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Pero Murátov no sabía nada.

Selena le asombró por sus dimensiones. Era considerablemente más grande que Poltava aunque se la consideraba como el suburbio. La ciudad había crecido durante cinco años en un lugar desierto con una velocidad fabulosa. Las casas, las calles incluso los jardines y parques le parecieron particularmente limpios, pintados, como si fueran nuevos. Se sentía la influencia de una arquitectura en toda la ciudad. La grandiosidad del pensamiento y el trabajo encarnados en la edificación producía una fuerte impresión.

Murátov, sin duda alguna, conocía la enorme amplitud de los trabajos que se realizaban en todas partes, en todo el planeta, los nuevos centenares de ciudades, los miles de pequeños poblados, dotados de todas las comodidades, y la cantidad innumerable de estaciones científicas y técnicas. La humanidad se esforzaba por terminar lo antes posible con la vida vieja, por adaptar su planeta a las nuevas exigencias constantemente crecientes del régimen comunista.

Pero resultaba que él vivía siempre en ciudades antiguas, que tenían siglos, reedificadas, reconstruidas, pero a pesar de todo viejas.

Selena era quizás la primera ciudad nueva, completamente moderna que veía de cerca.

Se sonrió al recordar su seguridad de que el primer transeúnte le indicaría dónde encontrar a Guianeya. ¡Cualquiera la encuentra en este gigante!

Selena tenía forma de anillo. En el centro estaba ubicado el enorme cohetódromo.

El vechebús de circunvalación le llevó a Murátov a través de toda la ciudad.

Se olvidó del tiempo, de su impaciencia, de todo. La vista absorbió por completo toda su atención. A cada paso, en cada viraje se descubría un conjunto de edificios, cada uno más bello y majestuoso que el siguiente. Las casas parecían ligeras como si flotaran en el aire, la abundancia de vegetación subrayaba la ligereza de la construcción, la gran amplitud de las ventanas dejaba pasar a través de ellas gran cantidad de luz solar.

Incluso las personas que vivían aquí parecían distintas a las de otras ciudades, como si en ellas hubiera también penetrado la luz.

«Haré todo lo posible por trasladarme aquí — pensó Murátov —. Si no está prohibido mudarse debido a la superpoblación. Es necesario vivir rodeado de toda esta belleza.

Probablemente el trabajo irá más fácil aquí que en otros lugares».

Pero al parecer, no sólo Murátov sentaba estos juicios sobre Selena en la que estaba encarnada toda la experiencia, todo el genio arquitectónico y artístico de la Tierra. En las calles había mucha gente.

Cuando el vechebús hizo todo el recorrido deteniéndose en el punto de partida, Murátov miró al reloj y salió, aunque no estaría demás hacer por segunda vez el mismo recorrido. Quedaba muy poco tiempo.

Llegó al cohetódromo en el planeliot.

La vida transcurría corrientemente en el enorme campo de hormigón. El regreso de la Sexta expedición lunar no tenía nada de particular que pudiera provocar una atención especial. Casi cada día terminaban aquí sus vuelos las naves cósmicas procedentes de la Luna, Marte, Venus, sin contar las líneas interiores, planetarias. Y otras tantas despegaban de aquí. La Sexta expedición sólo interesaba a un círculo reducido de personas relacionadas con el servicio cósmico, y a tales como Murátov, que tenían conocidas entre los participantes.

Iban y venían por el campo las máquinas auxiliares rápidas y zigzagueantes, arrastraban lentamente su monstruoso peso las cisternas de repostado, volaban en pequeños planeliots los mecánicos y despachadores. A lo lejos en el centro del campo, brillantes de sol, estaban los cuerpos de las naves de las líneas interiores, «terrestres», y los cohetes de aterrizaje. Las naves interplanetarias no aterrizaban en el cohetódiomo.

Desembarcaban sus pasajeros o los esperaban más allá de los límites de la atmósfera.

