Выбрать главу

Los camarotes de la nave destinados para los miembros de la tripulación estaban aislados y eran para una sola persona.

El refinado confort de estos camarotes no atraía a los nuevos amos. Todo era extraño, insólito y profundamente odioso.

Odiaban cada objeto de la nave y a la misma nave. A todo, menos al cajón amarillo.

Era lo único que no había pertenecido a los amos anteriores, sino a ellos, hecho por ellos y que encerraba el objetivo conocido por ellos.

El cajón amarillo eran «ellos mismos». Porque, si por cualquier razón no llegaran vivos a alcanzar el objetivo, el contenido del cajón lo haría todo por ellos.

En cualquier caso la tarea sería cumplida.

El cajón era pesado, grande y muy fuerte. Si la nave se destruyese quedaría intacto.

Esto era lo más importante.

Y durante los largos años de camino se habían acostumbrado a considerar el cajón como al quinto miembro de la tripulación, y le llamaban cariñosamente «Grigo», que era nombre de persona.

La nave no carecía de nada. Largas avenidas llenas de vegetación invitaban a pasear.

Salones con toda clase de comodidades, salas de juego y deportivas, piscinas, cine, salas de lectura que invitaban a la distracción, y al descanso. Los observatorios astronómicos, gabinetes y laboratorios ofrecían todas las comodidades para realizar trabajo científico, y al lado de cada camarote se encontraba un local azul con una piscina oblonga, ahora vacía.

Los cuatro utilizaban sólo las avenidas. Tenían necesidad de moverse y a determinada hora cada «día» corrían por las avenidas.

El odio les impedía tocar lo restante.

Con gusto hubieran utilizado los locales azules y las piscinas. El tiempo durante el vuelo era un tormento. Pero las piscinas estaban vacías aunque daba lo mismo hubieran estado llenas, ya que los cuatro no sabían cómo provocar la anabiosis y cómo salir de ella. Este procedimiento les era completamente desconocido.

Los cuatro eran las primeras personas de su pueblo que penetraban en el cosmos. Sus actos los conducía y dirigía el odio.

El odio y el amor.

Odiaban a los que fueron antiguos amos de la nave. Amaban a la libertad y la vida anterior.

Pero existía también un tercero: las personas desconocidas, el planeta desconocido, que era amenazado por aquellos a quienes ellos odiaban.

Y se apresuraban a acudir en ayuda de las personas desconocidas e involuntariamente, sin conocerlas, las amaban como hermanos, que habían caído en la misma desgracia que ellos.

A pesar de todo lo más importante para los cuatro no era el amor, sino el odio.

Su patria era ahora libre y podía vivir como había vivido antes de la aparición de los «odiados».

Cuarenta y tres enemigos se habían escapado del justo castigo. Era necesario alcanzarlos y destruirlos.

Si volvieran y supieran lo que sucedió durante su ausencia, vengarían la muerte de sus correligionarios.

Los cuarenta y tres no debían volver.

A los tripulantes de la nave no les asustaba que ellos fueran sólo cuatro. Aunque fueran diez, cien veces más, de todas formas no podrían domeñar a los poderosos extranjeros.

Los «odiados» eran más fuertes. Dominaban fuerzas todavía desconocidas e inaccesibles para el pueblo al que pertenecían los cuatro. Y sólo tenían la esperanza puesta en la ayuda de aquellos a quienes corrían a ayudar.

En el planeta natal de los cuatro nadie pensaba, hasta hace poco, en la existencia de otros planetas, de otras humanidades. Nadie había pensado todavía en los secretos del universo. Eran hijos de la naturaleza, buenos y confiados. Su técnica era primitiva, los conocimientos limitados, la vida sencilla.

Tres generaciones vivieron bajo el yugo, bajo un terror implacable y feroz, trabajando para los extranjeros.

