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En lo profundo de la cavidad, en su rincón se veía un objeto largo en forma de rombo.

Las personas miraban conteniendo la respiración la base y los satélites que parecían nacer de la nada. Todo estaba inmóvil, congelado, como si estuviera paralizado por el terrible frío de la sombra lunar.

Las pinturas casi no tocaron el terreno, y todo lo que había caído bajo su acción se destacaba en relieve. El rombo, las cúpulas, las mangueras y los mismos satélitesexploradores parecían metálicos, pero impedía determinarlo exactamente la misma pintura que los hacía visibles.

Szabo rompió el largo silencio.

— ¡Quitar los pulverizadores! — Su voz resonó lo mismo de tranquila e inalterable que antes —. ¡Atención! ¡Lanzar los robots números dos y tres!

Aparecieron ahora mecanismos que no recordaban en nada a los primeros. Eran robots» personas», con brazos, pies y «cabezas» redondas de cristal. Un poco torpe, pero rápidamente, caminaron hacia la cavidad.

Las cuatro máquinas en forma de puro regresaron cada una a su todoterreno y fueron recogidas dentro.

Comenzó el momento más responsable e interesante de la operación.

Los aparatos automáticos cibernéticos podían realizar una investigación detallada y completa de cualquier objeto tanto en el exterior como en el interior, sin abrir su envoltura.

Rápida y muy exactamente podían determinar las dimensiones, materiales, la composición química, «ver» todo lo que se encuentra dentro, entender cualquier esquema, incluso uno tan complicado como el de ellos mismos.

Estos robots se empleaban frecuentemente para los más diferentes fines y corrientemente la información obtenida se guardaba en su «memoria», entregándola cuando se exigía. Esta vez fue introducido un cambio en su construcción. Hubo que tener en cuenta la posibilidad de que los robots fueran destruidos por las instalaciones defensivas de la base o de los satélites. Todo lo que los robots pudieran saber lo transmitirían inmediatamente al cuadro de mandos del todoterreno donde estaba el estado mayor.

Szabo se preparó para recibir los comunicados.

¿Se podría saber algo? ¿Lo «permitirían» los satélites y su base?

Muchos dudaban del éxito.

El robot número dos acercándose al borde del talud vertical descendió ágilmente a la hondonada. El número tres se atrasó por algo pero después también descendió.

— ¡Número uno! — dijo Szabo —. ¡Transfiero la dirección! ¡Segunda prueba!

— Segunda prueba — repitió con indiferencia la esfera, invisible en la pantalla.

Murátov recordó la explicación de Véresov. Los dos robots» personas» se transferían al mando del cerebro electrónico que se encontraba en la esfera, e iban a cumplir tan sólo sus órdenes. La esfera estaba más próxima al lugar de acción y tenía enlace «visual»

directo con los ejecutores. Tenía suficiente «reflexión» para en cualquier sorpresa tomar una decisión acertada, mucho más rápidamente que el cerebro del hombre.

Los robots se apartaron uno del otro. Uno se dirigió hacia el satélite próximo y el otro hacia el rombo.

La base no reaccionaba. Se creaba la impresión de que no tenía ninguna instalación de defensa contra la invasión de cuerpos extraños. Pero se sabía perfectamente que los satélites la poseían.

¿Por qué no actuaba?

Murátov miró a Guianeya. Ella observaba con visible interés todo lo que ocurría. En su rostro no había ninguna señal de alarma.

¿En qué pensaba ahora? ¿Qué sentía?

Las personas de la Tierra estaban a punto de descubrir el secreto que los compatriotas de Guianeya les querían ocultar. Ella no podía permanecer indiferente ante esto pero aparentemente era así.

De repente el robot número tres se detuvo y, volviéndose, retrocedió hacia la esfera.

— Por lo visto ha decidido que es necesario realizar las investigaciones por turno — dijo Stone refiriéndose al cerebro electrónico —. Teme equivocar las informaciones simultáneas.

— Por lo visto es así — estuvo de acuerdo Szabo.

El robot número dos se acercó sin obstáculos al rombo.

Se encendió la lámpara verde de señales en el tablero del receptor, con un murmullo suave se deslizó la cinta de grabar detrás del cristal de la estrecha mirilla.

El robot comenzó a trabajar.

Funcionaba según un orden establecido, con la minuciosidad de una máquina. Dio las dimensiones del rombo, indicó que su mayor parte estaba incrustada en la roca, y comenzó a examinar el material de que estaba hecha la superficie exterior.

Al comienzo todo iba como una seda. En la cinta se grababan rápidamente los símbolos de los elementos químicos: hierro, aluminio, manganeso, calcio.

Y de repente apareció un signo de interrogación. Esto significaba que el robot había encontrado un elemento desconocido o la aleación de varios que él no podía descifrar.

¡Y después apareció la segunda interrogación, la tercera…!

— ¡Malo! — dijo Szabo —. La construcción no se ha pensado hasta el fin. El aparato no puede realizar análisis desconocidos.

— Nada de eso — resonó una voz de otro todoterreno —. Tiene el programa de cualquier análisis de los que se realizan y han realizado en la Tierra. Como es natural no puede realizar lo que no han podido o no pueden hacer hasta ahora las personas.

— No necesitan abogado — dijo bromeando Szabo —. Esta profesión hace tiempo que ha desaparecido.

— ¿Arrancará un trozo del rombo para analizarlo en la Tierra? — preguntó Stone.

Szabo no tuvo que contestar a esta pregunta, por él contestó la esfera.

Vieron cómo el robot cogía un instrumento, que era, por lo visto, un cortador, y empezaron a saltar chispas.

— El material resiste — informó fríamente el cerebro electrónico —. Envíen otro aparato.

— Más perfecto no lo tenemos — cortestó Szabo.

— Mando cesar el trabajo — dijo la esfera.

Y al instante el robot número dos retiró el cortador eléctrico.

Murátov nunca había visto estas máquinas. Le pareció algo raro escuchar el intercambio de frases y ver que hablaban no dos personas, sino una persona con una máquina.

— ¡Malo! — repitió Szabo —. Precisamente en lo que no pueden comprender nuestros exploradores está el secreto de la invisibilidad.

— ¿Probemos a cortar un trozo de la cúpula? — propuso Stone.

El cerebro electrónico de la esfera dio esta misma solución. El robot se dirigió a la cúpula más próxima.

Aquí tampoco hubo ningún resultado. Se resistía también el material de que estaban hechos los aparatos de la base.

El robot regresó hacia el rombo.

Levantó las manos y las colocó en la superficie.

De nuevo no sucedió nada.

Bruscamente cambió el color de la pantalla, adquiriendo un matiz verdoso. El rombo y el robot que estaba cerca de él se aproximaron y ocuparon toda la pantalla.

Después todos vieron cómo perdía el brillo, engrosaba la superficie del rombo y cómo se distinguieron unos cables, palancas, cabezas agudas de aparatos desconocidos.

Se había descubierto el interior del rombo.

— Si es el cerebro electrónico de la base — dijo Tókarev — ¿para qué estas palancas?

— Es posible que no sean palancas — replicó Szabo — sino algo parecido. No se olvide que ante usted hay una obra no terrestre.

— De ninguna forma puede uno olvidarse de esto.

El robot seguía inmóvil. La cinta del receptor continuaba moviéndose lo que indicaba que funcionaba el «pensamiento» en la «cabeza» de cristal del aparato cibernético.