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Un planeta era poco para los «odiados», estaban dispuestos a subyugar el segundo.

Los isleños consideraban que su isla formaba «todo» el planeta.

Entre los extranjeros había diferentes personas. Algunos de ellos trataban bien a la población local, condescendían a mantener conversaciones, contestaban a sus preguntas.

Había uno de los extranjeros al que los isleños hasta le llegaron a querer, pero había partido con los cuarenta y tres.

Se llamaba Riyagueya.

Si se hubiera quedado le habrían perdonado la vida.

Hablaba frecuentemente con los isleños y les descubrió muchas cosas.

¿Con qué fin? No lo sabían.

Los cuatro estaban convencidos de que el planeta desconocido, era parecido al suyo, y que sus habitantes irían a parar bajo el yugo de los «odiados».

Era necesario decírselo todo, advertirles de la suerte que les amenazaba.

Los cuatro podían hacerlo.

Hacía mucho tiempo, durante la segunda generación, tres naves de los extranjeros habían abandonado la isla y después regresado. Habían regresado con la misma tripulación.

Entre ellos había uno que se llamaba Deya. Tenía una hija que llevaba por nombre Guianeya.

El padre había aprendido durante la expedición un idioma nuevo, nunca escuchado antes por nadie.

Los extranjeros obligaron a los isleños no sólo a trabajar en sus obras, sino también a servirlos. En cada casa había criados de la población local.

En la casa de Deya servía de criado Merigo, joven con una admirable memoria y uno de los cuatro que volaban ahora hacia el objetivo desconocido. En la actualidad ya no era joven.

Deya enseñó a su hija el idioma nuevo. En su casa se empleaba con más frecuencia este idioma que el de los «odiados», en el que hablaban todos.

Merigo no sabía para qué era necesario esto, pero sin querer aprendió este idioma.

Deya le llamaba «español», Merigo supo en seguida que éste era el idioma del planeta adonde habían volado Deya y sus acompañantes.

Y cuando Guianeya, ya crecida, voló con los cuarenta y tres, Merigo comprendió para qué le habían enseñado un idioma extraño. Ella debería de hablar con los habitantes del otro planeta.

Vio que Guianeya no quería salir de la isla. Lloró, pero los extranjeros eran crueles no sólo con los aborígenes subyugados, sino también entre sí. Incluso el padre con la hija.

Merigo y otros criados de Deya tuvieron que sufrir muchas veces la ferocidad de su amo. Por una pequeña falta los apaleaban, y tres pagaron con su vida una culpa insignificante. Fueron quemados vivos.

Así murió la hermana de Merigo. Y él odiaba profundamente a los extranjeros y a todo lo relacionado con ellos.

Merigo fue el primero en enterarse del vuelo de los «odiados» hacia otro planeta.

Tenían que haber salido dos naves, pero después, por algo, salió sólo una.

La segunda quedó completamente preparada. Por lo visto debía despegar un poco más tarde.

Pero no tuvo tiempo. Estalló la sublevación.

Los «odiados» no hacían nada. Utilizaron a los esclavos para preparar sus naves, a los esclavos más aptos e instruidos.

Para los isleños la técnica era, claro está, desconocida e incomprensible. No sabían adonde voló la nave, pero sí que la tripulación iba a dormir durante el camino y que la nave estaría gobernada por un mecanismo enigmático que los «odiados» denominaban «cerebro de navegación», el cual llevaría la nave hasta el objetivo.

Las dos naves fueron preparadas de la misma forma y simultáneamente.

Y cuando una salió y la segunda quedó, cuando se terminó con los extranjeros, surgió el plan de utilizar esta nave.

En el pueblo tan largamente oprimido se desarrolló el sentimiento de solidaridad.

Querían ayudar a otros a evitar la misma suerte y comprendieron perfectamente que no se podía dejar vivos a los cuarenta y tres.

A decir verdad, cuarenta y dos, ya que nadie levantaría la mano contra Riyagueya.

