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La nave cósmica se alejaba.

¿Para qué entonces voló hacia Mermes? Si los desconocidos astronautas observaron en el asteroide una obra artificial, debían haberse interesado y aclarar lo que era. En vez de esto se detuvieron menos de un minuto y partieron. Durante este corto tiempo era imposible haberlo examinado todo bien. Además, para realizar esta maniobra se exigía un gasto de energía aunque ésta no fuera muy grande.

¿Cuál era la causa de esta conducta tan rara?

Los ingenieros y científicos se miraban unos a otros en silencio. Nadie comprendía nada, y las personas se hacían a sí mismo la siguiente pregunta: ¿no sería una ilusión esta visita?

Leguerier interrumpió el largo silencio.

— La nave se aleja en línea recta y gradualmente aumenta su velocidad — dijo —. ¿Para qué la disminuyó y se detuvo? Esto es más que incomprensible.

Inesperadamente fulguró una luz brillante. Aquellos, que tuvieron tiempo de erguir la cabeza, observaron delante de ellos, cómo en el cielo aterciopelado negro se inflamó la nube de un torbellino de llamas de una explosión monstruosa.

Tuvo lugar muy lejos, pero precisamente allí donde debía encontrarse la nave. El camarote se iluminó en un instante con una luz blanca mortecina. Y de repente todo se apagó.

La aguja dd gravímetro cayó hacia el cero como si estuviera agotada. ¡Desapareció como por encanto la masa que actuaba en él, la masa de la nave cósmica de otro mundo que hasta hace poco volaba hacia Hermes!

— ¡Una catástrofe! — gritó Murátov —. La nave ha explotado.

— Sí, ha explotado — dijo despacio y tristemente Leguerier —. Ha tenido lugar una aniquilación. Y nunca sabremos lo que ha pasado ante nuestros ojos.

— Ni a qué humanidad pertenecía — añadió Murátov.

La inesperada catástrofe conmovió profundamente a todos. Las personas estaban emocionadas. ¡Aunque fueran seres desconocidos, extraños a las personas de la Tierra los que se encontraban en la nave, eran representantes racionales de la humanidad del universo!

¡Tan cerca, al lado, estuvo la mente de otro mundo; en este momento podía haber tenido lugar la entrevista tan esperada de las personashermanos! ¡Por primera vez en la historia! ¡Y no fue posible! El mensajero de otro mundo, que posiblemente había salido de las lejanías profundas del espacio, desapareció sin dejar huellas.

¡Esto era tan absurdo, tan insoportablemente ofensivo, tan estúpido!

Leguerier presionó maquinalmente el botón que establecía la comunicación entre los departamentos del observatorio.

— ¿Pero por qué, por qué no descendieron? — dijo Weston —. Ellos tuvieron que haber visto nuestro observatorio. ¿Por qué tan apresuradamente se alejaron?

— Es posible, precisamente porque — contestó Murátov —. Vinieron a nosotros del antimundo. Se convencieron de que nuestro asteroide, en relación con ellos, era de antisubstancia, y se apresuraron a alejarse del peligro. Y al alejarse chocaron con un meteorito y tuvo lugar la aniquilación que ellos temían.

— Su hipótesis es infundamentada, Murátov — dijo Leguerier —, infundamentada por dos razones. Primera, en ese momento no volaban ningunos grandes meteoritos. A la distancia que tuvo lugar la explosión nuestros radares hubieran registrado cualquier meteorito. Segunda, la nave cósmica que volaba a un sistema planetario extraño, debía estar defendida del peligro de la aniquilación. Ellos debían tener determinado hace tiempo de qué materia se compone nuestro sistema planetario. Además se encontraron con nosotros no en su extremo sino casi en el centro.

— Podían no haber atravesado todo nuestro sistema sino acercarse a él, por abajo o por arriba, en relación con el plano de la eclíptica.

— Inconcebible. Tal imprudencia no es propia…

No terminó de hablar escuchando atentamente una llamada perceptible procedente de la cámara de entrada que era la puerta exterior del observatorio.

¿Quién podía llamar?

Si fuera alguien de la tripulación de las naves de la escuadrilla no tendría por qué llamar. Existía un sistema de señales que era conocido de todos, y además nadie podía presentarse sin avisar de antemano.

Un mismo pensamiento atravesó la mente de todos. ¡Habría llamado un ser de otro mundo, que hubiera descendido de la nave que hacía sólo algunos minutos se había destruido!

¿Pero si esta nave no se asentó en la superficie de Hermes, cómo podía haber desembarcado a alguien?

¡La nave había partido y la idea de que alguien había desembarcado era absurda!

¡La llamada se repitió, precisa, insistente!

Leguerier conectó la pantalla de visión exterior.

Y vieron…

En el umbral se encontraba una alta figura humana con una escafandra.

¡Una figura humana conún y corriente!

¿Común y corriente?…

¡Esto no era así! Todos notaron en seguida algo distinto.

La persona que se encontraba en el umbral ¡llevaba una escafandra no terrestre!

Levantó la mano y con clara impaciencia golpeó con el guante metálico en la puerta exterior.

Es decir, a pesar de todo…

¡A pesar de todo tenía lugar el gran encuentro!

¡A la entrada se encontraba un ser de otro planeta, un huésped que había venido de un allá desconocido, que estaba de pie y pedía con insistencia que se le dejara entrar!

¡Es difícil decir con palabras lo que sintieron las personas de la Tierra cuando comprendieron a quién tenían que recibir!

Había un solo huésped. ¿Era posible que el resto se hubiera ocultado entre las rocas esperando? ¿Era posible que los llegados no estuvieran seguros de la acogida que les esperaba y enviaran por delante un explorador?

Pero no tenían donde refugiarse en el asteroide. Después de desembarcarlos la nave partió y se destruyó. Esto no podían dejar de saberlo.

¡Raro, enigmático, incomprensible!

Leguerier no vaciló.

La puerta exterior se abrió de par en par. En la cámara interior de entrada se encendió una luz invitando al huésped a entrar. Y él entró, entró simplemente y con seguridad, por lo visto sin ningún temor.

El jefe de la expedición obró lentamente. Esperó, no fuera a presentarse el resto.

No apareció nadie. Por lo visto, aunque era inconcebible, no había más que un huésped.

La puerta exterior se cerró.

¡El llegado del cosmos se encontraba dentro del observatorio, había entrado en un mundo extraño!

Funcionó el aparato automático de defensa biológica. Leguerier lo puso a la máxima intensidad.

— ¿Comprenderá que tiene que quitarse la escafandra?

— Debe comprenderlo ya que es un cosmonauta y conoce el peligro.

Y de nuevo un silencio tenso, casi atormentador.

— ¿Y si no puede respirar nuestro aire? Nadie contestó. Este pensamiento alarmante estaba en todos.

No se podía ya cambiar nada. El proceso había comenzado y no podía ser detenido.

¿Y a dónde más podía haber ido el llegado?

Había quemado todas las naves.

En la cámara de entrada no había pantalla. No se podía ver lo que sucedía allí. El régimen máximo de desinfección duraba casi una hora. Las personas verían, vivo o muerto, al huésped del cosmos sólo cuando pasará esta hora. El tiempo se alargaba insoportablemente.

— ¡Si hubiéramos tenido la posibilidad de prever esto — dijo Weston — entonces habría allí una pantalla!

¡Claro! Si las personas hubieran podido prever la aparición de este huésped, habría sido hecha de la forma más minuciosa la telecomunicación con la cámara de entrada.

Pero en las condiciones corrientes no tenían ninguna necesidad de ello.