Esto no podía ser un fragmento pequeño, tan pequeño, que no lo «vieran» las potentes instalaciones de localización. En este caso no lo notarían incluso los gravímetros. El cuerpo misterioso tenía una masa considerablemente grande.
— ¡Cada vez más cerca y más cerca! — murmuró Leguerier —. Lo más extraño es que vuela muy lentamente.
Se oyó el sonido sordo del radiófono. Leguerier no se volvió.
La llamada se repitió y Murátov se acercó al aparato.
El que estaba de guardia en el puesto de mando de la nave insignia de la escuadrilla informó con voz alterada de la «conducta» rara del gravímetro.
— De todas nuestras naves informan lo mismo — dijo.
— Lo sé — contestó Murátov —. Continúe haciendo observaciones.
Entró Makárov y como hipnotizado se dirigió «n silencio hacia Leguerier. Los dos miraban fijamente el gravímetro. La aguja ya se había separado mucho del cero y continuaba desviándose lenta, extremadamente lenta, pero invariable, cada vez más.
La línea en la pantalla del radar era, como antes, inmutablemente recta.
Leguerier golpeó con el pie en el suelo.
— ¿A fin de cuentas, esto qué es? — dijo irritado —. ¡Alarma general!
Makárov oprimió el botón rojo que estaba en el centro del cuadro. Murátov sabía que en este momento se oiría en todos los lugares del satéliteobservatorio un sonido estridente anunciando el peligro.
No pasaron ni dos minutos, cuando en el camarote del jefe se reunieron todos los tripulantes del satélite.
No era necesaria ninguna aclaración. Estas personas comprendían perfectamente el idioma de los aparatos.
Reinaba una tensión oculta, un silencio alarmante.
El peligro desconocido es la prueba más desagradable para el estado psíquico. La persona más valiente siente involuntariamente un miedo vago. ¿Qué hacer, si no se sabe de quién defenderse?
Y de repente el recuerdo acudió a la memoria de Murátov. Veía el rostro intenso de Véresov y Stone, con los ojos clavados en el mismo gravímetro, que les mostraba lo que sucedía.
— ¿No sería éste uno de los dos satélitesexploradores que persiguió la «Titov» hace dos años? — dijo Murátov.
Leguerier se volvió rápidamente.
— ¿Tan lejos de la Tierra?
— Todavía nadie sabe por dónde desaparecieron.
— ¿Pero los radares en aquel tiempo captaron estos satélites?
— Esto fue entonces. Existe la suposición que de alguna forma han cambiado el sistema de su «defensa».
— Es posible que usted tenga razón — dijo Leguerier —. ¡Veremos!
Si Murátov había dado en el clavo, entonces la aguja del gravímetro tendría que cesar en seguida el movimiento hacia la derecha. Los satélitesexploradores no podían pasar muy cerca de una masa tan grande como la de Hermes. El asteroide tenía un kilómetro y medio de diámetro y ¡esto no era una pequeña astronave!
La suposición era tan verosímil que todos se tranquilizaron inmediatamente. Marcharon dos astrónomos, después de haber recibido el permiso de Leguerier (fue dada la alarma en el observatorio y nadie tenía derecho a actuar individualmente), para intentar ver con el gran telescopio el cuerpo que se aproximaba. Makárov regresó a su camarote para realizar observaciones paralelas con sus aparatos.
Pero la tranquilidad duró poco.
Pasaron cinco, después diez minutos y la aguja continuaba deslizándose hacia la derecha, y amenazaba con acercarse al punto extremo, que señalaba el choque de dos masas: la de Hermes y el cuerpo desconocido. Se aproximaba el choque. Quedaba muy poco para que la aguja llegara a la raya roja de la escala.
— Vuela directamente hacia nosotros — dijo alarmado Leguerier.
El gravímetro perfeccionado daba la posibilidad de determinar no sólo la masa, sino también la dirección de su movimiento y la distancia.