Sabían cómo poner en marcha el mecanismo de la nave y nada más. Y sin pensar en lo descabellado de su plan, salieron los cuatro.

Merigo debía relatar todo a aquellos desconocidos para ellos, y ayudar a sus tres acompañantes a hablar y comprender a aquellas gentes.

Les enseñaba ahora a hablar en español, ya que si tenían la suerte de llegar vivos al objetivo, se verían obligados a pasar toda su vida en un planeta extraño. ¿Quién les podía indicar el camino de regreso?

Sólo Riyagueya.

¿Pero, quería hacerlo? No sabían qué impresión le causaría la noticia de la liquidación de todos sus compatriotas.

Los cuatro estaban dispuestos a no volver jamás a la patria.

— De nuevo me encontraré allí con Guianeya — dijo Merigo —. Ella no espera este encuentro. Y yo, con mis propias manos la mataré. ¿Cuánto quedaba por volar? Ellos no lo sabían.

3

— ¡Ahí está! — exclamó Guianeya —. Lo que ustedes buscan.

Todo el tiempo estaba conectada la radiocomunicación entre los cuatro todoterreno.

Sus palabras, repetidas por Murátov, fueron escuchadas al mismo tiempo por todos. Y se podía decir con toda seguridad que los participantes de la expedición las habían acogido en las cuatro máquinas con la misma alegría y emoción que Stone.

— ¿Dónde? — preguntó en el idioma de Guianeya.

¡Encontrarla en el segundo día de las búsquedas! ¡Vaya suerte! Después de tres años de fracasos sistemáticos.

— Delante de usted. Y muy cerca. Murátov tradujo la contestación. Los todoterreno se detuvieron.

Por delante no se veía nada. Las mismas tenebrosas rocas marróngrises cortadas por grietas, polvo casi amarillo que en espesas capas cubría el suelo. Los contrafuertes escarpados de las montañas se ocultaban en el alto cielo.

¡No se veía nada!

Esto les parecía a las personas de la Tierra, pero Guianeya sí que veía.

A nadie se le hubiera ocurrido buscar la base en un lugar como éste. Aquí nada se podría haber encontrado.

Delante, a unos doscientos metros, la cordillera se retorcía terminando en agudos salientes, con enormes amontonamientos caóticos de piedras que en algún tiempo habían sido derrumbadas por un alud. La profundidad de los pliegues se ocultaba en una sombra negra e impenetrable.

¡Cuántos de estos pliegues habían sido encontrados durante las búsquedas!

La mano de Guianeya indicaba directamente hacia esta sombra.

— ¿Allí — preguntó Stone — en la sombra?

— Sí, en la misma profundidad.

— ¡Los proyectores! — ordenó Stone. Cuatro poderosos haces de rayos, procedentes de las cuatro máquinas, disiparon la negra sombra.

¡Nada! Las mismas rocas que al pie de las montañas. Lo mismo que en todas partes.

— Aquí de ninguna forma podíamos encontrar nada — dijo Véresov —. ¡Y tan cerca de la estación!

— ¿Está usted segura? — preguntó Stone.

— La veo — respondió sencillamente Guianeya.

Como se aclaró más tarde, en este momento a todos les acudió a la mente el mismo pensamiento:

«Aquí reina la sombra eterna. El Sol nunca ha iluminado este lugar. El terreno montañoso está enfriado casi hasta el cero absoluto. En este lugar no puede haber ninguna radiación infrarroja. ¿Cómo Guianeya puede ver algo? Es decir, a su vista es accesible no sólo la parte infrarroja del espectro.»

No podía dudarse de que Guianeya veía la enigmática base.

— ¡Qué superficie aproximada ocupa la base? — preguntó Stone.

Al escuchar la tradución de la pregunta, Guianeya se quedó pensativa. Murátov creyó que no conocía las medidas terrestres longitudinales y superficiales, pero resultó que Guianeya callaba por otra causa. Quería contestar lo más exactamente posible.