición fue particularmente desafortunada para mí. Pero quedarme con ustedes para siempre… — ella se extremeció.

¡Por fin se manifestaba en Guianeya un sentimiento humano! Durante año y medio se mantuvo desde el primer momento con una tranquilidad aparente.

— ¿Su patria es mejor que nuestra Tierra? — le preguntó Marina completamente convencida de que obtendría una respuesta afirmativa.

Y se equivocó.

— No — contestó Guianeya —. Su Tierra es mucho más bella. Pero para mí son muy queridos los recuerdos de la infancia y de la juventud.

Y esta fue toda la respuesta. De nuevo Guianeya se encerró en sí misma sin contestar a las numerosas preguntas que le hizo Marina intentando continuar la conversación.

Sin embargo, esto fue un destello. A Guianeya la rodearon todavía de más atenciones y cuidados. Se decidió no forzar los acontecimientos, esperar a que ella misma quisiera hablar. Ya que había hablado de su pasado, tarde o temprano, volvería de nuevo a hablar de él.

Marina se convirtió en la acompañante y traductora permanente de Guianeya. Poco a poco fue creciendo la amistad entre las dos muchachas. Era posible que la esto hubiera coadyuvado un parecido exterior, no muy grande pero indudable.

¿Dónde se encontraba la patria de Guianeya? ¿De dónde apareció de una forma tan rara y enigmática en el Sistema solar? ¿Y cómo pudo ser «en contra de su voluntad»? A estas preguntas sólo podía contestar la misma Guianeya. Pero ella callaba, callaba ya año y medio.

Alguna vez tendría que hablar y este momento lo esperaban con impaciencia las personas de la Tierra.

Y ahora, la forastera misteriosa se encontraba, en un caluroso mediodía de julio, en el paso a nivel de la línea del sharex, en medio de una llanura verde, en el centro de la tierra ucraniana.

¿Qué la había traído aquí? Ni la misma Mariña lo sabía. Guianeya había manifestado este deseo, y esto era suficiente para esforzarse en cumplirlo sin discutir. Sólo se podía suponer que la traía a Poltava el futuro aterrizaje en el cohetódromo de la Sexta expedición lunar. Otra causa era difícil de pensar.

Pero había un «pero» en esta cuestión, y los científicos de la Tierra hubieran dado todo por saber si le interesaba o no la Luna a Guianeya. El aclarar esta cuestión podría verter luz sobre muchas cosas que hasta ahora eran secretas.

Provocó duda el hecho de que nadie había hablado a Guianeya del regreso de la Sexta expedición. ¿De dónde podía saberlo?

Pero sea por lo que sea, Guianeya manifestó que quería ir a Poltava, señalando esta ciudad en el mapa.

Guianeya en sus viajes por la Tierra, bastante frecuentes y duraderos, utilizaba insistentemente el transporte terrestre y marítimo, pero no quería utilizar el aéreo. Y esta vez prefirió ir en vechebús aunque sabía que este viaje era más largo y agotador.

¿Podía ser que Guianeya quisiera ver de cerca la naturaleza de la Tierra?

Quedaba poco tiempo. Para el sharex, que iba a toda velocidad, cien kilómetros eran diez minutos. El grupo de pasajeros se dirigió hacia una pequeña elevación que se encontraba a unos cuarenta metros de la pista. No era tan interesante mirar desde abajo el paso del expreso.

Guianeya fue la primera que llegó a la pequeña colina. Eran rasgos característicos de esta muchacha la movilidad, la preferencia clara a la carrera en vez de la marcha, el movimiento impetuoso. Corrió ligeramente por una pendiente bastante inclinada, salvando los últimos metros de un salto.

Se dibujaba con precisión su silueta esbelta, sus hombros perfectamente torneados y la posición altiva de su cabeza en el fondo del cielo azul. A la luz solar, que hacía desaparecer desde lejos el matiz verdoso de su cuerpo, Guianeya se asemejaba a una estatua de color de bronce con un vestido corto, cegadoramente blanco.

— ¡Muy bella! — dijo uno de los pasajeros del vechebús.

Marina era una buena deportista, pero en la subida a la colina se quedó unos diez metros atrás de su acompañada. Al encontrarse junto a ella involuntariamente prestó atención a la respiración tranquila y rítmica de Guianeya. La subida veloz, evidentemente, ni la había cansado, ni le había alterado el ritmo de los latidos del corazón.

— Oigo un zumbido continuo — dijo Guianeya, extendiendo el brazo hacia aquella parte de donde debía aparecer el expreso.

Estaba todavía muy lejos, más allá del horizonte. Nadie en el mundo podría captar a esta distancia el ruido característico del sharex que iba a toda marcha. Pero Marina no dudó ni un segundo de que Guianeya en realidad oía este sonido. Muy frecuentemente tuvo ocasión de convencerse de la agudeza fenomenal del oído de la huésped.

Le vino a Marina a la memoria la frase de los cuentos infantiles que dice: «Oye cómo crece la hierba».

«Guianeya y nadie más que ella — pensó Marina — tiene esta capacidad. Sería curioso saber cuántos sonidos puede oír cuando nos parece que alrededor nuestro hay un silencio completo».

Del vechebús salió una voz metálica que advirtió:

— ¡Se acerca el expreso!

También el conductor automático de la máquina oía el ruido del tren. El aparato cibernético poseía un sentido tan agudo como Guianeya.

Los pasajeros se apresuraron.