Según el plan de Leguerier, aprobado por el Instituto de cosmonáutica, debía descender en el asteroide el satélite artificial de la Tierra, construido y puesto en órbita hace veinte años, especialmente destinado para realizar trabajos astronómicos. Por muchas razones este satélite artificial era ya anticuado, pero valía para los fines que quería Leguerier. En él había todo lo necesario, y sólo exigía reequiparlo un poco para que el grupo de astrónomos pudiera realizar, sin privaciones, un vuelo de muchos años.
No se podía perder tiempo y el trabajo se comenzó a realizar. Precisamente ahora los planetas del Sistema solar se encontraban en una posición muy favorable, y la nueva órbita de Hermes puede pasar cerca de cada uno de ellos en el tiempo necesario para realizar una sola vuelta. Una situación tan ventajosa podía no repetirse en mucho tiempo.
Simultáneamente con el observatorio astronómico se enviaría a Hermes una escuadrilla de potentes astronaves con todas las instalaciones necesarias para trasladar el asteroide de la vieja órbita a la nueva.
Ya que Murátov había realizado todos los cálculos, le fue propuesto que se hiciera cargo de la dirección de este trabajo, que exigía una exactitud extraordinaria.
Era un honor la proposición y Murátov no podía negarse.
— En contra de mi voluntad me convierto en cosmonauta — dijo bromeando al encontrarse con Sinitsin —. Y en esto tienes una parte considerable de culpa.
– ¿Qué tengo que ver aquí? — s”asombró Serguéi.
– ¿Cómo que no tienes nada que ver? Tú fuieste el primero que me arrastraste al cosmos. Si no hubiera participado en la expedición de la «Titov», no sería tan «famoso» y a nadie se le hubiera ocurrido encargarme de los cálculos para Leguerier.
Sinitsin se sonrió.
— Esta culpabilidad — dijo Sinitsin — con mucho gusto la acepto. ¿Vas a volar para mucho tiempo?
— No, unas dos semanas. Cuando termine el trabajo nuestra escuadrilla regresará a la Tierra. Podríamos regresar antes de dos semanas, pero tenemos que esperar en Hermes algunos días para convencernos de que se ha hecho bien el cambio de la trayectoria del vuelo del asteroide.
— Es una expedición peligrosa — dijo pensativo Sinitsin —. Yo, claro está, no hablo de ti, sino de Leguerier y sus acompañantes. En un viaje tan largo pueden tener lugar toda clase de cosas inesperadas que no se pueden prever de antemano. Una aproximación tan grande a Júpiter, Saturno y otros planetas gigantes…
– ¿No tienes fe en mis cálculos?
– ¿Y tú estás completamente seguro de ellos?
— Yo, sí. No son peligrosos ni Júpiter, ni Saturno. Peligrosos, incluso teóricamente, son los asteroides entre Marte y Júpiter. Es más, no se puede uno fiar, de que ahora todos son conocidos por los astrónomos. Pero la influencia de aquellos que son desconocidos, como es natural, no puedo tenerla en cuenta en los cálculos.
– ¿Lo comprendes ahora?
— No comprendo nada. Hasta ahora cualquier vuelo cósmico tiene riesgo y Leguerier y sus seis camaradas se exponen a ello. Por si acaso dejaremos en Hermes una de nuestras astronaves, y además todas las instalaciones por medio de las cuales cambiaremos la órbita del asteroide podrán ponerse en funcionamiento en cualquier momento y corregir el curso si algo no previsto lo cambiara.
– ¿Es decir, allí deberá quedarse alguien del personal técnico de tu escuadrilla?
– ¿Mía? — sonrió Murátov —. ¿Qué expresión es esa, Serguéi?
— Quiero decir «dirigida por ti.»
– ¡Claro! El ingeniero William Weston está conforme en quedarse en Hermes durante todos los años del vuelo.
– ¡Pobrecillo! Se va a aburrir de lo lindo.
