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¡Esto ha tenido que ocurrir precisamente así!

Y sin pensar sus palabras, dejándose dominar sólo por el sentimiento, Murátov dijo:

— ¡Ha sido bella la muerte de Riyagueya!

Guianeya le miró algunos segundos con los ojos desorbitados en los que se reflejaba una completa turbación. Después se volvió bruscamente y salió corriendo de la sala.

Stone y Tókarev consideraron muy importante lo que les relató Murátov.

— La situación se aclara — dijo Stone —. Cada vez es más evidente la necesidad de destruir los satélites y su base lo antes posible. Por lo que se ve — dirigiéndose a Murátov — no es cierta su suposición de que Guianeya nos engañaba en algo. Al revés, es sincera. Contra nosotros se había planeado algo pérfido, y Guianeya, en realidad, nos quiere salvar.

— ¿De dónde deduce usted esto? — preguntó Tókarev.

— De lo que nos ha contado Murátov. Me parece que es cierta su suposición de que la catástrofe ha sido intencionada. Claro está, que es difícil decir lo que precisamente pasó en la astronave, pero con muchas probabilidades podemos considerar que fue destruido no por casualidad.

— ¿Usted supone que entre los compatriotas de Guianeya surgieron divergencias?

— Tenían que surgir. Yo me represento toda esta historia de la siguiente forma. Hace mucho tiempo, según nuestros cálculos, algunos siglos, fue compuesto un plan orientado contra la Tierra y sus habitantes. Lo que se pensó hacer no es tan importante. Está claro que ellos se equivocaron en sus planes: a nosotros no nos asusta ninguna amenaza y podemos salvar cualquier peligro. Pero no se trata de esto. El asunto es que la distancia entre la Tierra y su planeta es muy grande, y transcurre mucho tiempo de un vuelo a otro.

La sociedad de seres racionales, exista donde sea, no puede estancarse, se desarrolla, progresa. Esta es una ley de la vida. Lo que fue pensado, por lo visto poco humano, les pareció a algunos, a las personas más progresistas de su mundo, algo inconcebiblemente feroz. De las palabras de Guianeya se deduce que un tal Riyagueya, hombre progresivo, comprendió perfectamente que la humanidad de la Tierra había avanzado mucho, que ya no era la misma de los tiempos de su primer vuelo. Recordemos las palabras de Guianeya: «Las personas de la Tierra no se merecen la suerte que ellos les preparaban».

Por lo visto, la misma, Guianeya pensaba antes de otra forma, pero en ella ejerció una gran influencia el criterio de Riyagueya, a juzgar por todo, amigo de la humanidad de la Tierra. Representémonos este cuadro. Hacia la Tierra vuela una nave con la tarea de llevar a cabo el plan pensado hace mucho, de convertirlo en realidad. Entre los miembros de la tripulación se encuentra Riyagueya. Está de todo corazón en contra de las intenciones de sus acompañantes. Considera que es necesario obstaculizarlas cueste lo que cueste. El comprendía que cuando realizaran el siguiente vuelo nosotros seríamos todavía más poderosos. Si era un hombre de sentimientos humanitarios no le quedaba otra solución que hacer lo que hizo. He aquí que Guianeya, la única mujer en la nave, fue desembarcada en el asteroide habitado que por casualidad salía al encuentro, y después la nave fue destruida. Precisamente todo lo que ha ocurrido con Guianeya, nos representa de la mejor forma la figura de Riyagueya. Cualquiera de nosotros hubiera hecho en su lugar lo mismo.

— Bueno — dijo Tókarev después de un corto silencio — esta versión tiene todos los síntomas de verosimilitud, y guarda completa concordancia con las circunstancias de la aparición de Guianeya y su conducta ulterior. Pero se puede pensar también otras versiones.

— ¡Sin duda alguna! Sólo la misma Guianeya puede descubrirnos la verdad. Una cosa está clara: los satélites y la base son peligrosos. Y es necesario destruirlos, aunque tengamos toda la seguridad de que podemos liquidar cualquier peligro. No debemos tardar en ello.

