Víktor, pensando en esto, miró involuntariamente hacia arriba y, claro está, no vio otra cosa que el techo semiesférico. Los corredores no tenían paredes transparentes.
Se rió de su distracción porque en dos semanas ya se podía haber acostumbrado.
Los relojes, que marchaban por la hora terrestre, marcaban las ocho de la noche según el meridiano de Moscú. Era ya la hora de cenar. Probablemente lo esperaban ya en él comedor («Bueno, que le llamen sala de oficiales», pensó Víktor). Eran ya las ocho y un minuto, y sabía por experiencia que Leguerier y sus seis camaradas eran puntuales en todos sus actos.
Los siete miembros de la expedición, el ingeniero Weston y ocho personas de las tripulaciones de la escuadrilla auxiliar estaban «sentados» a la mesa redonda. Había sillas porque en Hermes subsistía una pequeña fuerza de gravedad. Podía uno sentarse, pero para mantenerse en la silla, y no salir volando con cualquier movimiento que se hiciera, había sido necesario poner correas al asiento.
Murátov pidió perdón por haber tardado y ocupó su lugar.
La sala de oficiales estaba situada en un extremo del enorme cuerpo discoidal del satélite artificial. El techo y la pared que daba al exterior eran transparentes. Sobre sus cabezas se extendía un cielo negro mate con innumerables estrellas. Entre ellas resplandecía un Sol cegador cuyos rayos inundaban la sala de oficiales sin que se sintiese ningún calor. Los «cristales» de plásticos no dejaban pasar los rayos infrarrojos.
Fuera del satélite estaba el panorama tenebroso de Hermes, con rocas disformes de un color grisáceo indeterminado. ¡Paisaje sin vida, que oprimía!
El observatorio cósmico, antiguo satélite artificial de la Tierra, estaba en el fondo de una depresión poco profunda. Lo rodeaban por todas partes muros de granito que se elevaban gradualmente. El horizonte estaba limitado por un círculo de trescientos metros de diámetro, y como el del satélite era de cien metros, ante los ojos existía un «mundo exterior» ínfimo.
Murátov se extremeció al pensar que ocho personas durante muchos años no verían nada más que este triste cuadro. ¡Qué amor tan profundo tenían que tener a su ciencia para pasar voluntariamente por tales pruebas!
¡De ninguna forma él era capaz de tal hazaña!
La elección del lugar para el observatorio no fue casual. El relieve del lugar era el que mejor correspondía para su propia defensa. Él peligro de los meteoritos, que existía incluso para las astronaves pequeñas, era mil veces más amenazador para Hermes cuya enorme masa atraía los fragmentos que vagaban en el espacio. Sobre todo cuando tenía que cortar el anillo de los asteroides entre Marte y Júpiter, que era el lugar más peligroso en las vías interplanetarias.
Fueron montadas potentes instalaciones en las rocas que formaban un círculo alrededor del observatorio. El campo magnético obligaba a desviarse a los meteoritos del único lugar habitado en el asteroide cualquiera que fuese su velocidad. Por esto era posible la existencia de unas paredes relativamente finas y de una enorme cúpula en la que se encontraban telescopios y otros numerosos aparatos e instrumentos astronómicos.
Si los meteoritos que cayeran fueran pétreos, entonces los desviaría el campo antigravital vibrador que completaba al magnético. Los astrónomos podían trabajar tranquilamente.
Después de cenar Murátov se quedó en la sala de oficiales conversando con Weston.
Decidió no regresar esta noche a su astronave y pernoctar en el satélite, ya que en este mundo sin gravedad se podía dormir donde uno quisiera como si fuera eri el más blando colchón. Formaban la cama cuatro sillas y una fuerte correa, para no despertarse pegado al techo. Las patas magnéticas metálicas de la silla que se adherían al suelo, garantizaban la estabilidad del lecho.
Eran las diez de la noche cuando Murátov, antes de echarse a dormir, entró en el camarote de Leguerier.
