— ¿Para qué hace falta esto?
— ¿Qué hace falta? ¿Observar el movimiento de la sombra?
— Yo hablo de otra cosa. ¿Para qué le hace a usted falta que la Luna gire tan lentamente? ¿O esto favorece la realización aquí de trabajos científicos?
— La velocidad de la rotación de la Luna no depende de nosotros.
Guianeya le lanzó una corta mirada. Pero él no vio en ella la esperada ironía. Por lo visto su contestación le había causado gran asombro.
— ¡Mire! — Guianeya de nuevo alargó la mano hacia la ventana —. Cuan fuertemente se calientan las rocas iluminadas y qué frías las que están en la sombra. ¿Acaso esto es conveniente para usted?
«¡Está claro! — pensó Murátov —. Ella ve las radiaciones térmicas. La temperatura de los cuerpos es para ella tan clara como para nosotros la luz. ¡La ve!»
En los últimos días continuamente estaba nervioso en las conversaciones con Guianeya. Y ahora le pasaba lo mismo. ¡Ver la temperatura! ¡Qué podía haber más raro y fantástico! Es decir, al mirarle, por ejemplo a él, Guianeya veía no sólo sus facciones y el color de la piel, sino también los grados que tenía su cuerpo. ¿Cómo le vería a él?
— ¿Acaso esto es conveniente? — repitió Guianeya.
«Pero nosotros tampoco vemos a Guianeya tal como la ven sus compatriotas, y ella misma en el espejo. La temperatura para ellos es un síntoma visual exterior de los objetos, como la forma o la luz. Desde su punto de vista ésta es una cosa normal y natural. Nuestra concepción del mundo, en el espectro reducido, deberá parecer a Guianeya incomprensible y rara, lo mismo que para mí es incomprensible y rara su concepción de lo que la rodea», pensó Murátov.
Guianeya tocó suavemente su mano.
— ¿En qué piensa usted tanto? — preguntó sonriéndose.
«¿Decirlo? No, mejor no decir nada.»
— Pienso en sus palabras — contestó —. Sí, está claro, que el calentamiento desigual del suelo lunar no es muy conveniente, ¿pero qué se puede hacer?
— Acelerar la rotación de la Luna.
— ¿Piensa usted que esto es sencillo?
— ¿Por qué no? — contestó con otra pregunta Guianeya.
— Por desgracia no es así. Acelerar o retardar el movimiento de un cuerpo celeste, variar su rotación alrededor del eje, todo esto lo podemos hacer con un cuerpo celeste no muy grande, pero no con uno como la Luna. Esta es una tarea de la técnica futura. ¿Es que entre ustedes — preguntó no teniendo esperanzas de que Guianeya contestara — esto es posible?
— Me parece que sí — Guianeya contestó esto con tono inseguro —. Yo he leído, que en nuestra patria la «luna» también giraba lentamente, pero cuando llegó la necesidad se aceleró su rotación.
— ¿Ustedes tienen una «luna» o varias?
La respuesta fue muy inesperada, muy rara y trajo consigo otro enigma.
— No lo sé — dijo Guianeya —. Mejor dicho, no recuerdo lo que se decía en el libro que leí.
A Murátov, según dijo más tarde, le produjo tal impresión como si de repente hubiera recibido un mazazo en la cabeza. Debido al asombro estuvo algunos segundos sin poder articular palabra.
¡Vaya una novedad! Guianeya conoce su patria sólo por los libros. ¡Incluso no recuerda cuántas «lunas» hay en el cielo de su planeta!
«¿Qué, ha nacido entonces en una nave cósmica? — pensó Murátov —. ¿Esto significa que su patria está extraordinariamente lejos, tan lejos, que una persona puede nacer y crecer durante el camino? Pero esto de ninguna manera concuerda con nuestra suposición de que ellos nos visitaron.por segunda vez en el transcurso de cuatrocientos o quinientos años después de la primera visita. Una incursión de este tipo no puede realizarse con tanta frecuencia.»
