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Murátov llegó en avión en la víspera de la salida. Era el más débilmente preparado de todos los participantes de la Séptima expedición. No quería ser un espectador inactivo, y preguntar a cada momento qué es lo que pasa. Hacía tiempo que conocía a Véresov y esperaba que el comandante de la nave, participante en todas las seis expediciones, podría solamente en un día ponerlo al corriente del manejo de los aparatos para las búsquedas y de los métodos para tratar de destruir la base.

Véresov acogió afablemente al primer pasajero. Inmediatamente comprendió lo que quería Murátov de él y estuvo dispuesto a ayudarlo. Se pusieron a trabajar desde la mañana y estuvieron ocupados afanosamente hasta muy avanzada la noche.

Eran las once y media, cuando Murátov se recostó cansado en el respaldo del sillón y dijo:

— Ahora ya puedo ayudar con algo en el trabajo. En todo caso puedo comprender de que se trata. Me incluyeron en la composición de la expedición teniendo en cuenta mis anteriores «méritos», y esto era un poco desagradable. ¡Gracias por todo, Yuri!

— No hay de que, acuéstate y que duermas bien. Tú todavía no has estado en la Luna y el volar a ella te será interesante. ¡Buenas noches!

Véresov se marchó para regresar a la astronave y pasar allí la noche.

Murátov se quedó solo.

— Si hay que dormir, dormiremos — dijo en voz alta y se estiró con placer, satisfecho de sí mismo.

Inesperadamente llamaron a la puerta. La llamada fue hecha suavemente y con precaución. Era como si el que estaba al otro lado de la puerta no estuviera seguro de si Murátov dormía o no.

– ¡Adelante! — dijo Murátov.

Lo que vio lo dejó asombrado, perplejo, sin comprender nada.

En la puerta estaba Guianeya.

Sabía que ella se encontraba en las islas japonesas. Todavía ayer habló con Marina por radiófono, le preguntó como se sentía la huésped, qué hablaba, qué hacía. Marina no mencionó ni una palabra sobre el viaje a la península Ibérica, todo lo contrario, le dijo que Guianeya estaba! dispuesta a pasar en el Japón mucho tiempo.

¡Y aquí estaba!..

Murátov se sobrepuso en seguida y la invitó a entrar.

Le tendió la mano, ella de nuevo contestó alsaludo y se sentó desembarazadamente.

Parecía! que no le daba ninguna importancia a su inespeJI rada aparición.

Estaba sola, sin Marina.

— He llegado hace media hora — dijo Guianeya — y no me ha sido difícil saber dónde se alojaba.

Todo esto lo dijo en español.

– ¿Por qué está usted sola? — preguntó Murátov.

— Para hablar con usted no tengo necesidad de traductora — contestó sencillamente Guianeya —. Marina estaba cansada y he podido convencerla de que me dejara sola. Es necesario que me acostumbre a andar por la Tierra sin guía. Voy a vivir toda mi vida aquí.

Una sombra de tristeza cubrió su rostro al pronunciar estas palabras. Guianeya sacudió con energía la cabeza.

— Me marcho ahora mismo — dijo ella —. Es tarde, usted necesita descansar antes del vuelo. He venido aquí porque quiero volar con ustedes a la Luna.

– ¿Con nosotros? — exclamó Murátov —. ¿Para qué?

Esto le salió involuntariamente, debido al asombro. Inmediatamente comprendió la intención de Guianeya.

— Para ser siempre y en todo consecuente — contestó la huésped —. Usted sabe que hoy mismo por el día yo no pensaba en el vuelo a la Luna. Su hermana es culpable de que yo tenga este deseo.

– ¿Se lo ha aconsejado ella?

De nuevo, tal como había sucedido en el cohetódromo de Selena, se deslizó una sonrisa de desprecio por la cara de Guianeya, y Murátov comprendió que esta sonrisa no guardaba relación con Marina, sino con él. Guianeya se asombraba de su falta de perspicacia.

