– ¡Qué cosas se oyen! — exclamó Sinitsin y se rió con toda el alma —. Ella considera que no es cósmico el vuelo a la Luna. Pronto se llegará a decir que el cosmos es sólo un espacio más allá de los límites de nuestro sistema.
– ¿Dónde está Leguerier? — preguntó Marina.
— Ya hace tiempo que no se encuentra en la Tierra — contestó Víktor.
Los siete participantes del vuelo a Mermes hace dos semanas que salieron para la Luna, con el objeto de trasladarse desde ésta al satéliteobservatorio, y en él realizar el vuelo al asteroide cuando se acerque a la Tierra.
Mermes ya estaba cerca. Comenzaban los últimos días de la existencia de Hermes como un cuerpo estelar, ajeno a la Tierra y a sus habitantes. De ahora en adelante se convertiría en un observatorio volante, en una filial cósmica del instituto astronómico, en una astronave enorme por sus dimensiones que se movería en el espacio según el deseo de las personas.
Resonó en el campo el ulular alargado de una sirena.
– ¡Ya ha llegado la hora! — dijo Murátov —. ¡Adiós! Si tú — dijo dirigiéndose a su hermana — me hubieras antes manifestado tu deseo te habría llevado conmigo.
– ¡Qué le vamos a hacer! — Marina besó a su hermano —. Ahora me da lo mismo, de todas las maneras no tengo tiempo.
— Recuerdo bien tus palabras de que no te gusta volar al cosmos — dijo Sinitsin al despedirse de su amigo —. Será interesante lo que digas cuando regreses.
— Puedes estar seguro de que diré lo mismo.
— Lo dudo. El cosmos atrae.
En el cohetódromo resonó la sirena llamando por segunda vez.
— Deberá regresar dentro de dos semanas — dijo Marina, mirando fijamente al cielo en el que ya no había nada —. Estaré muy intranquila durante todo este tiempo, y no sólo yo — añadió, pensando en sus padres, hermanas y hermanos —. A pesar de todo el vuelo es peligroso.
— No, no hay ningún peligro — contestó Sinitsin —. Las astronaves son seguras.
¡Vamos, Marinilla! Si no, perderemos el avión.
Una vez más miró la lejanía diáfana del cielo, como esperando ver las ya lejanas naves de la escuadrilla.
— Es necesario que pase tiempo, y no poco — dijo ella — para que las personas se acostumbren a las astronaves como a los aviones. Y hubo un tiempo incluso hace relativamente poco que se consideraba peligrosos a los aviones.
– ¡Clavo está! Esto siempre ocurre. Después aparecerá algo nuevo, desconocido por nosotros ahora, y entonces las personas empezarán a hablar de las astronaves como tú hablas de los aviones. Y así por los siglos de los siglos — terminó Serguéi.
7
Andar era difícil. Las suelas magnetizadas de las botas se adherían fuertemente al suelo metálico, y para dar un paso tenía que realizarse un gran esfuerzo muscular. A pesar de esto no existía una completa estabilidad. Se hacía sentir la casi completa inexistencia de peso. Lo mismo que en la cubierta de un barco durante una fuerte tempestad, las personas se balanceaban al andar adoptando las posiciones más extravagantes. Mas la inclinación del cuerpo inconcebible en la Tierra, no conducía a la caída, aquí no había dónde caer. Hermes atraía con una fuerza insignificante. Un pequeño esfuerzo, y la persona se podía poner derecho para al cabo de un segundo comenzar una nueva «caída». Y esto se repetía sin fin.
Un andar de esta clase cansaba más que una larguísima marcha a pie por la Tierra.
Si se quitaba el calzado la persona podía volar, y no le costaba ningún esfuerzo elevarse al punto más alto de la cúpula esférica del local del observatorio. Para esto bastaba el menor empuje. Pero el descenso, bajo la fuerza de atracción, se realizaba de una forma tan lenta que a Víktor Murátov se le quitaron los deseos de repetirlo cuando por curiosidad probó hacer un «vuelo» de esta clase. Fue muy desagradable al verse impotente colgado en el aire sin tener ni la más pequeña posibilidad de cambiar algo.
