Los pensamientos de Murátov fueron interrumpidos por la aparición del «camarero». Las manos mecánicas servían rápida y hábilmente la mesa. Un sonido silbante apenas perceptible acompañaba cada movimiento. Era de una construcción antigua, los modelos de última producción no emitían sonidos.
– ¡Gracias! — dijo maquinalmente Murátov cuando los platos fueron puestos.
El robot «inclinó la cabeza» y se marchó.
Murátov se sonrió. Los constructores habían incluso previsto esto.
Comió de prisa. Cada minuto aumentaba su impaciencia. Quiería con insistencia encontrarse lo antes posible con Guianeya, aclarar la duda más importante: ¡cómo lo trataría? Si los peores temores se confirmaban, éste sería un golpe terrible.
Demasiadas esperanzas habían sido puestas en la renovación de la vieja amistad, muchas e importantes cosas quería saber utilizando la antigua simpatía de Guianeya.
No cabía la menor duda de que Guianeya lo trataba con simpatía. Para esto era suficiente recordar el momento de su separación. Entró entonces para despedirse de ella.
Por medio de señas le explicó que se marchaba. Guianeya fue la primera en tender la mano, lo que antes nunca había hecho. Vio la tristeza reflejada en sus ojos.
Era muy grande el parecido de esta muchacha de otro mundo con las personas terrestres. La diferencia era insignificante. Y no se podían interpretar sus gestos y expresiones de los ojos de otra forma que «como los de la Tierra».
¡Y los innumerables ruegos de Guianeya de que Murátov viniera a visitarla! Esto también hablaba de su simpatía.
La comida fue en exceso abundante. Murátov no había comido nada hoy, pero no pudo comer más que la mitad.
Después de haber apretado el botón que daba la señal para retirar la mesa, salió a la calle.
Había «matado» sólo media hora. Quedaban cuatro y media.
«Voy a Selena — decidió Murátov —. A propósito, nunca he estado allí. Pasearé, veré la ciudad».
Volando se podía estar allí en cinco minutos. Pero con el fin de alargar el tiempo Murátov no subió a una de las numerosas estaciones de comunicaciones aéreas locales que estaban cerca, y eligió el transporte más lento: un vechebús urbano.
Pronto tuvo que lamentar su decisión. La máquina se detenía con una frecuencia insoportable, entraban y salían los pasajeros. Como regla, el vechebús urbano se utilizaba sólo para cortas distancias y Murátov tuvo que atravesar toda la ciudad que se extendía a muchas decenas de kilómetros, pasar la vasta región entre Poltava y Selena, llena de fábricas automáticas, y sólo entonces se encontraría en el lugar a donde se dirigía, pero en su rincón más apartado.
– ¿Cuánto se tarda en llegar al cohetódromo? — preguntó Murátov.
— Hora y media — le respondió la voz metálica del conductor automático.
Dio un suspiro de resignación y se arrellanó en el blando sillón.
Varias personas miraron con asombro a Murátov.
¡Que se asombren de su tontería! Ellas no pueden comprender que se encuentra en la absurda situación de la persona que no sabe en qué emplear el tiempo. Esto era la primera vez que le ocurría en la vida.
Por fin Poltava quedó atrás. Se extendían interminablemente los edificios uniformes de las fábricas. Ni un matorral verde, ni macizos de flores, nada en que pudiera detenerse la vista. Muros ciegos, sin ventanas.
Aquí no era necesaria la belleza: ¡no había personas!
2
Las personas, que se consagran al estudio de los problemas lingüísticos, corrientemente pertenecen al tipo de científicos de gabinete. Marina Murátova era la exclusión de esta regla. Poseía unas grandes dotes para la lingüística, admirable memoria, dominaba bien ocho idiomas y era aficionada al trabajo científico. Pero le gustaban también muchas otras cosas. La pintura, la música y el deporte no ocupaban el último lugar en su vida. El amor a los viajes, su paciencia y sociabilidad jugaron un papel destacado para que recayera en ella la elección del consejo científico del Instituto de cosmonáutica que buscaba una amiga para Guianeya.
