Muratóv movió la cabeza.
— En esto no estará de acuerdo.
– ¿Para qué hacer conjeturas? — dijo Leguerier —. Está de acuerdo, no está de acuerdo. ¡Lo veremos! ¡Vamos, Jansen!
El experimento resultó bien. Por lo visto Guianeya había comprendido bien el idioma gráfico del biólogo. Pero los gestos de respuesta de la huésped no los comprendieron ni Jansen, ni Leguerier. ¿Estaba de acuerdo en volar a la Tierra después de sus explicaciones?
Para aclarar esta pregunta de nuevo se puso ante Guianeya la carta de Weston. Ella se sonrió y de nuevo repitió el mismo gesto suave que todos comprendieron como «¡volemos!».
— Hemos hecho todo lo que hemos podido — dijo Leguerier —. Llévenla a la Tierra. Por lo visto no tiene miedo a ningún contagio. Enviaré un radiotelegrama detallado y allá decidirán lo que es necesario hacer. No pierdan tiempo.
— Parece que ellos conocen nuestro planeta mejor de lo que pensábamos — hizo notar Murátov.
— Por lo visto es así.
Guianeya no tenía ninguna pertenencia. Se presentó en Mermes en un mundo extraño, vestida tan ligeramente como si se encontrara no en el cosmos, sino en su casa.
Exactamente lo mismo que si hubiera ido de visita para muy poco tiempo. Esta circunstancia, más que rara, no dejaba de asombrar a todos en Hermes y en la Tierra. Era incluso difícil presuponer lo que la impulsó a realizar tal hazaña. No podía estar vestida de tal forma en la nave cósmica. Y la explicación de Leguerier les pareció a todos demasiado fantástica. Aquí era donde se ocultaba el secreto cuya solución se esperaba hallar sólo posteriormente.
Llamaba la atención el que los pequeños y muy elegantes zapatos «dorados» de Guianeya tenían suelas magnetizadas. Esto demostraba que el calzado, que parecía absurdo tratándose de vuelos cósmicos, estaba destinado precisamente para el estado de ingravidez, es decir, para el cosmos.
Esta alta muchacha, toda adornada con oro, tenía un aspecto extravagante entre los cosmonautas que estaban vestidos con trajes oscuros. Era más alta que ninguno excepto Murátov. Esbelta, con movimientos ligeros y ágiles, casi felinos, parecía que no caminaba, sino que se deslizaba por el suelo. Su extraordinariamente espesa cabellera, llegaba en abundancia más abajo de la cintura, y en la nuca estaba recogida con un broche en forma de hoja o rama de una planta desconocida en la Tierra. Estas mismas «hojas» cubrían sus rodillas, a las que no llegaba su vestido corto y abierto.
El aire del observatorio fue calentado hasta los dieciocho grados Gelsius, pero por lo que se veía Guianeya no sentía frío. La huésped rechazó el traje que le ofrecieron.
Jansen tenía grandes deseos de medir la temperatura del cuerpo de Guianeya pero ésta rechazó bruscamente el intento del médico, con poca cortesía desde el punto de vista terrestre, apartando el termómetro con la mano. ¡ Incluso no permitía que nadie la tocara. Por lo visto, saludarse estrechándose la mano no era una cosa aceptada en su patria, y si alguien al encontrarse con ella le tendía la mano, Guianeya daba un paso atrás y levantaba la mano hasta el hombro con la palma hacia adelante. Este era el gesto con que ella saludaba a las personas al conocerlas por primera vez.
«Esto es orgullo y altivez», decía Leguerier.
«Esto es una costumbre en su patria», replicaba Murátov.
El futuro nos dirá quien de ellos tenía razón.
Fue examinada minuciosamente la escafandra con la que Guianeya bajó de su nave.
Era muy ligera, hecha de un metal de color azul, fino y flexible. El casco era cuadrado, mejor dicho, cúbico, no tenía en su interior ningunas instaladones acústicas o radiotécnicas. En frente de los ojos se encontraba una placa transparente, muy estrecha, de color gris humo, que dejaba pasar poca luz. Lo más asombroso es que no había, ni dentro ni fuera, ningunos depósitos o balones con aire. Incluso con una respiración muy cuidadosa, «económica», casi sin moverse, en una escafandra de este tipo no se podría estar más de diez a doce minutos.