— Por lo visto Riyagueya se equivocó en esto — dijo Guianeya tan bajo que Murátov comprendió que no le hablaba a él sino para sí —. El estaba convencido de que las personas de la Tierra habían conseguido mucho más — dijo en voz alta.
— ¿Quién es él? — Murátov por fin adquirió el don de la palabra. Decidió fingir que no había escuchado el comienzo de la frase dirigida a sí misma.
— Riyagueya.
— ¿Está usted desilusionada?
— No, en nada. Este era su criterio y no el mío. Yo esperaba menos de lo que he visto.
— Entonces, Riyagueya tenía un criterio más elevado de nosotros que usted.
— Sí, así era.
— ¿Tiene usted fundamentos para pensar que Riyagueya haya cambiado su criterio?
— No se puede cambiar de criterio sin haber visto el objeto — contestó Guianeya —. «Así era», porque Riyagueya ya no existe.
— ¿Ha muerto? Guianeya se estremeció.
— Me he olvidado — dijo ella — que usted no sabe esto. Y es mejor que no lo sepa.
Una suposición fulguró en el cerebro de Murátov.
— ¿Riyagueya se encontraba en la nave destruida?
Guianeya calló.
Murátov vio como dos lágrimas se deslizaban lentamente por sus mejillas. Le conmovió la expresión de su rostro, donde se reflejaba una pena grande y sincera.
Comprendió que había acertado. Riyagueya murió en la nave de la que Guianeya había descendido en el asteroide. Y fue una persona a la que Guianeya no sólo respetaba, según había dicho Marina, sino también amaba.
«Obró de otra forma», recordó Murátov las palabras de Guianeya que le tradujo Marina.
La vaga hipótesis de que pudiera existir alguna ligazón entre la actitud de Riyagueya hacia las personas de la Tierra y la destrucción de la nave le hizo estremecerse.
Era horroroso pensar que la enorme nave cósmica no se hubiera destruido casual sino intencionadamente. Precisamente después de que Guianeya fue desembarcada de ella.
¿Pero la otra mujer, la que fue madre de Guianeya, por qué se había quedado en la nave condenada?
Tomó con cuidado la mano de Guianeya. Ella no ofreció resistencia.
— ¿Dígame — su voz se entrecortaba de emoción — nació usted en esta nave?
Guianeya con asombro elevó sus ojos hacia él.
— ¿De dónde saca usted tan rara suposición? Si yo hubiera nacido durante el vuelo mi madre se encontraría ahora aquí, conmigo.
¡Estaba todo claro! Con estas palabras Guianeya confirmó su hipótesis. ¡La nave había sido destruida intencionadamente! Y, seguramente lo había hecho el mismo Riyagueya.
Se empezaba a aclarar el secreto de la aparición de Guianeya en Hermes.
— ¿Era usted la única mujer en la nave? — le preguntó Murátov, deseando convencerse definitivamente.
— ¿Qué importancia tiene esto para usted? — respondió Guianeya, retirando su mano que él todavía mantenía con la suya —. Sí, la única.
Murátov recordó de pronto otras palabras de Guianeya. Una vez ella dijo que había realizado el vuelo a la Tierra casi en contra de su voluntad. Por lo tanto no podía haber nacido en la nave como había pensado antes. Esta era una conjetura completamente errónea. Pero tampoco se llevan niños pequeños al cosmos. Entonces, ¿por qué no recuerda su patria?
¡Otra vez un enigma, todavía más incomprensible y enmarañado!
Allá, en Hermes, en el abismo negro del cosmos, tuvo lugar una tragedia. ¡Tragedia relacionada con el destino de las personas de la Tierra!
Una cosa está clara: Riyagueya destruyó la nave y la destruyó para impedir que se llevaran a cabo los planes orientados contra la Tierra. Obligó a Guianeya a abandonar la nave, la quería salvar porque era mujer, y a la que posiblemente amaba. «Yo estoy entre ustedes, en la Tierra, completamente en contra de mi voluntad», dijo ella una vez.