— ¿Entonces usted considera que no es necesario comprobar previamente si existe o no este peligro?

— ¿Por qué no? lo comprobaremos. Todo puede suceder.

9

Murátov comprendió muy pronto que «había caído en desgracia». Guianeya no se volvió a dirigir más a él, no sólo evitaba su presencia, sino que sencillamente hacía que no le veía. Si necesitaba algo lo preguntaba al ingeniero de la expedición, Raúl García, y cuando Murátov le hacía alguna pregunta le volvía la espalda.

Se rompía la cabeza para averiguar cuál era la causa de este cambio brusco e inesperado. Creía que nada había dicho que pudiera molestar u ofender a Guianeya.

¿Era posible que le disgustara su perspicacia para averiguar lo que ella no quería decir? Pero ella misma había dicho mucho, y su hipótesis, si era cierta, había sido provocada por sus propias palabras.

Guianeya no conversó con nadie, se mantuvo aparte y salió de su habitación sólo para comer y después para cenar. Su conducta produjo una impresión desagradable entre el personal de la estación.

— ¿Piensan ustedes estar mucho tiempo aquí? — preguntó ante todos, durante la cena, a García.

— Hasta que encontremos la base — contestó el ingeniero.

— Entonces hay que hallarla lo antes posible — manifestó sin ceremonias Guianeya —. Quiero volver a la Tierra.

— En parte esto depende de usted.

No hizo más que sonreírse despectivamente y no dijo nada más.

A la mañana siguiente, sabiendo que Stone tenía prisa, Guianeya retrasó la salida, nadando más de una hora en la piscina. No tenía traje de baño y aunque ella no concedía a esto ninguna importancia, nadie se atrevió a entrar en la piscina para darle prisa. En la estación no había ni una sola mujer.

Sólo a las ocho (los relojes de la estación marchaban según el meridiano de París), cuatro vehículos bien protegidos contra los meteoritos, salieron del garaje excavado en la roca. Comenzaba la primera expedición de búsqueda.

Los enormes todoterreno metálicos se calentaron rápidamente por los rayos solares y fue necesario conectar la instalación refrigeradora. Ese día fue decidido explorar el pie de la cordillera montañosa del cráter Tycho de la parte occidental de la estación.

Guianeya se encontraba en la máquina de Stone. Allí estaban también Tókarev, García, Veresov y Murátov.

Víktor pidió que le dejaran ir con Sinitsin, en el segundo todoterreno, pero Stone no accedió a ello.

— No preste atención a los caprichos de Guianeya — le dijo —. Usted me hace falta.

Murátov comprendió que el jefe de la expedición, de una forma sencilla y muy delicadamente, le manifestó que no consideraba necesario instalarlo en otras máquinas, debido a que había poco sitio y sería inútil la presencia de una persona ajena. La máquina de Stone era como el estado mayor de la expedición. Las tres restantes llevaban todas las instalaciones y, si hallaban la base, éstas eran las que tendrían que entrar en funciones. A Murátov se le consideraba como un huésped.

En caso de necesidad se podría avisar por radio a cuatro máquinas más, que habían quedado en la estación completamente preparadas.

Nadie esperaba encontrar la base precisamente hoy, en el primer día. Estaban todavía muy recientes en la memoria los años de búsquedas infructuosas.

Guianeya no prestaba la menor atención a Murátov y de vez en cuando se dirigía a García. Estaba pensativa y parecía distraída.

En las pantallas circulares panorámicas (en los todoterreno no había ventanas), que daban la impresión de aberturas transparentes, se podía ver de una forma completamente real todos los pormenores de los lugares circundantes.

Ante el sillón de Stone se encontraba la gran pantalla infrarroja. La luz corriente, visible, no se reflejaba en ella, y los paisajes lunares parecían una combinación fantástica de manchas blanquinegras, que sólo las podía descifrar un ojo experimentado.