Murátov vio muchas personas en el edificio del cosmodromo. Por lo visto hoy salía para un largo raid una nave. Algunos abandonaban la Tierra y otros les despedían.

En seguida se encontró con Stone. El presidente del consejo científico se alegró de encontrar a Murátov (tenían mucho tiempo sin verse) y le estrechó fuertemente su mano.

– ¡Y qué — dijo Murátov — otra vez nada nuevo!

— Por desgracia, nada nuevo — contestó suspirando Stone.

Se trataba de la Sexta expedición. Los dos sabían que regresaba sin haber averiguado nada. No pudieron encontrar ningún indicio de la presencia en la Luna de los satélitesexploradores o de su base.

— Esta es la última — añadió Stone —. No tiene ningún sentido continuar las búsquedas, mientras no sepamos algo nuevo, por ejemplo, de Guianeya.

– ¡Atención! — resonó una voz no fuerte pero clara —. Que embarquen los que salen para Marte. Los acompañantes pueden ir sólo hasta el vechebús.

El vestíbulo quedó visiblemente vacío. Y entonces fue cuando Murátov vio a Guianeya y Marina. Estaban junto a uno de los numerosos quioscos automáticos y conversaban animadamente. Los que pasaban cerca dirigían a hurtadillas curiosas miradas a esta pareja.

– ¿Es interesante por qué se encuentra aquí? — dijo Stone siguiendo la mirada de Murátov —. Parece que Guianeya está muy interesada por nuestras búsquedas en la Luna.

– ¿De dónde puede ella saberlo? Stone miró con asombro a su interlocutor.

– ¿Cómo — exclamó —, no sabe usted nada?

– ¿De qué?

– ¿Ha leído los periódicos estos días, ha oído las transmisiones?

— No — contestó Murátov —, no he tenido tiempo. Usted sabe de qué me ocupaba.

– ¡Vaya una cosa! — Stone movió la cabeza. ¿Y nadie le ha dicho nada? Todo el planeta no habla más que de esto y usted incluso no lo ha oído.

– ¿De qué se trata? — preguntó distraídamente Murátov que pensaba sólo en la forma de acercarse a Guianeya para que esto fuera natural. Las dos muchachas estaban de espaldas a él.

Pero desapareció como por encanto su distracción cuando Stone pronunció las primeras palabras. Le escuchaba completamente perplejo. ¡Esta sí que era una novedad!

¿Guianeya sabe español? ¡Inconcebible!

– ¿Ahora lo comprende usted? — preguntó Stone.

– ¡Cómo no! Precisamente comprendo que todo mi plan se ha derrumbado.

– ¿Por qué? — Stone conocía las intenciones de Murátov —. Todo lo contrario, esto le ayudará. Sólo que hay que obrar con prudencia, con mucha prudencia.

– ¡Precisamente por esto! Lo que significa que es necesario un plan nuevo, completamente nuevo.

— No es necesario mostrar a Guianeya que nos es conocido su secreto. Le aconsejaría, que en un momento oportuno, como si fuera casual, hablara en español con su hermana delante de ella. Elija un tema que le interese a Guianeya. Es importante y curioso ver cómo reaccionará ante esto.

Murátov miró con temor a Guianeya, que se encontraba a no más de treinta pasos de ellos.

— Hablamos demasiado fuerte — susurró al oído de Stone —. Guianeya tiene un oído muy fino.

— No hablamos en español.

— Quién sabe. A lo mejor ella comprende. Después de lo que usted me ha contado, no me fío de nada.

— Sí, esto es posible.

Un tropel de pasajeros que acababan de entrar en el vestíbulo les separó de las dos muchachas. Por lo visto había llegado el cohete de aterrizaje de una nave que había arribado o una de los raids interiores. Murátov, ensimismado por la novedad, no había oído el comunicado del despachador.

Stone miró el reloj.

— La Sexta expedición deberá llegar dentro de unos doce minutos — dijo —. Vaya a ver a las muchachas.

— Tengo un poco de temor. A lo mejor Guianeya no quiere hablar conmigo.