Marina dio su conformidad inmediatamente. Le atraía la tarea extraordinaria y difícil.
Sabía que para mucho tiempo, probablemente para años, estaría alejada de los asuntos habituales, pero esto no la asustaba. Conocer otro idioma que no tenía nada de común con los terrestres (según ella pensaba), o enseñar a la huésped del cosmos el idioma terrestre, estar próxima a un ser extraño a la tierra que había nacido y crecido en otro planeta, bajo la luz de otro sol, todo esto era muy atrayente para su romanticismo.
Marina no era vanidosa, y no influyó en su decisión el hecho de que siendo amiga de Guianeya atraería hacia sí la atención de todos los habitantes de la Tierra. Esto ni le pasó por la imaginación.
A Marina le interesaban en último lugar los secretos de Guianeya, los numerosos enigmas que tenían relación con ella. Estaba convencida de que todos los secretos se descubrirían ellos mismos en cuanto se adaptara a la Tierra, se acostumbrara a las personas y tuviera la posibilidad de hablar libremente con ellas.
Y precisamente comprendió que su tarea era esa: ayudar a la huésped a adaptarse.
A nadie le cupo la menor duda de que Guianeya prestaría una ayuda efectiva a los hombres de la Tierra. No podía obrar de otra forma una persona que llegara a un planeta ajeno.
Pero no resultó así.
Pasó no mucho tiempo y para todos quedó claro que la tarea no era tan sencilla.
Guianeya se negó a estudiar el idioma de la Tierra y no manifestó ningún deseo de enseñar a Marina el suyo.
En el primer tiempo todo parecía marchar como sobre ruedas. La huésped tenía necesidad de que la comprendieran. El idioma en que ella hablaba era sonoro, parecía sencillo, y las palabras se recordaban fácilmente. Un grupo de trabajadores del Instituto de lingüística y la misma Marina consideraban que posteriormente no habría ninguna dificultad.
Pero cuanto más tiempo pasaba menos deseo tenía Guianeya de ampliar su léxico. Era evidente que quería limitarse a la conversación habitual, necesaria para ella misma, pero a nada más.
Lo poco que las personas sabían confundía a los lingüistas. Se sentía que Guianeya simplificaba las frases y Marina se veía obligada a pronunciar las palabras sin ninguna ligazón gramatical. Esta forma de hablar Guianeya podía comprenderla, pero no significaba conocer su idioma.
La alta cultura del pueblo a que pertenecía Guianeya excluía la posibilidad de un habla «pobre». Indudablemente su idioma era rico y bello, parecía sencillo pero no era así.
Cuando se convencieron definitivamente que no se podía contar con la ayuda de Guianeya, se decidió continuar el estudio sin que ella lo supiera. Viviendo en la Tierra, comunicándose con las personas, incluso sólo con Marina, la huésped pronunciaba involuntariamente nuevas palabras y frases. Se las recordaban y descifraban. Para ayudar a la magnífica memoria de Marina se utilizaba un magnetófono. Era un pequeño aparato portátil cuya existencia desconocía Guianeya y que la acompañaba a todas las partes. Las cintas grabadas se enviaban al Cerebro Electrónico del Instituto de lingüística, y se iban descubriendo lenta pero sistemáticamente los secretos del idioma extraño.
Marina recordaba todo, pero obraba con extremo cuidado y de una forma estrictamente gradual ampliaba el marco de las conversaciones que mantenía con Guianeya. Tenía miedo que su huésped se «asustase». Y la muchacha del otro mundo parecía que no se daba cuenta de que su amiga hablaba con ella cada vez mejor y con más soltura.
Marina sabía que le gustaba a la huésped, que Guianeya simpatizaba con ella. Era muy importante fortalecer y desarrollar las relaciones amistosas. Todas las esperanzas de los científicos para descubrir el misterio de la aparición de Guianeya estaban basadas en esto.