— Esto explica en parte su llamada insistente — hizo notar Weston —. Le amenazaba la asfixia. ¿Pero cómo pudieron decidir lanzarla de la nave sin una reserva de aire?
Un nuevo enigma difícil de explicar.
— Según yo creo — dijo Murátov —, esto demuestra que ellos sabían que el observatorio estaba habitado. De otra forma sería un suicidio.
— Esta es una historia muy oscura — observó Leguerier —. Cuanto más pienso en ella tanto más probable me parece que Guianeya se escapó de la nave, y en su apresuramiento se olvidó de la reserva de aire. Esto explica mucho.
– ¿Pero si la nave se detuvo encima de la misma superficie de Hermes? ¿Cómo concordar esto con su versión? Entonces se deduce que la ayudó a huir la tripulación de la astronave.
— Pudieron haber observado en el asteroide una obra artificial y volaron para saber lo que era, y ella pudo aprovechar esta situación inesperada.
– ¿Entonces por qué se detuvieron sólo unos minutos?
Leguerier se encogió de hombros.
– ¡Historia no clara! — repitió.
La escafandra estaba hecha de tal forma que se podía quitar sin ayuda de nadie pero no se podía poner. Esto se puso en claro cuando hubo que trasladar a Guianeya a la nave insignia de la escuadrilla.
Hubo que romperse la cabeza para llegar a comprender la construcción desconocida.
El traje de Guianeya era muy incómodo desde el punto de vista terrestre. No se lo podía uno poner, era necesario «entrar» en él. Y nadie de la Tierra podía hacer esto, si no era un verdadero acróbata.
Guianeya resolvió con facilidad esta difícil tarea. Se introdujo, mejor dicho se deslizó en la escafandra con una inconcebible rapidez y ligereza.
No podía ser que esta escafandra hubiera sido especialmente preparada para ella, probablemente era igual que las restantes escafandras que había en la nave de los huéspedes. Es decir, Guianeya no era ninguna excepción entre su pueblo. Todos eran tan ágiles y ligeros como ella.
Ahora era necesario hermetizar la escafandra, pero Guianeya ni con un solo gesto intentó prestar ayuda. Estaba de pie y esperaba, como si le fuera indiferente ir a la Tierra o quedarse en Hermes.
– ¡Qué terquedad! — gruñó Weston, mirando atentamente las largas bandas que pendían por los bordes de las tapas de la escafandra —. La desgracia es que hay que hacer esto lo más pronto posible, si no se asfixiará antes de llegar a la nave. ¿Es posible que no comprenda esto?
— Puede ser que no sepa como manejar la escafandra — supuso Murátov.
– ¡Qué te crees tú eso! Lo sabe muy bien, pero no quiere ayudar. ¡Mira, Víktor! Me parece que ya lo sé. Estas bandas deben adherirse a las ranuras. De otra forma no puede ser.
– ¡Hagamos la prueba! Mira a ver, aquí, en el costado.
La suposición de Weston se justificó. Las bandas que parecían metálicas, se adhirieron a las ranuras con un chasquido seco, quedando éstas completamente tapadas.
Murátov observó dos abultamientos apenas perceptibles en las terminaciones de las bandas. Presionó en uno de ellos y la banda se desprendió.
— Todo está claro — dijo Murátov —. La mano con el guante metálico puede presionar en este abultamiento, pero uno solo no puede ponerse la escafandra. De esto se deduce — añadió dirigiéndose a Leguerier — que alguien ayudó a Guianeya en la huida.
El astrónomo no contestó nada.
– ¡Por fin! — respiró con satisfacción Weston sujetando la banda en su lugar —. ¿Está bien? — preguntó a Guianeya.
Por lo visto la expresión de la cara y la entonación de la voz fueron lo suficiente elocuentes para que Guianeya comprendiera la pregunta del ingeniero e inclinara la cabeza.
Weston sujetó todas las demás bandas, quedando sólo una, entre el cuello de la escafandra y el casco. La tenía que sujetar el mismo Murátov cuando todo estuviera preparado para la salida. Ni un minuto de más debía encontrarse Guianeya sin el aire de la habitación. La escuadrilla se encontraba a unos seiscientos metros de la puerta exterior del observatorio.