«Decididamente, yo no sé hablar con ella — pensó Murátov —. Me olvido de que no es una mujer de la Tierra y que tiene otras concepciones. Y yo mismo estropeo su criterio sobre mí.»

Hubiera querido al instante contarle los motivos de su conducta, demostrar que la comprende bien, pero se retuvo, sabiendo que esto sólo empeoraría la situación. Ella apreciaría sus palabras como un deseo pretencioso de mostrar su inteligencia, y como contestación recibiría otra sonrisa despectiva.

«Yo mismo soy culpable — pensó Murátov —. Esta es una lección para el futuro. Tales errores no se pueden consentir.»

— Nadie me ha convencido — dijo Guianeya —. Y nadie me ha aconsejado. Para esto es necesario saber todo lo que yo sé y que nadie puede saber en la Tierra. ¿De dónde podía saber Marina que yo iba a ser útil a su expedición? Esto sólo lo sé yo.

– ¿Usted nos quiere ayudar a encontrar los satélites?

— De una forma rara los denomina usted. Su nombre no puede ser traducido a su idioma. Sí, les quiero ayudar y puedo hacerlo. Marina ha sabido demostrarme que esto es mi deber. Es necesario ser consecuente — repitió Guianeya —. Lo que ustedes quieren encontrar, y es necesario hacerlo cuanto antes, es invisible para ustedes, pero no para mí. Nuestros ojos ven más que los suyos. Esto lo sé hace mucho tiempo. ¿Entonces, dígame, me llevan con ustedes o no? ¡ — Claro que la llevamos. Esto es para nosotros una alegría. Ahora mismo le comunicaré su deseo a Stone. Es el jefe de nuestra expedición — aclaró Murátov.

— Lo sé.

Murátov utilizó el momento oportuno. — Sí — dijo —, casi me había olvidado. Usted siempre sabe exactamente quién es el jefe en un momento determinado…

Vio que Guianeya había comprendido la alusión.

Pero respondió saliéndose por la tangente.

— Yo he leído algo sobre esto. Mejor dicho me lo ha leído Marina. En el Japón — (por primera vez, hablando en español, se cortó Guianeya en esta palabra) — no había nada escrito en el idioma que yo sé.

Guianeya se levantó.

— Gracias, Guianeya — dijo Murátov —. Gracias en nombre de todos. Estoy muy contento de que usted haya cambiado su actitud para con nosotros.

— Esto podía haber tenido lugar antes. Usted tiene la culpa, Vífctor. No había por qué menospreciarme.

Murátov no encontró palabras para responder a esta manifestación.

— Pienso que habrá un traje para mí. Los dos tenemos casi la misma talla.

— Claro que habrá. Usted ha visto en Hermes nuestros trajes «cósmicos». ¿Son parecidos a los suyos? — Murátov no pudo contenerse a la tentación de probar una vez más la suerte.

Esta vez consiguió su objetivo.

— No del todo — contestó Guianeya —. Pero en general son parecidos.

— Pensábamos que su vestido de color oro era un traje para los vuelos.

— Es una suposición absurda — respondió bruscamente Guianeya —. ¿Acaso puede uno volar vestido de esta forma?

– ¿Por qué se presentó usted ante nosotros precisamente de esta forma?

Esperando la respuesta retuvo la respiración.

¿Se descifraría o no uno de los enigmas?…

Una profunda desilución se apoderó de él cuando Guianeya en vez de la respuesta dijo:

– ¡Hasta mañana! No es necesario que me acompañe. Sé que ustedes tienen esta rara costumbre. Me he alojado cerca de aquí.

– ¿Dónde se ha alojado?

— Me lo indicaron inmediatamente en cuanto llegué. No sé cómo se llama la calle pero la casa está al lado de la suya. — Le miró con los ojos clavados en él —. Usted ha dicho que está contento porque he cambiado mi actitud para ccn ustedes. Esto no es cierto. Es la misma que antes. Pero he comprendido muchas cosas. Y no voy a explicar cuáles son.

Esto usted no lo comprenderá.