Le gustaba conversar con el jefe de la expedición que era una persona de una cultura enciclopédica. Parecía que no había ni una sola cuestión en la que el científico francés no se encontrara como el pez en el agua. Con él se podía hablar de todo.
Así tenía que ser un auténtico astrónomo ya que la astronomía es una ciencia omnímoda. Trata todas las esferas del conocimiento humano, desde la medicina hasta la filosofía.
Leguerier se acostaba tarde y Murátov sabía que no era importuno.
El «Comandante de Hermes», según alguien le denominó a Leguerier con gran acierto, estaba junto a la pared y miraba atentamente a uno de los aparatos instalados en un cuadro que ocupaba toda la pared.
– ¡Mire! — dijo, volviéndose de nuevo a mirar el aparato —. La aguja del gravímetro no está en el cero. No puedo comprender lo que puede significar esto.
Murátov se acercó.
Conoció el gravímetro durante la expedición en la «Titov».
Pero el aparato que había en el camarote de Leguerier se parecía muy poco a aquél, ya que dos años es un espacio enorme para la ciencia. Sólo quedaba la escala y la aguja del aparato que él conocía.
Murátov clavó la mirada.
— Me parece — dijo — que la aguja no sólo no está en el cero, como usted ha dicho, sino que se mueve. Muy lentamente, pero se mueve.
— Sí, sí, tiene usted razón — se sentía intranquilidad en la voz de Leguerier —. Esto es muy raro. El aparato muestra la presencia de una masa que no está lejos de nosotros.
¿Qué puede ser?
— Un meteorito que cae… — presupuso indeciso Murátov.
Se enfadó consigo mismo. ¡Qué contestación tan ingenua! Esto no hacía falta que se lo dijeran a Leguerier.
En vez de contestar el astrónomo indicó sin hablar la pantalla del radar, en la que se veía una línea negra lisa sin ninguna desigualdad o salientes. Los haces de los rayos del radio tanteaban ininterrumpidamente el espacio alrededor del asteroide sin encontrar ningún obstáculo.
— Se ha estropeado…
Leguerier oprimió uno de los numerosos botones. Se iluminó una pequeña pantalla y se reflejó en ella el interior del camarote que ocupaba Alexandr Makárov, segundo jefe de la expedición.
– ¡Alexandr! — dijo Leguerier —. Mira el gravímetro.
Se vio como Makárov se acercó al cuadro, exactamente igual que el de aquí. Se oyó una exclamación de asombro.
— Presta atención ahora a la pantalla del radar.
– ¡Veo! Makárov se volvió.
– ¿Qué te parece esto? — preguntó Leguerier.
— Muy raro, demasiado raro. ¿Y en los tuyos, lo mismo?
– ¡Lo mismo! Pensaba que se había estropeado el gravímetro de mi camarote. Pero no pueden haberse estropeado los dos a la vez.
— Entonces ¿qué pasa?
— Ven inmediatamente.
– ¡Voy!
Leguerier y Murátov no apartaban los ojos de la aguja. Ahora no cabía la menor duda de que se movía. Algo, que no reflejaba los rayos de los radares, se acercaba a Hermes.
Esto no podía ser un fragmento pequeño, tan pequeño, que no lo «vieran» las potentes instalaciones de localización. En este caso no lo notarían incluso los gravímetros. El cuerpo misterioso tenía una masa considerablemente grande.
– ¡Cada vez más cerca y más cerca! — murmuró Leguerier —. Lo más extraño es que vuela muy lentamente.
Se oyó el sonido sordo del radiófono. Leguerier no se volvió.
La llamada se repitió y Murátov se acercó al aparato.
El que estaba de guardia en el puesto de mando de la nave insignia de la escuadrilla informó con voz alterada de la «conducta» rara del gravímetro.
— De todas nuestras naves informan lo mismo — dijo.
— Lo sé — contestó Murátov —. Continúe haciendo observaciones.
Entró Makárov y como hipnotizado se dirigió «n silencio hacia Leguerier. Los dos miraban fijamente el gravímetro. La aguja ya se había separado mucho del cero y continuaba desviándose lenta, extremadamente lenta, pero invariable, cada vez más.