La pantalla del radar como antes no mostraba nada. No obstante que según el gravímetro, el cuerpo que se aproximaba era bastante grande.
A Murátov le parecía que el aparato indicaba una masa mucho más grande que cuando la «Titov».
Las palabras de Leguerier confirmaron que esto era así.
— La masa del cuerpo desconocido — dijo el astrónomo — supera en muchas veces la de los exploradores.
Unos cuantos minutos angustiosos más, y se disiparé la duda: un objeto volaba directamente hacia el observatorio.
8
Leguerier se abalanzó hacia di cuadro.
Un movimiento de su mano y todas las pesadas puertas herméticas encajaron en sus ranuras impidiendo cualquier acceso de un local a otro. El observatorio estaba dividido en compartimentos aislados.
Ahora se podía estar seguro de que la catástrofe no causaría una ruina total.
¿Dónde tendría lugar el terrible golpe del choque con él cuerpo cósmico?
Las personas estaban llenas de impaciencia…
Murátov en estos segundos, sin saber por qué, pensó no en sí y no en las personas que se encontraban con él, sino en las naves de su escuadrilla. Se encontraban relativamente cerca de la cima del embudo de granito que robeaba el observatorio.
¿Acertarían a hacer allí lo mismo que aquí había hecho Leguerier?
Ya era tarde para dar la orden por el radiófono.
«Además — pensó Vífctor — si el cuerpo cae en la astronave, de ésta no quedará nada, ya que su masa es enormemente grande. Ningún refugio salvaría a la gente».
La aguja del gravímetro continuaba acercándose inexorablemente hacia la raya roja y esto era señal de que se aproximaba una catástrofe. Eran completamente inútiles los campos de defensa antigravitacional y magnético. Eran demasiado débiles para influir en esa mole. Una muerte casual y absurda se cernía sobre las personas que carecían de medios para evitarla.
— ¡Miren! — dijo Leguerier, alargando la mano hacia el gravímetro.
Era algo más que extraño, inexplicable, lo que ellos vieron.
La aguja disminuyó todavía más su movimiento. En contra de las leyes de la atracción no aceleró su movimiento, sino todo lo contrario, lo disminuyó, y ahora se movía casi imperceptiblemente.
Y de repente… se detuvo por completo, casi tocando la línea roja.
Esto significaba que el cuerpo desconocido cesó su caída y pendía inmóvil sobre Hermes a una distancia no mayor de cien metras.
Una inspiración ruidosa de alivio salió simultáneamente del pecho de los que se encontraban en el camarote.
¡Salvados! El peligro, que hasta ahora parecía inevitable, pasó de una forma incomprensible.
— Esto sólo puede hacerlo una nave dirigida — dijo Leguerier.
— ¡Cuáles son entonces sus dimensiones! — exclamó asombrado Murátov.
No cabía la menor duda. Todo lo que había de incomprensible en la actitud del cuerpo desconocido, sería completamente comprensible si esto fuera una nave cósmica con potentes motores.
¿De dónde podían proceder? La Tierra no comunicó sobre el vuelo de alguna nave en esta zona. Cualquier astronave hubiera comunicado sus coordinadas de posición, si su comandante por cualquier motivo tuviera que descender en el asteroide. Lo hubieran captado hacía tiempo los radares. Y lo más importante de todo es que ninguna de las naves cósmicas posee tan enormes dimensiones y carece de la «capacidad» de absorber por completo los haces de ondas de radio.
La astronave desconocida, juzgando por su masa, era gigantesca, pero a través del techo transparente del camarote se veían sólo las estrellas.
— Se ha detenido un poco hacia un lado — dijo Leguerier y en su voz se notó un estremecimiento de emoción —. No hay la menor duda de que es una nave cósmica ¡pero no nuestra!
Todavía estaba hablando cuando la aguja del gravímetro de nuevo vaciló y rápidamente se deslizó hacia la izquierda.