— Según se considere — refutó Tókarev —. Puede ser precisamente todo lo contrario:
destruir la base y de esta forma privar a los satélites de la posibilidad de abastecerse, y cuando llegue el tiempo y regresen se encuentren en nuestras manos.
— Esto no tiene viso de probabilidad — dijo Véresov —. Primero, pueden defenderse un tiempo indeterminado, incluso perdiendo la capacidad de volar. Segundo, es poco probable que puedan regresar a la base si se destruye el rombo.
Stone estuvo callado largo rato.
— Me he equivocado en algo — dijo —. Mi decisión es que hay que destruir la base, pero después de haberla examinado detalladamente. A los satélites hay que destruirlos en el cielo. ¿Hay algo en contra?
— El examen de la base hay que realizarlo con extrema precaución — dijo Sinitsin —.
¿Quién puede saber cuál es la sorpresa que nos espera?
— Seremos prudentes.
La proposición de Stone fue aceptada.
El robot número dos todavía estaba inmóvil al lado del rombo. El cuarto se quedó allí donde le sorprendió el vuelo inesperado de los satélites. Por lo visto recibió de la esfera la orden de detenerse.
Los dos robots empezaron a moverse. El cerebro electrónico de la esfera comprendió la situación y decidió continuar el trabajo. El número dos levantó de nuevo las «manos» y las colocó en la superficie del rombo, el cuarto marchó hacia adelante.
— En realidad ya no hay necesidad de él — dijo Szabo.
— No tiene importancia — contestó Stone —. No le estará de más la defensa contra la aniquilación.
Guianeya se volvió hacia Murátov.
— ¿Por qué continúan cometiendo errores? — dijo ella —. ¿O quieren destruir sus máquinas? Me da pena de ellas, ya que son admirables.
— ¿Es que las amenaza algún peligro cuando no hay satélites?
— Ya les he dicho: ¡destruyanlos!
— Expliqúese más claro, Guianeya.
— ¡Es que yo lo sé! — dijo ella con voz apenada, según le pareció a Murátov —. Yo sé poco.
— ¿Por qué usted, con tanta insistencia, nos recomienda destruir y además rápidamente?
— Porque yo oí cuando Riyagueya dijo a uno de los nuestros que nunca las personas de la Tierra podrían conocer la construcción ni de los satélites, ni de la base, aunque los encontraran. Y añadió: «Les costará caro ese intento». El sabía bien esto.
Murátov tradujo rápidamente estas palabras a los demás.
— Me parece ahora — añadió Murátov — que Riyagueya al decir esto tenía en cuenta que al tocar la base pondríamos en acción algo, por lo visto peligroso, que se refiere a los satélites.
— Usted tiene razón — dijo con alarma Stone —. Nos hemos olvidado completamente de que en cuanto fue encontrada la base los satélites han despegado. Puede venir a continuación la orden de actuar.
— Es lo más probable — resonó la voz de Sinitsin — Indudablemente ellos tenían que haber previsto la posibilidad de que nosotros encontráramos esta base y comprendieron perfectamente que la destruiríamos.
— ¡Número uno! — Esta vez la voz de Szabo no era tan tranquila —. ¡Cesar las búsquedas! ¡Atrás! — Se volvió hacia Stone —. El peligro en realidad es muy grande.
Mejor es no tentar la suerte.
— Aunque sea una pena, pero por lo visto, esto es lo mejor.
— ¿Destruirla?
— Sí — respondió con firmeza Stone.
La decisión fue aprobada, pero llegó tarde.
Los amos de la base lo decidieron antes.
En la Luna no hay sonidos, y la primera explosión las personas la vieron. El robot número uno todavía no había apagado su proyector, esperando que salieran de la cavidad sus dos ayudantes. Acababan de aparecer en el borde de la cavidad, cuando de repente se abrió una de las cúpulas saliendo de su interior un haz de fuego, y al cabo de un instante en este lugar no quedaba más que una profunda fosa.
Y a continuación explotó la segunda, después la tercera…
La cuarta explosión tuvo lugar ya en la oscuridad. La esfera se deslizó rápidamente hacia los todoterreno. Delante de ella «corrían» los dos robotshombres».
Y allí, en la negra oscuridad de la sombra, con una minuciosidad metódica, fulguraban, a intervalos regulares, columnas de fuego que destruían las complicadas instalaciones de la base, condensación del pensamiento técnico de un pueblo ignoto, desconocidas por las personas de la Tierra y traídas aquí por los compatriotas de Guianeya.
Eran impotentes las personas de la Tierra. Nada podía detener la destrucción. Nunca podría conocer nadie lo que representaba las cúpulas y el rombo. No quedaban más que las conjeturas.
Refulgió la última explosión silenciosa, la más potente, y volvió a reinar la «calima» anterior.
Cinco proyectores sin orden ninguna, pero simultáneamente, alumbraron el terreno cubierto de fosos.
Todo se había convertido en polvo. Allí, donde se encontraba el rombo, la fuerza de la explosión había demolido parte de las rocas y los trozos de granito llenaban la mitad del lugar donde había estado la base, y sólo las líneas rectas de sus límites indicaban que aquí había habido una obra artificial.
Y esto fue todo lo que quedó a las personas como recuerdo de los forasteros del cosmos.
¡No, no era todo!
¡Quedaban todavía dos satélites!
En un lugar del espacio giraban de nuevo alrededor de la Tierra, llevando consigo un peligro desconocido.
No se podía dudar, según dijo Stone, que había sido dada la «orden de actuar». Esto lógicamente se desprendía del hecho de que la base había dejado de existir. El rombo tenía que cumplir su última misión, y la cumplió.
¿Qué amenazaba a la Tierra en las próximas horas y, posiblemente en los próximos minutos?
¡Y en la Tierra nada sabían!
El todoterreno del estado mayor se dirigió a toda marcha hacia la estación. La emoción y la alarma eran tan grandes que se acordaron sólo por el camino de los demás todoterreno y por radio les explicaron la causa de tan rápida salida.
Pasados diez minutos Szabo y Stone se encontraban en el puesto de radio. En menos de un minuto fue establecida la comunicación directa con el Instituto de cosmonáutica, y Szabo, exteriormente tranquilo, transmitió el alarmante comunicado.
— Usted debe salir inmediatamente — dijo Stone a Véresov — alcanzar a los satélites y destruirlos. ¡Ah — exdamó con desconsuelo — me había olvidado de que en su nave no hay catapultas antigás!
— Las tiene la «Titov» — contestó tranquilamente Véresov —. ¿Acaso usted piensa que en la Tierra no se sabe lo que hay que hacer?
— Tiene usted razón — contestó Stone —. He perdido la cabeza.
Guianeya en cuanto llegó a la estación se dirigió a la piscina. Le gustaba con locura el agua.
Murátov tenía necesidad de hacerle algunas preguntas y sin pensarlo se encaminó al mismo lugar.
Guianeya nadaba como siempre, rápidamente. Esperó a que se aproximara a él y la llamó.
Se detuvo y quedó en el agua casi sin moverse. Era asombrosa la propiedad de flotación de su cuerpo. La cola negra de sus cabellos se ondulaba ligeramente sobre su espalda.
— Perdóneme — dijo Murátov —. La he molestado.
— No tiene importancia — contestó sonriéndose Guianeya.
— Le rogamos que recuerde si Riyagueya dijo en qué consistía el peligro de los satélites para las personas de la Tierra.
— No oí nada de esto.
— ¿Pero usted sabía para qué volaba a la Tierra?
— Lo sabíamos.
— ¿Entoces para qué?
— Para llevar a cabo el plan hace mucho tiempo pensado.