La naturaleza del planeta era rica y variada. Ofrecía generosamente a sus hijos todo lo que ellos necesitaban. Las personas no sufrían ni hambre, ni sed, ni frío. No había fieras, nadie de quien defenderse. Y les hizo un flaco servicio la falta casi absoluta de lucha por la existencia. Su inteligencia se estancó, no existía un impulso poderoso para marchar hacia adelante.

Por lo visto no siempre fue así pues de esta forma jamás hubiera aparecido el hombre.

Pero en esta época así sucedía. Y nadie de ellos recordaba otros tiempos, otras condiciones.

No sabían si existían en el planeta otras personas además de ellos. Todavía no había llegado el tiempo de las exploraciones. Por todas partes estaba rodeada de océano la enorme isla en la que desde tiempos inmemoriales vivían algunas decenas de miles de personas de su pueblo.

Generación tras generación vivió mimada por la naturaleza. La inteligencia dormitaba y fue preciso un impulso exterior para despertaría.

La aparición de los extranjeros fue el motivo de este impulso.

Tres generaciones vivieron bajo su yugo.

Los «odiados» trataban a los aborígenes con una fría crueldad. Les obligaron a construir para ellos toda una ciudad. A los que ofrecieron resistencia los aniquilaron.

Su fuerza residía en sus conocimientos y una técnica superiores. Eran pocos y gobernaban por el terror.

Fue necesario adaptarse para conservar la vida y comenzar la lucha por la existencia.

Los habitantes de la isla, tan sólo en el transcurso de tres generaciones, cambiaron en forma increíble. Llegaron a comprender y saber mucho. Dieron un gran salto en su desarrollo.

Los extranjeros no estaban dispuestos a enseñar a los subyugados, pero necesitaban su trabajo y se vieron obligados a darles a conocer algo de su ciencia y técnica.

Tratando con un profundo desprecio a los habitantes de la isla, los extranjeros subestimaron la agudeza natural de la inteligencia, el ingenio y la capacidad de sus esclavos. No se molestaron en pensarlo, y recibieron su pago.

Una inteligencia que se haya despertado no puede reconciliarse con la violencia. Y ocurrió lo que inevitablemente tenía que ocurrir.

Los extranjeros fueron borrados de la faz del planeta.

Pero cuarenta y tres quedaban todavía con vida. ¡También tenían que desaparecer!

Nadie sabía de dónde habían llegado los extranjeros, qué querían aquí, qué fin perseguían.

No hubiera sido difícil destruirlos inmediatamente, pero los habitantes de la isla acogieron cordialmente a los seres desconocidos, completamente diferentes a ellos, cuando ocho gigantescas naves descendieron en su país. Después ya fue tarde. Se necesitaba mucho tiempo para aprender a manejar la técnica de los extranjeros contra ellos mismos.

Los «odiados»: así llamó a los extranjeros la primera generación que cayó en su poder.

Y así les denominaban los isleños actuales que formaban la cuarta generación.

Tres generaciones fueron a la tumba, y los extranjeros seguían sin cambiar. Parecía que habían triunfado también sobre la muerte. Ninguno de ellos había muerto durante su estancia en la isla. Al contrario su número había aumentado, nacieron sus hijos.

Pero los extranjeros no eran inmortales. De esto se convencieron los isleños, cuando el odio durante mucho tiempo acumulado hizo estallar una sublevación y todos fueron aniquilados, excepto cuarenta y tres que casualmente evitaron la muerte, abandonando el planeta sin saber nada de la sublevación que se preparaba.

Uno de los extranjeros había salido aún antes.

De las ocho naves, seis quedaron en la isla.

Los extranjeros guardaban y vigilaban cuidadosamente sus naves. ¿Se preparaban para abandonar el planeta? Esto no lo sabía nadie. Hacía tiempo que los isleños habían perdido la esperanza.

…Cuatro volaban hacia la lejanía desconocida.

Sabían con qué objetivo salieron los cuarenta y tres que querían alcanzar.