— ¿Cuánto?
— No puedo decirlo exactamente pero no menos de cien años vuestros. En general, todo les salió bien. Después de haber pensado su plan tenían tiempo de regresar e informar de ello a los demás.
— ¿Es decir que estuvieron en la Tierra hace cien años?
— Aproximadamente.
Murátov recordó todas las suposiciones e hipótesis relativas al tiempo en que aparecieron cerca de la Tierra los satélitesexploradores. Al principio su aparición se refería al año 1927, después, al período de imperio de Carlos V. Según Guianeya aparecieron a finales del siglo veinte. Resultaba que la suposición más justa era la primera.
— ¿Por qué nadie los percibió? — preguntó Murátov.
— Las naves son invisibles para vuestros ojos — contestó Viyaya —. ¿Y las personas?
Necesitaban poca cosa para borrar la diferencia.
«Tiene razón — pensó Murátov —. Bastan un traje de la Tierra, un fuerte tostado al Sol, gafas y nadie sospecha nada».
— ¿Y el idioma? — dijo —. Al descender a la Tierra no podían hablar con nadie.
La cara de Viyaya se entenebreció.
— Esta es una de las manchas negras — dijo —. Pero tú, Víktor, ya conoces el aspecto moral de estas personas, y, por lo tanto, lo que te diga no debe asombrarte. Hicieron prisionero a un hombre de la Tierra y de él aprendieron el idioma y todo lo que les era necesario. ¿Quién fue el primero que vio a los advenedizos de otro mundo? No sería posible conocer ahora su nombre. Pero le costó caro a él. No podían permitir que estuviera en libertad y pudiera hablar de ellos.
Murátov no preguntó nada. Todo esíaba claro.
Quería disipar la lúgubre impresión que le produjeron estas palabras de Viyaya que también quedó deprimido recordando este episodio.
— ¿Cómo se puede conjugar — preguntó, cambiando de tema — la alta técnica de vuestro planeta con la existencia de la casta de señores?
— Por lo que se ve — contestó Viyaya — esto interesa a todos. He contestado muchas veces a esta pregunta. La causa consiste en que la duración de la vida del hombre es diferente en nuestros dos planetas. Nosotros vivimos varias veces más que vosotros y esto acelera el progreso técnico y frena el social. El segundo queda en zaga del primero.
— Lo comprendo — dijo Murátov.
Hacía un rato que había oscurecido. En el cielo despejado relucían las estrellas como una red de brillantes.
Viyaya se levantó y se acercó a la barandilla de la terraza.
— Mira, Víktor — dijo — allá está el Sol de nuestro planeta.
Murátov vio una estrellita anaranjadoroja cuya velada luz se perdía entre otras. La pudo encontrar con dificultad a pesar de las indicaciones de Viyaya.
¡El Sol de otro mundo!
— Yo sé — dijo Viyaya — que nos visitarás. Y es posible que muy pronto. Nuestros planetas irán hombro con hombro por el camino infinito de la vida.
Murátov pensó en Guianeya.
Esta estrellita que cintila débilmente en el cielo de la Tierra fue también su sol, el que ella nunca había visto.
— Es interesante cómo comprenderá Guianeya vuestro mundo — preguntó pensativo.
— Esta cuestión está clara — contestó Viyaya —. Guianeya está preparada para nuestra vida debido a su larga estancia en la sociedad comunista de la Tierra. Si Liyagueya jamás se adaptaría a nuestra vida como un miembro completamente igual, Guianeya lo hará con toda facilidad. Está preparada — repitió —. Y además es muy joven.
— ¿Y si no es así?
— ¿Tienes en cuenta la vejez moral?
— Ha pasado a través de la muerte — respondió evasivamente Murátov.
Viyaya le miró fijamente.
— Yo comprendo — dijo — lo que te obliga a ti y a todos vosotros a preocuparos de Guianeya. Teméis las consecuencias de vuestro último acto. Pero créeme, Víktor, llegará el tiempo, y no dentro mucho, cuando Guianeya agradecerá a todos vosotros el que no la hayáis dejado cometer este gran error.
— ¿Cuándo pensáis despertarla?
— Sólo cuando estemos en la patria. Será lo mejor — continuó Viyaya —. Para ella sería más difícil volver a la vida consciente en la Tierra.
— ¡Tienes razón!
— Guianeya se adaptará rápidamente entre nosotros. Y pronto, muy pronto será una mujer más entre las nuestras y encontrará su felicidad. La habéis preparado bien.
Murátov quedó pensativo. Tenía fe en la sabiduría y la experiencia de su interlocutor, y se enorgulleció de la ciencia de la Tierra, que supo cerrar ante Guianeya las puertas de la muerte. ¡Vivirá!
Guianeya, con todas las contradicciones de su naturaleza complicada, era una prueba brillante de que no existen vicio, odio y maldad congénitos. Todo depende en dónde y cuándo viva la persona, depende del medio ambiente que forma sus concepciones y su carácter.
— Hasta ahora no sé cómo llamáis a vuestro planeta — pronunció Murátov mirando al cielo lleno de estrellas.
— Aquella que tú también conoces — respondió Viyaya — recibió el nombre de su patria. Nuestro planeta se llama Guianeya.
FIN