En general a Víktor no le gustaba la estancia en Mermes, y esperaba con impaciencia el momento de la salida para el viaje de regreso. Miraba asombrado con qué interés, e incluso entusiasmo, observaban sus compañeros todo lo que les rodeaba, y no los llegaba a comprender. El cosmos no ejercía en él ninguna acción «atrayente» como ocurría con otros. El cuadro del firmamento le resultaba monótono y aburrido; la ingravidez penosa; las condiciones de vida, pésimas. Sonriéndose recordó el pronóstico de Serguéi. El viejo amigo se había equivocado. Por ningún cosmos cambiaría Víktor la Tierra natal.
¡Cuatro días más de este tormento y se encontraría en casa!
Se realizaban las últimas observaciones de control. Mermes llevaba ya más de cien horas haciendo el recorrido por la nueva órbita y acercándose gradualmente a Venus.
Después alcanzaría Mercurio y comenzaría un viaje de muchos años en la profundidad del sistema solar, hacia sus regiones periféricas hacia Plutón, el planeta más lejano.
El cambio de la trayectoria del recorrido del asteroide se realizó en completa correspondencia con los cálculos. Víctor estaba orgulloso. Fueron recibidos de la Tierra numerosos radiogramas de felicitación. Todo el planeta se alegraba por el éxito conseguido.
¡Se había realizado una cosa grande y necesaria!
Hecho ya todo, se podía, con la conciencia tranquila, abandonar el incómodo cosmos, regresar a la Tierra, y ponerse a realizar un nuevo trabajo, no menos necesario e interesante. ¡En la patria hay miles de cosas que hacer!
A Murátov no le intranquilizaron lo más mínimo los últimos cálculos realizados esta vez por el mismo Jean Leguerier. ¡Todo estaba bien! El asteroide marchaba tal como fue calculado en la Tierra. Al llegar a Júpiter, debido a la potente fuerza de atracción del gigante del sistema solar, se dirigiría hacia Saturno, y éste a su vez, cambiaría su trayectoria encaminándolo hacia Urano. Y así sucesivamente. Los planetas se entragarian uno a otro el asteroideobservatorio como si fuera una carrera de relevos. No había ninguna necesidad de comprobar de nuevo. La escuadrilla auxiliar podría ya ayer haber salido para la patria.
Pero Murátov aunque estaba atormentado por la impaciencia comprendía perfectamente que era fundamentada y necesaria la precaución de Leguerier. En comparación con la distancia gigantesca que tenía que recorrer Mermes solo se había pasado un trayecto ínfimo. Cuatro exactas comprobaciones, según los cuatro datos observados, realizadas por cuatro matemáticos independientes uno del otro, ¡esto ofrecía una completa garantía!
Pero mañana… pero, a propósito, cuál mañana, cuando no existe ni día, ni noche, ni salida, ni puesta del Sol… dentro de dieciocho horas todo habrá terminado. Leguerier pronunciará las palabras tan esperadas: «Todo está en orden» — y Murátov podrá marcharse.
¡Por nada del mundo se retendrá aquí ni un minuto!
¡Si Murátov pudiera saber ahora que iba a estar retenido, en este lugar tan desagradable para él, tres días enteros!
¡Un acontecimiento inexplicable, inverosímil, estaba próximo, muy próximo!
Pero el futuro está oculto a las personas por la ley de la casualidad.
Sujetándose a las numerosas correas que había en la pared, manteniéndose en posición vertical gracias a un enorme esfuerzo, Murátov se dirigía lentamente hacia la sala de oficiales del satélite. Este viejo nombre, tomado del léxico de la hace tiempo desaparecida marina de guerra, se mantenía sólidamente entre los cosmonautas y a Murátov le parecía absurdo. ¡Qué sala de oficiales iba a ser cuando todos los locales que estaban contiguos al pabellón central formaban habitaciones corrientes! Claro que tenían techos transparentes que no había en los barcos, pero en los camarotes debía haber portillas y aquí, en el satélite, no había ninguna clase de ventana.