— Es astrónomo aficionado, por eso no es tan terrible. ¿Qué, ya te has tranquilizado?
— Sí, por lo que veo todo se ha pensado bien.
– ¿Y tú estarías dispuesto a participar? Sinitsin se encogió de hombros.
– ¡Qué astrónomo no sueña con observar los planetas del sistema solar a una distancia tan cercana! — respondió suspirando.
— Si quieres, pídelo.
— Leguerier ha recibido centenares de estas peticiones y se ha visto obligado a rechazarlas todas. Es limitada la capacidad del satéliteobservatorio, y fuera de él, en Mermes no hay dónde instalarse. No queda entonces más que envidiar a los siete participantes — respondió Sinitsin.
Llegó el día del vuelo.
Se reunieron centenares de personas para despedir a las naves de la escuadrilla auxiliar que despegarían del cohetódromo en los Pirineos. A pesar de que los vuelos cósmicos ya eran una costumbre y no provocaban una curiosidad especial, sin embargo era particularmente extraordinario el objetivo de la expedición que dirigía Víktor Murátov.
Hermes era un pequeño asteroide que no tenía nada de particular, pero por primera vez en la historia las personas se preparaban para cambiar a su gusto la órbita de un cuerpo estelar, a obligarle a salir del eterno camino trazado por la naturaleza y recorrer otro que fuera necesario para la ciencia terrestre.
El audaz proyecto de Leguerier era el umbral del tiempo ya próximo en el que la poderosa mano del hombre se iba a inmiscuir en el orden cósmico del Sistema solar, orden que por muchas cosas no satisfacía a las personas de la Tierra. El éxito de la tarea de Murátov marcaría el comienzo de una nueva era en la historia de la humanidad, era de la transformación no sólo de su planeta, sino también de todo el espacio que lo rodeaba, comienzo de un grandioso trabajo, cuyo fin se perdía en la lejanía nebulosa de los siglos.
La historia conoce muchos de hechos que se hicieron famosos por haber sido la primera vez que se entraba en lo desconocido: la expedición de Colón, la navegación de Magallanes, el primer intento de llegar al Polo Norte, el vuelo de Yuri Gagárin, la primera expedición a la Luna, y después a todos los planetas. Y cada uno de estos días está escrito en la historia con letras de oro.
La expedición de Murátov de por sí no representaba nada extraordinario: las personas muchas veces habían visitado otros cuerpos estelares. Su importancia histórica consistía precisamente en que era el comienzo, en que era la colocación de la primera piedra del trabajo gigantesco para reconstruir la «Gran Casa» de las personas de la Tierra: el sistema solar.
Por esto no tenía nada de asombroso que esta expedición ocupara la mayor atención de todos los pueblos del globo terráqueo.
A Murátov le despidieron sólo dos personas: Serguéi y Marina. Víktor hacía un año que no había visto a su hermana menor y su llegada a la península Ibérica fue para él una sorpresa agradable.
Marina transmitió a su hermano los deseos de que realizara con éxito la expedición de parte de los familiares que no habían podido venir a despedirle.
— Papá ha pedido — dijo ella — que no te olvides de recoger muestras del terreno de Hermes para su colección.
– ¡Cómo me puedo olvidar de esto! — dijo Murátov sonriéndose.
El viejo Murátov fue un conocido geólogo. Ya en los días de la juventud, en la época de los primeros vuelos del hombre a los planetas del sistema solar, comenzó a reunir una colección de minerales de otros mundos, y ahora su colección original era casi la mejor del mundo y una joya del museo geológico de Leningrado.
— Yo tengo grandes deseos de volar contigo — dijo Marina, mirando con interés la enorme silueta de las naves de la escuadrilla, que brillaban opacamente en el centro del gigantesco cohetódromo bajo los rayos del Sol poniente —. ¡Pensar que no he estado ni una vez en el cosmos!
– ¿Cómo? ¿Y en la Luna?
– ¡Bah! — La muchacha se rió despreciativamente —. ¡La Luna! Esto no es el cosmos.